Si borramos nuestra historia, ¿quiénes somos?

Por Pat Buchanan *

Cuando el Dodge Charger de James Alex Fields Jr., un simpatizante nazi de 20 años, se abalanzó el sábado contra unos manifestantes, matando a Heather Heyer, de 32, Fields colocó a Charlottesville en el mapa de la modernidad, al lado de Ferguson. Antes de que Fields atropellara a los manifestantes, y retrocediera después para embestir a otros dos, lo que allí ocurría no iba más allá de una refriega sangrienta entre representantes de posiciones extremas respecto de si la estatua de Robert E. Lee debía ser retirada o no del Parque de la Emancipación, anteriormente Parque Lee. La muerte de Heyer elevó la refriega a una cuestión moral. Y la inicial omisión del presidente Donald Trump en denunciar la presencia de neonazis y del Klan fue declarada una omisión moral.

¿Cómo llegamos aquí, y hacia dónde vamos?

En junio de 2015, Dylann Roof, de 21 años, abatió a balazos a nueve cristianos durante una velada dedicada al estudio de la Biblia en la iglesia Emanuel AME de Charleston. Una serie de fotos anteriores de Roof, en su celular y en la red, lo muestran posando con la bandera de guerra confederada. La gobernadora Nikki Haley, con cinco años en el cargo, hizo un rápido juego de cintura y reclamó la remoción de la bandera del monumento a la guerra de la Confederación emplazado en terrenos de la legislatura estatal, después de describirla como un “símbolo profundamente ofensivo de un pasado brutalmente ofensivo.”

Esto encendió un clamor nacional por la eliminación de todas las estatuas que homenajean a soldados y estadistas confederados. En Maryland, aparecieron reclamos para que se retiraran estatuas y bustos del juez Roger Taney, autor del fallo Dred Scott. En Nueva Orleans derribaron estatuas del general “Stonewall” Jackson, del presidente Jefferson Davis y de Robert E. Lee. Después de Charlottesville, crecen las presiones para que se retiren las estatuas de Lee, Jackson, Davis y del general “Jeb” Stuart de la histórica Avenida de los Monumentos en Richmond, capital de la Confederación.

Muchas ciudades sureñas, como Alexandria, Virginia, tiene estatuas de soldados confederados con la vista dirigida al sur. ¿Deberíamos derribarlas todas? Y una vez que hayan desaparecido todos los monumentos de la Guerra Civil, ¿deberíamos ir por las estatuas de los dueños de esclavos a quienes los estadounidenses hemos honrado? El general George Washington y su subordinado “Light Horse Harry” Lee, padre de Robert E. Lee, poseían esclavos, al igual que Jefferson, James Madison, James Monroe y Andrew Jackson. Cinco de nuestros siete primeros presidentes tuvieron esclavos, como los tuvo James K. Polk, que invadió y anexó la porción septentrional de México, incluida California.

Jefferson, que se aprovechó de Sally Hemings y no se ocupó de los hijos que tuvo con ella, presenta un problema particular. Aunque en la Declaración de la Independencia asentó su convicción de que “todos los hombres son creados iguales”; su vida y el retrato de los indios que hace en ese documento lo desmienten. Y Jefferson no solo tiene la cara tallada en el monte Rushmore sino también un monumento en la capital estadounidense.

Un término aplicado a la reunión de Charlottesville, convocada bajo el lema de “Unir a la derecha”, es que se trata de “supremacistas blancos”, un pecado mortal para la modernidad. Pero aquí encontramos un problema aún mayor. Al volver la mirada hacia la historia de la civilización occidental, que todos apreciamos, ¿no vemos que todos los exploradores llegados de España, Portugal, Francia, Holanda e Inglaterra eran supremacistas blancos? Conquistaron en nombre de sus madres patrias todas las tierras que descubrieron, impusieron su gobierno a los pueblos indígenas, y vencieron y erradicaron a los que se les interpusieron en el camino.

Durante los largos siglos de descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo, ¿quién creía realmente que las vidas de los indígenas valían lo mismo que las de los colonizadores? Creían que el europeo tenía derecho a dominar el mundo. A partir del siglo XVI, los imperios occidentales gobernaron buena parte de lo que se consideraba como el mundo civilizado. ¿Acaso no fue el Imperio Británico, una de las grandes fuerzas civilizadoras de la historia humana, una manifestación de superioridad racial británica?

Y si ser un segregacionista lo descalifica a uno para ser venerado en este nuestro mundo feliz, ¿qué hacemos con Woodrow Wilson, que pensaba que El nacimiento de una nación era una película notable y que resegregó el gobierno estadounidense? En 1955, el primer ministro Churchill, imperialista hasta la médula, exhortó a su gabinete a considerar la consigna “Mantengamos blanca a Inglaterra”

Y no es la creencia en la superioridad de la propia raza, religión, tribu y cultura algo exclusivo de Occidente. Lo que sí es exclusivo, lo que es un experimento sin precedentes, es lo que estamos viendo hoy. Hemos condenado y renegado de los pecados flagrantes de los hombres que hicieron los Estados Unidos, para abrazar la diversidad, la inclusión y la igualdad. Estos nuevos Estados Unidos van a ser una tierra donde se congreguen todas las razas, tribus, credos y culturas, donde todas sean tratadas de igual modo, y todas avancen hacia una igualdad de resultados mediante la redistribución regular de las oportunidades, la riqueza y el poder.

Vamos a convertirnos en “la primera nación universal”.

“Todos los hombres son creados iguales” es una afirmación ideológica. ¿Dónde está la prueba científica o histórica de que así sea? ¿Acaso estamos edificando nuestra utopía sobre un montón de ideología y esperanza?

Sea como fuere, ¡vamos por Richmond!

* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996.

© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana © Gaucho Malo.

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