Mostrar los dientes

En la última semana de su primer año, el gobierno enfrentó resueltamente a sus opositores y el gesto puede ser auspicioso

En el último mes del primer año de mandato de Mauricio Macri apareció la política. Nunca es tarde. Hasta ahora el montaje escénico del oficialismo había buscado mostrar un país sin conflictos, en el que el oficialismo y la oposición, los patrones y los asalariados, los blancos y los negros, conversan, intercambian opiniones, dialogan y acuerdan, en el marco de la ansiada unión nacional. La idea era demasiado bella y armoniosa como para ser cierta. Detrás de ella, la inextinguible billetera oficial endulzaba los ánimos de unos y otros, alentaba las sonrisas y los apretones de manos, estimulaba los gestos beatíficos e indulgentes. Con emociones de teleespectadoras, los comentaristas de prensa entonaron arrobadoras endechas sobre la destreza política que según ellos exhibía el gobierno, y que desmentía –nada más reconfortante que un periodista que reconoce sus errores– los editoriales que habían pronosticado para el oficialismo un mejor desempeño económico que político. Los comentaristas poco y nada decían, claro, sobre la naturaleza crematística de la armonía lograda, que replicaba el saludable entendimiento alcanzado en la CABA entre el PRO y el FPV para acogotar a los habitantes de la capital con impuestos y convertir en equitativa repartija los bienes públicos en negocios privados.

Pero, ¡ay!, no hay bien que dure doce meses; ¡ay!, ingresamos en un año de competencia electoral, y ¡ay!, el botín nacional excita apetitos de otra magnitud que los módicos canutos municipales. De un día para el otro, el debate sobre el impuesto a las ganancias quebró el cristal polarizado y se pudo ver lo que había detrás: peronistas y progresistas amontonados y sedientos de sangre en un extremo del cuadrilátero y cambistas de ojos inyectados y mostrando los dientes en el otro. Un gran final con toda la compañía, medio anticlimático en el juego escénico (Stolbizer con Recalde, Donda con Kiciloff, Solanas con Kunkel, y el pibe que no supo apreciar que lo llevaran a Davos convertido en un traidor poco confiable), pero en cierto modo saludable, catártico, revelador. Las cosas son como son, y nunca dejaron de serlo más allá de las ondas de paz y amor corpuscularmente sostenidas por la renovada corriente del crédito externo, de la que nos ocuparemos en el próximo default.

Convengamos  en que el programa de amor y paz del gobierno no dejó del todo conformes a muchos votantes de Cambiemos. Tal vez influidos por el consumo bulímico de series de Netflix, habrían preferido ver correr alguna gotita de sangre real: a nadie escapa que Lázaro Báez o Milagro Sala son plebeyos comunes, papanatas que con mejores o peores intenciones le hicieron el juego a la corona. Pero no pudo ser: mientras los jueces neorrepublicanos allanan terrenos baldíos para las cámaras de TN, el antiguo régimen goza todavía de conveniente libertad de movimiento. Convengamos también en que la práctica de apaciguar las protestas abriendo la billetera –se trate de industriales o desocupados, piqueteros o sindicalistas (nunca el campo, eso sí)– resulta poco digerible para muchos votantes de Cambiemos, que a esta altura ya están completamente avivados acerca de la naturaleza privada de la largueza estatal.

Parece ser cierto eso de que los pueblos tienen gobiernos que se les parecen. El resentimiento, la codicia, la hipocresía, el escaso apego a la ley y el todavía más escaso apego a la verdad caracterizan tanto al kirchnerismo como a una parte considerable de la sociedad argentina, principalmente a nuestra venerada clase media. La permisividad, el relativismo, la ausencia de gravedad, la carencia de autoridad caracterizan tanto al gobierno de Cambiemos, lo que hemos visto del gobierno de Cambiemos, como a nuestra clase media alta, que tras una histórica cadena de fracasos se había convertido en depositaria de la gran esperanza blanca. Se diría que ambas franjas son representativas de los flancos de la famosa grieta, si no fuera que no hay tal grieta: ambos bandos comparten cosas más sustanciales para el destino común como la falta de patriotismo, de sentido de nación, de afecto societatis. De un lado y del otro, cada uno está encerrado con su propio juguete, ocupado en su quiosco, receloso y desconfiado, persiguiendo la improbable salvación individual, imaginario ciudadano del mundo que llora amargas lágrimas cuando fronteras afuera le faltan el mate o el dulce de leche.

Hay algo más profundo en nuestro reiterado fracaso, y para encontrarlo tal vez debamos acudir al modelo que nos hizo exitosos un siglo atrás. Aquella Argentina del Centenario fue posible por dos razones: primero porque contó con una clase dirigente con sentido nacional y espíritu constructivo, que se había forjado en décadas de lucha para lograr la ansiada organización; segundo porque contó con un sistema educativo orientado deliberadamente a instalar en una población aluvional un sentimiento de pertenecia nacional. El progresismo internacionalista, y los intereses que prosperan en mercados globalizados, dinamitaron la idea misma de Nación, de pertenencia nacional, de nacionalismo. Contra lo que dice la propaganda, no hay un solo caso de prosperidad entre los países del mundo que no esté respaldado por un fuerte sentimiento de identidad nacional y de propósito común. Y, a la inversa, todos los casos de decadencia, empezando por el nuestro propio, están asociados a la pérdida o el debilitamiento del sentimiento nacional. Europa y los Estados Unidos ya se han dado cuenta de ello.

Pero hubo otra cosa en nuestro modelo exitoso de la que carecemos ahora, y es la capacidad de liderazgo, la autoridad. Los hombres de la Organización Nacional la tenían, nuestros contemporáneos no. Ni siquiera quienes, por origen social y por formación parecerían naturalmente llamados a tenerla, como ha demostrado el nuevo gobierno argentino. La autoridad, el liderazgo, son rasgos de carácter, que se forman a partir de la experiencia o de una educación adecuada, la calle o Marco Aurelio. Los hombres de la Organización habían formado su carácter en la lucha, política y militar. ¿Dónde forman hoy su carácter quienes aspiran a dirigirnos? El ejemplo de Cambiemos, un conjunto de gente sin experiencia política pero bien educados, nos dice que nuestras aulas no forman dirigentes, a lo sumo forman administradores, que no son la misma cosa. La Argentina tiene educación elitista, que enseña a los jóvenes a sacar provecho de la situación ventajosa en la que han nacido, pero no tiene educación de élites, que enseñe a los jóvenes a asumir las responsabilidades colectivas que su situación ventajosa les impone, que forje su carácter, que imparta un sistema de valores y conductas capaces de traducirse posteriormente en liderazgo, en autoridad.

El carácter, el liderazgo, la autoridad también se forman en la experiencia, en la calle, en el bar, en la vida misma, pero allí las referencias éticas, los valores, las identidades y las pertenencias son más difusas e inestables, aunque a su manera más apegadas al tiempo y al espacio. Allí es donde forman su carácter principalmente los peronistas, pero también todo el elenco político, con los variables resultados que vemos habitualmente en los medios. Los miembros de Cambiemos pueden aprender polemizando con ellos, enfrentándolos, dándoles batalla en la arena política, nunca negociando ni entrando en componendas donde es grande el riesgo de que lleven las de perder. En las últimas semanas del año, las más altas figuras del gobierno han mostrado los dientes. Si hay alguna esperanza, reside en que ese pequeño gesto anuncie una disposición de espíritu más honda.

–Santiago González

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2 opiniones en “Mostrar los dientes”

  1. “La Argentina tiene educación elitista, que enseña a los jóvenes a sacar provecho de la situación ventajosa en la que han nacido, pero no tiene educación de élites, que enseñe a los jóvenes a asumir las responsabilidades colectivas que su situación ventajosa les impone, que forje su carácter, que imparta un sistema de valores y conductas capaces de traducirse posteriormente en liderazgo, en autoridad.” – La mejor síntesis sobre la Argentina contemporánea que he leído.

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