Marcas y calidades

“Ya no tienen el charme ni el estilo de sus padres. Y tampoco lo quieren aprender”, se lamenta Walter Ejchenbaum, el jefe de ventas de la tradicional sastrería Rocha, cuyo anunciado cierre subraya otro cambio en el estilo de la sociedad porteña. Cambio para peor, porque resulta menos de la evolución natural de las costumbres que de la indolencia y la ignorancia. ¿Cuántos caballeros pueden distinguir una alpaca de un casimir para sus trajes, un cheviot de una sarga para sus pantalones, una batista de un fil-à-fil para sus camisas, o más aún discernir sus calidades? Esa clase de conocimientos se ha perdido, como dice Walter, porque no hay voluntad de aprender. O porque se ha optado por aprender otras cosas: cualquier lego en materia de telas tiene partido tomado entre Armani o Hugo Boss. La ignorancia de la calidad ha sido cubierta con el conocimiento de las marcas. Como ya no puedo distinguir una tela buena de otra mala, o una tela apropiada de otra inconveniente, confío en las marcas. Si es de Armani debe ser buena y adecuada. Como en tantos otros órdenes de la vida, el relato toma el lugar de la realidad. Y el lenguaje de la indumentaria cambia de idioma: un traje de buena tela y bien cortado no sólo satisfacía al que lo vestía sino que enviaba un mensaje a sus interlocutores, un mensaje de elegancia, de conocimiento, de poder. Claro que para que el mensaje llegara, los interlocutores debían hablar el mismo idioma. ¿Quién repararía hoy en la caída perfecta de una manga bien cortada sobre una tela excelente? Muchos menos, seguramente, que los que reconocen el nombre de Ermenegildo Zegna. Los discretos sastres de Saville Row dejaban su firma en una pequeña etiqueta cosida en el interior de un bolsillo, mientras que hoy las prendas deben llevar la marca por afuera (un botón, una costura de diseño particular) porque la calidad, si es que existe, ya no habla. El mensaje alude ahora no tanto al buen gusto como al color de la tarjeta de crédito. Ya no se entiende el idioma de lo noble, lo genuino y lo bien hecho. Si sólo se tratara de la indumentaria sería algo lamentable, pero no grave. Pero la ignorancia de la calidad y su reemplazo por el conocimiento de la marca es algo generalizado: los que no pueden distinguir un buen café de uno malo entran a un Starbucks, los que no pueden distinguir un buen vino de uno malo compran etiquetas que les explican lo que deben sentir al beberlo, los que no saben cómo entretener a sus hijos les ponen un video de Disney. El lector sabrá agregar ejemplos a la lista. Esta sustitución de la calidad por la marca, de la realidad por el relato, induce una actitud mental, perezosa e ignorante, que se vuelve peligrosa a la hora de tomar decisiones políticas, como ya lo hemos sufrido, nosotros y el mundo entero. –S.G.

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