Morir por la causa

En la Argentina caída en manos de las mafias, las muertes inexplicables anuncian cambios anticipados de gobierno. Ocurrió con las nunca esclarecidas muertes de decenas de manifestantes baleados por extraños policías en diciembre de 2001, antes de que Fernando de la Rúa resignara la presidencia; ocurrió en junio de 2002, con el raro asesinato de Maximiliano Kosteki y Dario Santillán, antes de que Eduardo Duhalde decidiera adelantar el llamado a elecciones. Tenemos ante nuestros ojos ahora la muerte inexplicable del fiscal Alberto Nisman.

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Hay algo extrañamente ambiguo en el mensaje que Nisman envió a sus amigos antes de presentar su denuncia: “Esto que voy a hacer ahora igual iba a ocurrir. Ya estaba decidido. Hace tiempo que me vengo preparando para esto, pero no lo imaginaba tan pronto. Sería largo de explicar ahora. Como ustedes ya saben, las cosas suceden y punto. Así es la vida. Lo demás es alegórico. Algunos sabrán ya de qué estoy hablando, otros algo imaginarán y otros no tendrán ni idea… Hasta dentro de un rato. Me juego mucho en esto. Todo, diría. Pero siempre tomé decisiones. Y hoy no va a ser la excepción. Y lo hago convencido. Sé que no va a ser fácil, todo lo contrario.” No es, ciertamente, el mensaje atribulado de un potencial suicida; más bien parecen las palabras desafiantes y resueltas de alguien dispuesto a inmolarse por una causa. “Yo de esto puedo salir muerto”, había dicho. Nisman murió, y su causa, y las pruebas que la respaldan, lo sobreviven y están a la vista. ¿Valía la pena entregar la vida por tan poca cosa? En sus laboriosamente redactadas 300 páginas nada hay que no se supiera, o supusiera. La prueba máxima de que había habido negociaciones secretas con Irán era el propio acuerdo con Irán, que fue la culminación de esas negociaciones; conocer los detalles de esas tratativas puede ser apenas de interés para los historiadores, o para la crónica escandalosa del submundo de la política. Anunciar esos detalles con bombos y platillos fue, lo decimos una vez más, una exhibición de fuegos artificiales con propósitos propagandísticos. El impacto de la denuncia de Nisman fue tremendo en términos publicitarios, en especial por su parentesco con la sensible causa del atentado de 1994 contra la mutual judía, aunque probablemente su derrotero judicial hubiese sido más modesto. La jueza a cargo ni siquiera consideró necesario habilitar la feria judicial para su tratamiento urgente. El gobierno prometió entonces enfrentar a Nisman “con los tapones de punta” en una sesión abierta en el Congreso: tras el aturdimiento inicial, pareció entender que se trataba de una guerra de propaganda, un terreno en el que se siente cómodo. Así estaban las cosas hasta que una bala puso fin a la vida del fiscal, y cargó de nuevas connotaciones su extraño mensaje.

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Suicidio, suicidio inducido, asesinato. Sobre esas hipótesis avanza la investigación sobre la muerte violenta de Nisman en su departamento de Puerto Madero. También aquí hay circunstancias extrañas. Por la índole misma de su trabajo, el fiscal debía tener algunas nociones básicas sobre seguridad, tanto como debía saber que a partir del momento en que hizo pública su denuncia su vida estaba potencialmente en riesgo. ¿Por qué aceptaba que la custodia asignada permaneciera sólo en la planta baja del edificio? Es más, ¿por qué despidió a la custodia en la noche del sábado y le pidió que regresara a las 11.30 del domingo, según dice la crónica? Se ha fijado la hora de su muerte en las 15.00 de ese día, pero las rutinas habituales del fiscal aparecen alteradas desde varias horas antes. ¿Qué pasaba en su departamento en ese lapso? La justicia deberá tratar de desentrañar estos detalles. Pero lo que la justicia nunca podrá hacer es revertir el devastador efecto que la dudosa muerte de Nisman produjo sobre el gobierno argentino. La denuncia del fiscal fue como el golpe con el que el boxeador aturde a su adversario; la muerte del fiscal fue el puñetazo demoledor que, cuando el aturdido cree estar recuperando sus luces, lo tumba definitivamente.

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La denuncia contra Cristina Kirchner y su canciller, que el fiscal Nisman nunca llegó a exponer ante el Congreso, sigue en pie, y fue divulgada en toda su extensión. Las dichosas escuchas (más de 900 CDs, o más de 300 CDs, junto a una versión condensada de unos 20 CD´s, según distintas fuentes) aparentemente han sido resguardadas, al igual que toda la documentación probatoria reunida por el fiscal. Algunas de esas grabaciones comenzaron también a ser divulgadas por los medios. Parece razonable pensar que si el gobierno hubiese querido neutralizar el potencial peligro de la denuncia, habría tratado de eliminar las pruebas, no al fiscal. Si el gobierno es inocente de la muerte de Nisman (inocente de haber apretado el gatillo, aclaremos, porque de su desprotección es inapelablemente culpable), hay que decir que desde un primer momento lo disimuló muy bien. Todas sus reacciones, especialmente las extravagantes “cartas” de la presidente, que en lugar de cumplir con sus funciones comenta la realidad con la liviandad de un bloguero, y la improcedente presencia del secretario de seguridad Sergio Berni en la escena del crimen, fueron las de un culpable que trata de exculparse, borrar las huellas, y desviar la atención hacia imprecisas conspiraciones, y no las de un gobierno frente a un grave crimen político. En la emergencia, el gobierno encabezado por Cristina Kirchner literalmente implosionó: quedaron a la vista su torpeza, su incompetencia, su incapacidad para conducir el Estado. Y el agotamiento de su abrumadora propaganda, de su relato, de esa realidad paralela construida como un telón para ocultar la realidad real. Desde que Nisman hiciera pública su denuncia el miércoles de la semana pasada hasta hoy, el gobierno no ha podido contener la andanada de artillería mediática que se dispara contra él por los canales formales de la prensa y los informales de las redes sociales. Innumerables aprendices de Sherlock Holmes, inesperados admiradores del agente de inteligencia Antonio Stiuso, que hablan de él como si lo hubiesen conocido durante toda la vida, mentes inflamadas por la visión asidua de series como House of Cards han tuiteado y posteado hasta el cansancio en contra del gobierno, y en ese ejercicio le han hecho el juego involuntariamente a los asesinos de Nisman. Exactamente eso era lo que buscaban con su muerte, y exactamente eso fue lo que lograron.

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El gobierno de Cristina Kirchner ha tocado la sima de su desprestigio, y se lo ve tendido en la lona como el boxeador noqueado. Sobre esa comprobación, ya se agitan las incitaciones a acortar su mandato y adelantar las elecciones previstas para fin de año. Esa es una opción riesgosa para la ciudadanía pero interesante para las mafias que quieren seguir viendo peronistas en la Casa Rosada, es decir manteniendo su control sobre el Estado, del que son parásitos. En la Argentina, las muertes inexplicables anuncian cambios anticipados de gobierno. Veamos con atención lo que ocurre en las próximas semanas. Es posible que Nisman haya dado su vida por una causa, aunque esa causa no fuera la que él imaginaba.

–Santiago González

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2 opiniones en “Morir por la causa”

  1. Hace ya bastante tiempo usted previó el fin del movimiento nacional y popular. Recién con la aparición del fiscal Nisman en TN tuve la certeza de que el establishment (una verdadera estructura sólida e institucionalizada, que supera en influencia al poder de la republiqueta) decidió definitivamente echar a Cristina, pues se ha sentido amenazado: un periodo de cuatro años kirchneristas más dejaría a Argentina en un estado comatoso, similar al venezolano, en el que el Estado, que lo ha estatizado todo, ya no halla qué parasitar y, por ende, se paraliza e implosiona. Pero las nefastas consecuencias económicas eran apenas un instrumento para sus deseos: el matrimonio Kirchner soñaba con reemplazar al establishment con su propio proyecto. Esto era imposible, y Néstor lo entendió recién al momento de su muerte.

    A medida que la crisis (no sólo económica, sino del orden social entero) se acrecentaba, el análisis se hacía cada vez más difícil. Con la muerte del fiscal Nisman, la opinión pública se ha encontrado con un límite: las jugadas del espionaje, relacionado directamente con los más oscuros secretos de la clase política. Es imposible para mí, y supongo que para la vasta mayoría también, predecir los pasos que desencadena este acontecimiento. Sin embargo, el hecho de que las cosas hayan llegado a este nivel, y los poderosos (de todos los colores) hayan quedado expuestos, demuestra la profundidad de la crisis en la que el kirchnerismo finalmente se ha hundido sin remedio.

    No sólo a nivel interno: en el exterior, el mundo observa con asco y preocupación cómo la putrefacción de nuestra forma de gobernarnos está supurando. Ahora resta ver cómo reaccionará, no el poder, sino la sociedad en su conjunto: ¿seguirá jugando un rol pasivo? ¿Dejará que el aprendizaje de la mafia la reprima, no con policías, sino con programas de televisión que la entretenga? Mucha gente lucha por la dignidad, pero por lo que observo, son esfuerzos aislados. Puede que me equivoque. Espero estar equivocado, es una de nuestras últimas oportunidades como Nación.

    1. Esa reacción de la sociedad que usted menciona es imprescindible si la Argentina va a detener alguna vez su caída. Más de una vez, como usted ahora, pensé que la Argentina había tocado fondo: lo pensé tras la violencia de los 70, lo pensé tras la derrota de Malvinas, lo pensé tras el suicidio de Favaloro, lo pensé tras el estallido del 2001. En cada una de esas oportunidades me dije: “Bueno, esta vez aprendimos”. Y no aprendimos. Cristina Kirchner fue electa y fue reelecta por una mayoría tan grande que le aseguró un Congreso-escribanía, una mayoría de pusilánimes que, como escribí aquí varias veces, excedió largamente el número de beneficiarios de planes sociales. En su novela El farmer, el escritor Andrés Rivera le hace decir a Rosas: “Demoré una vida en reconocer la más simple y pura de las verdades patrióticas: quien gobierna podrá contar, siempre, con la cobardía incondicional de los argentinos”. Creo que ahí está el problema. Gracias por su comentario.

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