María Elena Walsh (1930-2011)

A María Elena Walsh la define su retrato. La apasionada fogosidad de su pelo, la lúcida transparencia de sus ojos, y una boca grande para decir y para cantar, para acariciar y para amonestar, para compartir ese apasionamiento y esa lucidez acicateando nuestra fantasía y obligándonos a pensar por fuera de los lugares comunes y las nociones correctas.

Su pasión por las palabras, por el sonido y el sentido de las palabras, la reveló antes que nada como poeta; su lucidez de artista la llevó a colocar sus versos bien lejos de los atormentados cultores del ensimismamiento; su voluntad de hacerse oir la condujo al encuentro de la canción, el lugar que el siglo ha reservado para la poesía.

Dentro del gran auditorio imaginario eligió un público especial, el de los niños, en el que posiblemente adivinara una entrega sin retaceos, una complicidad juguetona que le aseguraba el espacio para divertirse a sus anchas. Tres generaciones de argentinos llevan grabados en el alma sus melodías, sus personajes, sus mundos de leyes propias.

Sus libros de poesía pertenecen casi todos a los años de juventud: Otoño imperdonable (1947), Apenas viaje (1948), Baladas con ángel (1951, en colaboración con Ángel Bonomini), Casi milagro (1957), y el más tardío Hecho a mano (1965). Sorprenden la temprana calidad de su escritura, la hondura de sus vislumbres.

Sorprendió por cierto a sus contemporáneos. Juan Ramón Jiménez le ofreció tomar cursos con él en Washington, pero la experiencia fue una tortura para la joven, que se sentía paralizada ante la severidad arrogante del maestro. Nada más alejado de Walsh que el culto del español por la “inmensa minoría”.

Al comenzar la década de 1950 conoció a la folklorista Leda Valladares, y juntas triunfaron en París cantando como “Leda y María”, con un repertorio que se repartía entre el cancionero tradicional español y el acervo nativo sudamericano. Los álbumes “Canciones del tiempo de Mari Castaña” y “Entre valles y quebradas” reflejan esa etapa.

En París, Walsh tuvo su encuentro con la canción y aprendió a adueñarse del escenario (nada menos que en el legendario Crazy Horse). Cuando regresó a Buenos Aires, la ciudad vivía la irrepetible fiesta de los 60: el Di Tella marcaba el rumbo con sus osadías, los bares rebullían de ideas y polémicas, y los café concert brotaban como hongos.

En uno de esos escenarios se estrenó como compositora, y descubrió una nueva veta temática, alejada del intimismo de su poesía: la crítica social. Buenos Aires se rindió ante el sarcasmo de su “Qué vivos, qué vivos / son los ejecutivos”, o de su “Duérmete oficialmente / sin preocuparte”, dedicado a los políticos.

Fue también entonces cuando se encontró con su público infantil, y así nacieron Osías el osito, la tortuga Manuelita, la reina Batata, el mono Liso, y los mundos del derecho y del revés que desde sus libros y canciones cantaron, contaron y encantaron a nuestros hijos y a nuestros nietos, y seguirán haciéndolo mientras este país tenga memoria.

A la pasión, la lucidez, la voluntad de decir, se le sumó el coraje cívico cuando en 1978 escribió su famoso artículo “Desventuras en el país Jardín de Infantes” en el que fustigó la agobiante tutoría social del gobierno militar, sin que eso le impidiera incluir una condena bastante clara al terrorismo de los setenta. Ni estampar su firma en los reclamos por los desaparecidos.

Walsh no volvería a los escenarios. Mientras sus viejos libros de poesía se convertían en piezas inhallables, mientras sus discos y libros infantiles multiplicaban año tras año sus ediciones, ella aprovechó el reconocimiento público para hacerse oir de vez en cuando, cuando los desvaríos nacionales superaban su tolerancia.

En los noventa castigó al menemismo por su reiterada sugerencia de implantar la pena de muerte, castigó a los docentes que mantenían interminablemente una “carpa blanca” de protesta en la plaza del Congreso, y castigó a la insufrible tilinguería vernácula empeñada en adoptar la celebración del Halloween.

Walsh, hija de un funcionario irlandés de los ferrocarriles, pianista y cantor, era muy británica en muchos aspectos de su personalidad, desde el gusto por las melodías simples y los juegos verbales, hasta la arraigada noción del respeto a la norma, pasando por un pudoroso recato victoriano para referirse a su intimidad.

Nunca permitió que su vida privada saltara al espectáculo, ni hizo de ella una bandera proselitista o demagógica para ganar fáciles adhesiones. Cuando quiso volcar sus memorias en el papel lo hizo de manera alusiva, mezclando la autobiografía con la ficción, en Novios de antaño (1990) y Fantasmas en el parque (2008).

Últimamente había optado por el silencio, sumida en un escepticismo generalizado: “El mundo es una basura. Yo quiero cambiar de planeta urgentemente. Cuando hablamos de nuestros males, tenemos que saber que no somos una isla, ni mucho menos. El mundo está patas arriba, difícil, cada vez con diferencias sociales más grandes”.

Si alguna esperanza le quedaba a la María Elena Walsh de los últimos años, ésta residía en el hombre común: “En general, tengo esperanza en toda la sociedad civil, que se va reconstruyendo de a poco -decía en el 2005-. Si como pueblo hemos sobrevivido, muchos, a tanta catástrofe, quiere decir que somos bastante más fuertes de lo que creemos”.

Detrás de sus frases a veces duras y polémicas, Walsh abrigaba una inmensa ternura por la Argentina y los argentinos: su Serenata para la tierra de uno, capaz de quebrar las emociones de cualquiera que haya pasado algún tiempo lejos de la patria, describe amorosamente el país que querríamos ser (y que no soportamos no lograr ser).

Esa ternura quedó reflejada en la claridad de sus palabras, en la sencillez pegadiza de sus melodías, en la disparatada originalidad de sus criaturas, en la honestidad de sus opiniones. Cuando me llegó la noticia de su muerte me pregunté si el país había correspondido a ese afecto, escuchándola con la atención debida.

Al leer los diarios al día siguiente encontré que el reconocimiento era unánime y sin retaceos, desde todas las parcialidades en que a los argentinos nos gusta dividirnos y atrincherarnos. María Elena Walsh parece haberse incorporado a ese reducido puñado de compatriotas en el que todos nos reconocemos. Una manera de darle las gracias.

–Santiago González

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2 opiniones en “María Elena Walsh (1930-2011)”

  1. Preciosa nota, pero aún cuando es cierto que en los medios se dio relevancia a esta triste pérdida, fue poca si se compara con los honores que se rindieron a Sandro o Mercedes Sosa. No me refiero a las notas o mensajes de la gente que llenaron la web, pero la actitud del gobierno (si bien la presidente asistió al velatorio) no se acerca ni un poco a la repercusión de los casos mencionados. María Elena Walsh está muy pero muy por encima y considero que como país, no se la ha homenajeado debidamente. Parece que el ser “poco mediático” tiene estas consecuencias..

    1. Puede ser cierto lo que usted dice respecto de los honores oficiales, pero el cariñoso recuerdo expresado por mucha gente en la red lleva a pensar en estos versos de “Como la cigarra”: “A la hora del naufragio / y la de la oscuridad / alguien te rescatará / para ir cantando.” Gracias por su comentario.

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