La trampa de los dos partidos

El electorado puede volver a caer en octubre de 2011 en la misma trampa de alternancia bipartidaria que lo viene asfixiando desde hace medio siglo.

Una frase corriente, infundadamente atribuida a Einstein, dice que locura es hacer las mismas cosas una y otra vez, y esperar resultados diferentes. Cualquiera sea su origen, la observación derrocha sensatez y resulta particularmente útil cuando se trata de desbrozar el panorama con vistas a las elecciones presidenciales de octubre.

Desde hace más de medio siglo, peronistas y radicales han conducido con parejo entusiasmo el sorprendente proceso de la decadencia argentina, salpimentado con golpes de estado, primero militares y luego civiles, convocados o tolerados por sectores de un partido o el otro, y que no alteraron en ningún sentido la tendencia declinante.

Como la decadencia bien entendida empieza por casa, la Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista son hoy escombros políticos. El justicialismo nunca se graduó como partido, y de movimiento de masas degeneró en aparato. El radicalismo, que alguna vez fue un partido, devino también en aparato: estructura cerrada, en provecho de sí misma.

Aparato no es lo mismo que partido: el partido discute, cuestiona y revisa su proyecto de país, al tiempo que recluta, selecciona y promueve los dirigentes capaces de llevarlo a la práctica. El aparato es apenas una banda en busca de posiciones de poder para hacer o facilitar negocios, y una agencia de empleo para quienes ayudan a conseguir el poder.

La prensa está dedicando amplio espacio al seguimiento de los aspirantes a la presidencia, especialmente en los dos grandes partidos. Pero, ¿acaso importa algo que el candidato radical sea fulano o mengano, y el justicialista zutano o perengano? Uno puede ser mejor que otro, pero detrás de cualquiera de ellos irá el respectivo aparato, el mismo aparato.

Por añadidura, no hay grandes diferencias entre los aspirantes radicales ni entre los aspirantes justicialistas. Ni siquiera las hay cuando se compara a los radicales con los justicialistas, ya que el marco conceptual de unos y otros es esa mezcolanza muy criolla de populismo y progresismo que a lo largo del siglo XX supo destrozar lo creado en el XIX.

Durante los meses del verano, el diario La Nación entrevistó a una decena de políticos que describió como presidenciables. No hay que ir más lejos para advertir cómo radicales y peronistas coinciden, con llamativa tozudez, en una manera de entender la sociedad, el país y el mundo que ha demostrado una y otra vez su ineficacia.

Tampoco hay que ir más lejos para comprobar que en las más encumbradas figuras de uno y otro partido aparece un vertiginoso vacío de ideas -ideas centrales, ideas creativas, ideas-fuerza capaces de movilizar a una sociedad- respecto de qué hacer con la Argentina. Anclados en concepciones décimonónicas, el siglo XXI los deja atónitos.

El último dirigente político que le planteó al país un “proyecto sugestivo de vida en común” -tal como definió a la nación Ortega y Gasset- fue Arturo Frondizi, que asumió en 1958 y fue derrocado en 1962 por una coalición cívico-militar de inspiración décimonónica. Dicho de otro modo, hace medio siglo que la Argentina marcha sin rumbo.

El desconcierto de los políticos mayoritarios ante los tiempos que les toca vivir es consecuencia directa de su ignorancia, de la pobreza de su educación, fácilmente palpable en los reportajes citados. A diferencia de los partidos políticos, los aparatos no generan elites. De allí no emergen los más inteligentes, los mejor preparados, sino los más astutos.

Y la astucia, dijimos ya en este sitio, designa el escalón más bajo en los modos como los miembros de una sociedad se relacionan entre sí.

En las mentalidades más astutas de estas dos corporaciones anima la intención de la alternancia: cuando la gente se harta de los errores de una, la otra se propone como alternativa, y así sucesivamente. Cambiar para que nada cambie. A esto se le llama estabilidad política, y constituye el escenario preferido del poder económico.

Al poder económico no le gustan los golpes de estado, porque lo ponen en evidencia. Detrás de los gobiernos inconclusos de Perón, Frondizi, Illia, Martínez, Alfonsín, y De la Rúa, siempre hubo nombres conocidos dando vuelta, rápidamente olvidados por la crónica y convenientemente remitidos al desván de la historia.

Uno se pregunta por qué el poder económico prefiere el desgobierno de los dos partidos mayoritarios, y jamás se ha preocupado por estimular el surgimiento de alternativas. Después de todo, según el mismo poder económico afirma continuamente, los negocios andan mejor en un ambiente ordenado, racional, con leyes claras y estables.

Eso es cierto: los negocios normales y corrientes andan mejor en un ambiente ordenado, pero los grandes negocios, aquéllos capaces de generar fortunas de la noche a la mañana, los negociados digamos, prosperan en el desorden que los partidos mayoritarios mantienen, y por el que son generosamente retribuídos.

No es extraño entonces que los grandes medios, que también son parte del poder económico, alienten y estimulen sigilosamente la noción de los dos partidos fuertes, y entretengan ahora a su público con una amplia cobertura de las las respectivas internas, preparando el Boca-River que felizmente dejará todo como está.

Pero las cosas nunca quedan como están. Del entendimiento bipartidario nació el Pacto de Olivos, la reelección de Carlos Menem, la nefasta reforma constitucional de 1994, la catástrofe de la Alianza, la crisis del 2001, el saqueo de los ahorros bajo el gobierno de Duhalde y la dilapidación de un momento excepcional bajo los Kirchner.

Las cosas, efectivamente, nunca quedan como están: los ricos son cada vez más ricos en la Argentina, y los pobres cada vez son más, y más pobres. Y todos los indicadores nacionales no han hecho sino retroceder. Un país sin proyecto no avanza, y un país que no avanza, en un contexto de vertiginosas mutaciones, en realidad retrocede.

La gran pregunta ahora es si el electorado argentino va a seguir preso en esa trampa de la que no logra salir, y que ha ahogado la vida de sus padres, la suya propia y la de sus hijos, si va a persistir en la locura de seguir haciendo lo mismo -votando mayoritariamente a peronistas o radicales- esperando obtener resultados distintos.

“Los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”, escribió el filósofo hispano-estadounidense George Santayana. Hoy recordar el pasado es una obligación ciudadana, y es una obligación de los padres y abuelos transmitir ese recuerdo a sus descendientes, esos que con dinero de cotillón en el bolsillo van a votar por primera vez.

–Santiago González

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2 opiniones en “La trampa de los dos partidos”

  1. Excelente nota.

    Habría que difundirla para que la gente tomara conciencia. Eso sí, no faltarán los que juegan y usan el miedo, que comenzarán a decir que si no son peronistas no gobiernan, etc…

    Todos los cambios en la vida se toman con decisión. Si vamos a estar temerosos y preferimos votar a los ladrones de siempre antes que una posible alternativa, seguiremos como estamos.

    He escuchado gente argumentando que no votaría a Carrió por llevar un crucifijo colgado, o porque es gorda, o porque guiña un ojo a cámara, y que, sin embargo, terminan votando alegremente a un candidato del sur que se robó USD 500 millones de su provincia…

    Hay que parar con esta lógica y ser responsables y maduros alguna vez para votar. Basta de argumentos conventilleros (“la presidenta es mujer, joven y linda”) y de argumentos futbolísticos (“este es un facho… es un gorila, estos zurditos no pueden gobernar nada”).

    A ser responsables o, más bien, maduros, dejar de ser niños malcriados y quejosos y ponerse los pantalones para decidir el voto y el rumbo del país, ese país nuestro y de nuestros descendientes.

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