La marcha del 18

A un mes de la muerte del fiscal Alberto Nisman todavía no sabemos si fue un suicidio o fue un asesinato. En caso de que haya sido un asesinato, no sabemos si lo mató el gobierno a raíz de la denuncia que Nisman había presentado contra la presidente; si lo mató algún enemigo del gobierno para hacerlo aparecer como culpable; si lo mató una facción de los espías locales enfrentada a otra con la que Nisman parecía mantener estrechos contactos (enfrentamiento en el que ya hubo otra muerte de factura mucho más burda), o si lo mató alguno de los servicios de espionaje extranjeros, con los que Nisman también confraternizaba, siguiendo una lógica ajena a la política local. Lo escalofriante del caso es que cualquiera de esas hipótesis es plausible, y cualquier analista podría acumular argumentos más o menos razonables en favor de una u otra. El hecho de que un mes después sigamos sumidos en la perplejidad, sin tener siquiera indicios que apunten en alguna dirección, demuestra el naufragio del Estado argentino, convertido en una maquinaria tan enorme y costosa como incompetente y criminal. El Estado argentino demostró ser incapaz de proteger a un fiscal de la Nación en riesgo, e incapaz de esclarecer su muerte una vez ocurrida; el gobierno que conduce circunstancialmente ese estado se dedicó a calumniar al muerto y a ponerse a sí mismo en el lugar de la víctima.

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Luego de más de una década a cargo del Estado, el kirchnerismo tiene la responsabilidad mayor en todo este despropósito, y es lógico que las iras ciudadanas se vuelvan hacia él, arrastrando resentimientos de todo tipo porque las consecuencias de su incompetencia y su criminalidad se padecen en todo el espectro de la cosa pública; se cuentan con los dedos de una mano las cosas que en el país funcionan bien, no alcanzan los dedos de muchas manos para contar las muertes atribuibles a la incompetencia y la corrupción enquistados en el aparato estatal. Pero sin embargo sería injusto atribuirle al kirchnerismo toda la responsabilidad. El estado de cosas al que nos enfrentamos es el resultado de todo un proceso que arranca por lo menos desde el último cuarto del siglo pasado. Mediante un juego de pinzas cuyos dos brazos fueron la ideología y la corrupción, un complejo de intereses económicos, políticos y sindicales se fue apoderando gradualmente del país, succionándole las energías a mayor velocidad de la que su gente tiene para reponerlas. Eso fue posible gracias a la docilidad con que los tres poderes del estado se fueron rindiendo a esas presiones, y a la complacencia con que la gran prensa fue disimulando la voracidad de los vampiros cuando no se sumó directamente a esa hermandad nocturna.

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La ciudadanía empieza a enterarse de la corrupción gubernamental generalmente cuando el gobierno de turno deja de ser útil a los intereses permanentes. Entonces la prensa se pone quisquillosa y la justicia se sacude el letargo. Muchas de las desgracias que viene sufriendo nuestro desdichado país se habrían podido evitar si la prensa y la justicia hubiesen cumplido con su papel en el momento oportuno. Pero siempre hacen su aparición cuando ya es tarde. Tenemos a la vista la década kirchnerista para comprobar que esto ha sido así; para ver lo ocurrido en períodos anteriores hay que remitirse a la historia, que entre nosotros siempre se repite, pero un escalón más abajo. De la gran prensa no hay que esperar mucho, porque es parte integral de esos intereses establecidos, aunque trate de hacernos creer que es posible repicar e ir en la procesión. Pero la justicia es otra cosa. La justicia es la última defensa del ciudadano contra los abusos, públicos y privados. Y la justicia le viene fallando (en el mal sentido de la palabra) a los ciudadanos desde hace demasiado tiempo, rigurosa con los ladrones de gallinas pero tolerante con los que se roban el gallinero. La justicia argentina convalidó los golpes de estado del siglo pasado, y convalidó el saqueo de los ahorros a principios de este siglo, menos atenta al Código que a la realpolitik. Con eso basta para describirla.

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La gran prensa primero y la justicia después reaccionaron cuando se sintieron amenazados. Esa prensa oportunista, y esa justicia que siempre se ha tomado tiempos geológicos para investigar, condenar y sancionar la corrupción (simbólicamente: María Julia) son ahora los principales convocantes a una marcha anunciada como de homenaje a Alberto Nisman pero que todo el mundo entiende como orientada a repudiar al actual gobierno. Este cronista tiene todos los motivos posibles para repudiar al actual gobierno (y este sitio nació para hacerlo cuando pocos lo hacían), pero no cree que quienes fueron tolerantes o cómplices de los desmanejos puedan ponerse ahora a la cabeza de los reclamos. Este cronista lamenta humanamente la trágica muerte del doctor Nisman, pero no se siente en la obligación de homenajear a un fiscal de la Nación que ceñía sus actuaciones a las pretensiones de servicios de inteligencia extranjeros. Este cronista adhiere a la decisión de quienes participen de la marcha para hacerle saber una vez más al gobierno que hay un dique de dignidad ciudadana contra el que sus burlas y mentiras habrán de estrellarse indefectiblemente. Este cronista entiende, sin embargo, que, a diez meses de concluir el mandato del actual gobierno, el aporte que el país más urgentemente necesita es la participación política efectiva de sus ciudadanos, organizados en partidos, y dispuestos a someterse a las reglas de juego de la democracia. Este cronista espera que la marcha del 18 de febrero no sirva a los designios de quienes suelen aprovecharse de las grandes conmociones sociales para acomodar el tablero a su favor, ni se agote en una experiencia narcisista de efectos puramente mediáticos, o destinada a enriquecer con selfies las páginas de Facebook.

–Santiago González

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