Espectáculo y silencio

Tal vez lo más notable de la marcha del 18 de febrero, lo que dio intensidad y espesura a su mensaje fue la estricta adhesión de centenares de miles de asistentes a la consigna del silencio. No hubo pancartas, no hubo reclamos específicos, no hubo ataques al gobierno ni a sus principales figuras. En algunos grupos aislados se escuchaba de pronto corear “Argentina”, o “Justicia”, o “Nunca más”. Pero las voces pronto se acallaban y volvía a extenderse, uniforme, lisa, dramática, la mancha de silencio. El centro de Buenos Aires se vio inundado por una marea de paraguas debajo de los cuales los manifestantes expresaban calladamente su duelo. El duelo por la herida infligida a la República en la persona de uno de sus fiscales. El duelo que el gobierno, que jamás demostró el menor aprecio por la República, que nunca pareció entenderla, no pudo, no supo o no quiso encarnar. El duelo que la gente, mucha gente, decidió hacer visible.

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Espectáculo es aquello destinado a ser visto por muchos, por extensión a provocar un impacto en la percepción colectiva. La denuncia del fiscal Alberto Nisman contra la presidente fue espectacular. El asesinato del fiscal Nisman (si un mes después de su muerte el suicidio no ha sido probado ya es imposible seguir sosteniéndolo como hipótesis) fue espectacular. La acusación formulada contra la presidente sobre la base de la denuncia de Nisman fue espectacular. La marcha del miércoles también fue espectacular, y la lluvia y los paraguas le sumaron espectacularidad y dramatismo a las fotografías aéreas que los asistentes imaginaron iban a producir con su presencia. Todos los hechos mencionados fueron concebidos por sus actores con la intención de provocar un impacto en la percepción colectiva, sabiendo cómo la opinión pública responde a las incitaciones de la espectacularidad. Eso era lo que el gobierno temía de la marcha: su impacto espectacular.

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El kirchnerismo, como todos los populismos, se expresa en la espectacularidad porque carece de conceptos, de ideas, de programa. Lo suyo es puro oportunismo, improvisación, lo que cada día requiera para mantenerse en el poder y acrecentarlo si es posible. Todos los regímenes comunistas y fascistas apelaron al espectáculo. En la Argentina, el peronismo introdujo el espectáculo en la vida política, y el kirchnerismo retomó esa tradición. Ocupó las plazas mientras pudo, y cuando ya no pudo apeló al Patio de las Palmeras y la cadena nacional. En parte por su influencia, y en parte como consecuencia de la mediatización de la vida pública que caracteriza las sociedades modernas, el espectáculo parece haberse integrado a la vida política nacional. Las marchas contra el kirchnerismo nacieron como respuestas espectaculares a un relato espectacular emitido desde el gobierno. La del 18 de febrero fue distinta. Las marchas anteriores brotaban de la intensidad de un conflicto específico –la inseguridad, la inflación, la corrupción– y contenían un reclamo. El acto de reclamar contiene la expectativa de ser escuchado. El kirchnerismo nunca escuchó a nadie, y la sociedad se convenció de la inutilidad del esfuerzo. Por eso esta vez eligió el silencio. El silencio –lo saben los músicos, lo saben los actores– es lo que quita frivolidad al espectáculo.

–Santiago González

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