El adjetivo

Los latinos no son ni una raza ni una nación sino una entelequia construida a partir de la lengua y el color de la piel

La primera vez que me hicieron notar que soy blanco fue en México, y esto ya lo conté en otra parte. La segunda vez fue en los Estados Unidos, y lo cuento ahora. Se estaba organizando el equipo que iba a producir el sitio en castellano de CNN, y sus integrantes fuimos entablando relación en conversaciones espontáneas junto a la cafetera. Uno de ellos, un técnico en informática blanco y anglosajón, se mostró particularmente intrigado por el hecho de que yo viniera de Sudamérica y no tuviera la piel tostada. Le di las explicaciones del caso, le hice notar que chilenos o uruguayos probablemente le habrían causado la misma sorpresa, y lo amonesté: “Lo que pasa es que ustedes creen que el resto de América está cubierto por un gran sombrero mexicano…” Era un yanqui piola, y lo admitió entre risas.

Me puse a pensar en estos días en esa entelequia llamada América latina, y sus hijos naturales, el latino o el hispano, categorías que nacieron, y que en todo caso sólo deberían existir, en el mundo anglosajón, donde fueron construidas desde el prejuicio, el estereotipo y la ignorancia. Cuatro quintas partes de todo el territorio americano fueron incorporadas al mundo civilizado por la cruz católica y la espada española, pero los protestantes sajones, esa minoría, se las arreglaron para quedarse con el nombre de América. El poder del dinero y de las armas tiene esa manera de proyectarse sobre la cultura, y ahora los más debemos cargar con un adjetivo para distinguirnos de los menos.

La cuestión así planteada no sería más que una incomodidad literaria, o un gasto adicional e innecesario de tinta de impresora. El problema con el adjetivo “latino”, aparte del tono un poquito condescendiente y un muchito discriminador que trae consigo, es que nos mete a todos los que habitamos el continente, desde el Río Grande para abajo, en la misma bolsa: nos pinta bigotes a los hombres y les agranda la boca a las mujeres, nos impone las comidas picantes, y nos broncea la piel. Todo bajo el amplio sombrero mexicano que mi compañero de trabajo daba por sentado. (Y excepción hecha de Brasil, país poblado como se sabe por fubolistas negros y flaquitos, y mujeres con una pila de cocos, bananas y ananás en la cabeza.)

Y, a decir verdad, aparte de algunos tramos comunes de su historia colonial, lo único que vincula a los países de la llamada América latina es la lengua y la religión, lo que puede ser más o menos importante según el punto de vista que se adopte pero difícilmente alcance para asociarlos en un todo indiferenciado. Media Europa habla lenguas romances y practica el catolicismo, pero a nadie se le ocurre hablar de una Europa latina. Del mismo modo, los países del hemisferio occidental son distintos entre sí, marcadamente distintos, y más distintos todavía son los del sur, donde la masiva inmigración europea y un mestizaje espontáneo y sin conflictos esfumó el sustrato aborigen que salta a la vista en el resto.

Las élites culturales de la América hispanohablante prefieren sin embargo ignorar esas diferencias y propiciar una suerte de homogeneización apoyada en el indigenismo. En el sur, a fuerza de constituciones y decretos, tratan de separar los genes amorosamente mixturados en el pasado para resucitar en el presente imaginarias razas ancestrales con derechos anteriores al tiempo histórico; en el norte hay un potente indigenismo declarativo, pero como la proporción de sangre nativa es allí mayoritaria, la práctica asocia la discriminación más cruel con la negación u ocultamiento de los rasgos desfavorables del indígena como el despotismo, la esclavitud y los sacrificios humanos.

Más allá de esas diferencias, tanto en el norte como en el sur las élites culturales hispanohablantes –académicas, mediáticas, artísticas– han decidido asumir como propio para sus pueblos el calificativo de “latinos” (como vimos, de fabricación norteamericana y más bien orientada al mercado interno), en algunos casos con énfasis capaz de reconocerle implícitamente categoría institucional. En CNN, siguiendo con los recuerdos, tuve que defender la decisión editorial de escribir con minúscula la parte “latina” de “América latina”, argumentando ante distinguidos colegas de la patria grande que no existía entidad política alguna con ese nombre que justificara la mayúscula.

Dije al comienzo que había estado pensando en esa construcción imaginaria llamada América latina, pero no dije por qué. Investigando los antecedentes de Más allá, la legendaria revista argentina de ficción científica que floreció en la década de 1950, fui a dar con un estudio gestado en una universidad norteamericana, muy informado y documentado, pero que, a pesar de ocuparse de una publicación precursora, original, singular y exclusivamente argentina (y reconocida como tal en el mundo de habla castellana) se refiere en toda su extensión a la revista latinoamericana que hizo visible la ficción científica latinoamericana. El ensayo no aporta un solo nombre ni una sola publicación ajenos a la Argentina que justifiquen semejante generalización.

Sentí el mismo escozor que me produce ver al rock argentino incluido en banalidades sobre el rock latino, como si Spinetta, Charly, Soda o Pappo tuvieran algo que ver con los Teen Tops, Enrique Guzmán, Maná o Café Tacuba. Supongo que hay un rock mexicano como hay un rock argentino, y probablemente haya también un rock chileno y un rock uruguayo. Pero son cosas distintas, de calidad y originalidad diferentes, de arraigo social intransferible, y a cada una le corresponde su nombre. Lo que con toda certeza no hay es un rock latino, como no hay un arte latino ni un teatro latino ni un cine latino. Ni tampoco, por supuesto, una ficción científica latina. Hay, en todos los casos, expresiones nacionales, con poco o ningún parentesco cultural entre sí, excepto, quizás, las de ambas márgenes del Río de la Plata. A nadie se le ocurriría mezclar a los españoles Serrat y Sabina con el francés Aznavour y el italiano Ramazzotti, y mucho menos aunarlos en una caprichosa categoría de baladistas eurolatinos o cosa parecida.

Dentro de los Estados Unidos, el calificativo “latino” alude a un manchón demográfico que explica expresiones como “el pelotero latino”, “la cantante latina” o “la modelo latina”. ¿Pero fuera de los Estados Unidos? Francamente, yo no entiendo de qué habla la prensa en castellano del continente cuando habla de los latinos, en frases similares. Probablemente se trate de un pelotero dominicano, o de una cantante peruana, o de una modelo venezolana, y así se los debería nombrar. Pero si nacieron en los Estados Unidos, deberían ser descriptos como estadounidenses, así se llamen Pérez, González o Fernández, y no como latinos, puesto que los latinos no son ni una raza ni una nación sino una entelequia construida a partir de la lengua y el color de la piel.

El comportamiento de las élites intelectuales del continente es efectivamente harto curioso: tan quisquillosas que se muestran respecto de cualquier asomo de discriminación, jamás las escuché protestar por el apelativo de “latino”; más bien al contrario, como vimos, lo abrazan con entusiasmo. Ocurre que estas élites guardan también ciertos resquemores, tal vez más poderosos, acerca de las particularidades nacionales, y prefieren y promueven los grandes espacios indiferenciados, donde Borges, Berni o Ginastera puedan ser descriptos como artistas latinos. Aunque la mayoría de los miembros de esas élites viven del Estado, o de las ONG, que viene a ser lo mismo, en este punto exhiben una llamativa coincidencia con las multinacionales de la cultura –discográficas, editoriales, distribuidoras de películas, productoras de señales de cable– de las cuales suelen obtener beneficios adicionales e incluso, a veces, la consagración y la fama.

–Santiago González

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