Las tres patas de la política

Pulverizados los partidos, la política argentina se sustenta sobre un precario trípode: los medios, las encuestas, los aparatos.

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Quienes se interesan por los vaivenes de la política argentina seguramente han visto ya el video donde el ex jefe de gobierno porteño Aníbal Ibarra aparece como director de una troupe de artistas de variedades que hacen el papel de vecinos alborozados con su gestión, y lo apoyan y alientan en sus nuevas ambiciones electorales. Todo en beneficio del periodista que lo entrevistaba en una recorrida callejera, y del público que después iba a ver ese reportaje por televisión.

La jugarreta de Ibarra repugna por lo burda, pero en sustancia no es demasiado distinta de las plazas o los teatros que el oficialismo llena con audiencias compradas, o de ciertos sucesos artificiales (media events, como se los conoce en inglés) montados por la oposición para ganar minutos o centímetros de atención en los medios. Casi diría que es el aspecto más visible de la nueva política o, mejor, de las nuevas condiciones en que se desenvuelve la actividad política.

El caso de Ibarra es apenas una instancia de grosero extravío por parte de un dirigente huérfano de partido, condición que comparte con la mayoría de los políticos de primera y segunda línea desde la larga crisis de representatividad que estalló a fin de siglo y virtualmente pulverizó a los partidos. Hoy la escena política argentina se despliega sobre un precario tinglado de tres patas que la sostiene y condiciona: los medios, las encuestas, y los “aparatos”.

Los medios de comunicación masivos, especialmente la televisión, constituyen el ingrediente más poderoso en la configuración de esas nuevas condiciones. En la vieja política, el aspirante a dirigente emergía y tomaba contacto con sus bases primero en los locales partidarios y luego en concentraciones más amplias en lugares públicos. Ahora se da a conocer a través de la pantalla. El estudio de televisión sustituyó a la plaza.

La diferencia es sustancial. Al tomar el micrófono en una plaza, el aspirante le hablaba a la gente, lanzaba sus propuestas, y medía la reacción de la audiencia. La relación era cara a cara, el lenguaje aún con sus buenas dosis de retórica debía ser claro y preciso, las promesas tenían el respaldo de la presencia personal, el público podía expresar su aceptación o rechazo de viva voz. Se trataba de un diálogo, sui generis pero diálogo al fin.

El estudio de televisión sustituyó a la plaza, y la diferencia es sustancial.

Ahora los políticos les hablan a los periodistas mientras el público asiste mudo al diálogo. Ya no se trata de proponer nada ni de plantear compromisos, sino de lucir bien en la pantalla. Ya no se trata de afinar previamente las propuestas en el ámbito partidario, sino de discutir con los asesores de imagen si conviene mostrarse agresivo o contemporizador, vestir ropas claras u oscuras, sonreir o mantener una grave seriedad.

Los políticos hablan con los periodistas en el lenguaje y con los guiños y entrelíneas que sólo ambos interlocutores están habituados a manejar. Según encuestas de la Universidad de Belgrano tomadas ahora y en el 2005, apenas un tercio de la gente entiende lo que los políticos dicen. Lo que revela, de paso, que los políticos hablan de cualquier cosa menos de lo que a la gente le preocupa, porque en ese caso sí los entenderían.

Esta prevalencia de los medios de comunicación en la relación entre los políticos y sus votantes plantea otras cuestiones todavía más graves. Un político puede conseguir espacio de dos maneras: primera, si los medios se lo abren invitándolo a sus programas periodísticos, y segunda, pagando por ese espacio. Esto por un lado les da a los medios un poder enorme en la promoción de un candidato, y por otro encarece las campañas a niveles insuperables para los nuevos aspirantes.

“A (Carlos) Reutemann y a mí nos eligió Clarín“, se jactó el gobernador de Córdoba Juan Schiaretti, según el diario Crítica, que también recogió el fastidio de Elisa Carrió ante las demandas que Clarín impondría para abrir sus espacios: “Ellos siempre te piden más”. Ninguna de las dos frases citadas fue desmentida. Francisco de Narváez, un nuevo aspirante con abundante presencia paga en los medios, exhibió el otro ángulo del problema: “Esta campaña cuesta mucha, pero mucha plata, y es toda, pero toda mía”, dijo.

Al responder encuestas electorales, el ciudadano devalúa el poder de su voto.

Las encuestas conforman el segundo elemento nuevo entre los que sostienen y condicionan el ejercicio de la política. Le sirven al político de dos maneras: por un lado para saber qué es lo que a la gente le interesa, y ajustar su discurso en consecuencia, y por otro para apostar al triunfalismo popular comprando encuestadores que lo muestran con mejores posibilidades que las que en realidad tiene. Éste último es un recurso habitual de los oficialismos de turno.

Los ciudadanos debieran saber que la única consulta que realmente importa es el acto electoral en sí, y que al responder encuestas de antemano producen un efecto similar al de la inflación: devalúan el valor de su voto el día de la elección. Pero es difícil que la gente se abstenga de expresar su opinión cuando se la piden, principalmente porque muchas veces descarga así su hartazgo con la marcha de las cosas.

Como ya no tiene contacto directo con la gente, a la que sólo llega por vía de los medios, el político encuentra en las encuestas la retroalimentación que antes recogía en la plaza o el comité. Habla con los periodistas, o hace publicidad (“comerciales”, como describió sin ruborizarse Gabriel Dreyfus los avisos que preparó para la Coalición Cívica), y después mide los efectos de esas apariciones a través de las encuestas. Ni forzando mucho las cosas podría describirse este ida y vuelta como un diálogo.

Las encuestas definen además las agendas de campaña. ¿Las consultas dicen que a la gente le preocupa la inseguridad, la inflación, la educación y la salud? El oficialismo exhibirá sus logros en algunos campos, e ignorará otros. La oposición criticará al gobierno por sus fracasos reales o supuestos en esas áreas, y hará vagas pero enfáticas referencias a la necesidad de cambio. Como todos leen las mismas encuestas, las agendas serán más o menos iguales y más o menos igualmente imprecisas.

El público, que como vimos apenas entiende lo que los políticos dicen, terminará optando por uno u otro postulante según los criterios previstos por los asesores de imagen: porque éste le parece más simpático y campechano, o porque aquél se muestra rápido y agresivo en sus respuestas, o porque el otro viste bien y exhibe señorío. “Nosotros tenemos los candidatos más lindos”, repite Carrió, tal vez pensando en su electorado femenino.

El aparato es lo que queda de un partido cuando éste perdió su identidad, su ideario.

La tercera pata sobre la que se apoya la actividad política en la Argentina es el llamado “aparato”. El aparato es lo que queda de un partido político cuando éste perdió su identidad, su ideario, su plataforma. Y lo que queda es una vasta e intrincada red de relaciones personales, una máquina recaudadora de fondos de campaña, y un sistema de punteros y activistas capaces de movilizar gente para actos, propaganda o fiscalización de comicios. El aparato espera “cobrar” por sus servicios.

Como el aparato es un residuo, no es posible crear aparatos desde cero, según han podido comprobar Elisa Carrió y Mauricio Macri. Sus ambiciones personales tienen urgencias que no les dan tiempo para desarrollar a nivel nacional partidos de potencia similar a la del radicalismo y el peronismo. Por eso imaginan ahora que están en condiciones de asociarse a los aparatos residuales de esas agrupaciones e incluso devolverles con su impulso la condición de partidos.

“Los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático”, dice en su artículo 38 la Constitución Nacional reformada en 1994. Los constituyentes de ese año, muchos de los cuales son las figuras desorientadas que hoy se agitan como los personajes de Pirandello en el tinglado de la política argentina, creyeron necesario incorporar esa obviedad a la Carta Magna porque ya anticipaban el desbarajuste.

Fue un acto de pensamiento mágico. Para ese entonces, los partidos políticos eran especies en vías de extinción. Invocando a Perón, Menem había puesto patas arriba las convicciones fundamentales del peronismo, de manera que desde entonces ya nadie pudo distinguir las veinte verdades de las veinte mentiras. Y el radicalismo, azotado por la hiperinflación y la confusión de ideas, entraba en el coma profundo que tendría su desenlace fatal en diciembre del 2001.

Sin partidos, los dirigentes son jugadores libres que sólo se representan a sí mismos. De Narváez comenzó a publicitar su persona mucho antes de concertar alianzas y asegurarse un aparato. Lo mismo hizo Carlos Heller en la capital federal. Y lo mismo, con menos recursos y menos cuidado, intentaba hacer Ibarra mostrando por televisión una oleada de apoyo popular suficientemente convincente como para asegurarle el respaldo de algun aparato disponible.

La oposición fustiga al oficialismo por el desprecio que manifiesta por las instituciones, la división de poderes, la ley misma. Sin embargo la oposición, que tuvo seis largos años para trabajar en su propia institucionalidad, eligió sus candidatos a estos comicios legislativos no a través de una elección interna, sino simplemente a dedo. No podía ser de otra manera: para que haya elecciones internas tiene que haber partidos políticos. Pero recordemos que sólo estamos en presencia de aparatos.

La inexistencia efectiva de los partidos explica además la mediocre calidad de nuestra dirigencia política. Los partidos normalmente funcionan como plantas potabilizadoras: absorben ciudadanos con vocación o ambición política, filtran las impurezas, seleccionan a los mejores en las distintas áreas de la responsabilidad civil, y finalmente promueven y ofrecen a la sociedad a aquellos aptos para el consumo humano, o mejor dicho ciudadano.

Diluídas las identidades políticas ¿quién se afiliaría hoy a un partido? Ni los propios partidos hacen esfuerzos por atraer ciudadanos a sus filas. “Parece como si los propios líderes de esos partidos se avergonzaran de nombrarlos”, escribió el politólogo Guillermo O’Donnell. “Ahora dirigen ‘espacios’ o a veces ‘fuerzas’, no partidos o coaliciones de partidos”. Moverse dentro de un “espacio” permite saltar de un aparato a otro sin ser acusado de tránsfuga.

Cuando los partidos dejan de cumplir su función de captación y promoción de dirigentes, cuando devienen en aparatos que se ponen al servicio de alguna figura instalada en los medios, y ratificada por las encuestas, sobreviene lo que O’Donnell describe como las enormes dificultades que tienen esos “espacios” para encontrar candidatos por debajo del liderazgo con algún grado de reconocimiento en la opinión pública. Lo que explica desde las “testimoniales” a Nacha Guevara.

–Santiago González

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