La tormenta perfecta

Néstor Kirchner salía de sus laberintos por la vía rápida: por arriba. Desde que obtuvo abrumadoramente la reelección, Cristina quedó sorprendentemente presa en el suyo y no encuentra la salida, como si los tabiques que lo definen se multiplicaran y empinaran a diario y le hicieran cada vez más difícil el gran salto.

La tragedia de Once levantó otro muro. Tras un silencio demasiado prolongado, la presidente reapareció en Rosario. Apeló indistintamente al tono bronco del relato épico y a la voz entrecortada de la elocuencia emotiva, pero el muro sigue allí. El suyo fue un mensaje débil, a la defensiva, esquizofrénico: habló como si el que gobernara fuese otro.

Muchos de quienes no simpatizan con el kirchnerismo pueden estar restregándose las manos ante la imagen de un oficialismo acosado, aturdido por el cúmulo de frentes que lo encierran. Pero la situación no da para esos gozos vindicativos; por el contrario, presenta la peligrosa acumulación de condiciones que posibilitan una tormenta perfecta.

Los muros que rodean a Cristina comenzaron a hacerse visibles tan pronto ganó la elección y antes de que iniciara su segundo mandato. El primero fue la fuga de divisas y una corrida contra el dólar: el gobierno aplicó torniquetes y contuvo la hemorragia. Los torniquetes aplastaron varios derechos individuales, pero siguen en vigencia.

Luego fue el escándalo de las Madres de Plaza de Mayo, con todos los ingredientes que definen el kirchnerismo: manejo discrecional de fondos públicos, sobreprecios, retornos, testaferros. El gobierno quiso culpar a Sergio Schoklender pero, tan pronto éste empezó a hablar, optó por la seguridad del silencio y la prestidigitación del juez Norberto Oyarbide.

A continuación el gobierno advirtió que se iba a quedar sin plata. Contra todos los pronósticos enunciados incluso por la propia presidente, el frenazo de la economía mundial nos alcanzó, moderó el crecimiento local, redujo la recaudación, y volvió a poner en escena el déficit fiscal, asunto complejo para un país sin crédito externo.

El gobierno sabe muy bien que la gran sangría de fondos públicos reside en la maraña de subsidios que implantó en sus albores, cuando eran más o menos necesarios para poner la economía en marcha tras el colapso del 2001, y que mantuvo cuando ya no eran necesarios porque pagaban voluntades y aseguraban retornos.

Entonces, y aquí nos encontramos con una curiosidad inexplicable del “modelo”, decidió reducirlos bruscamente: no a los sectores más desfavorecidos, naturalmente, pero tampoco a los empresarios amigos que acumularon fortunas en los últimos años, sino a la clase media, en todos sus estratos.

Recurrió entonces al humillante mecanismo de obligar a los usuarios de servicios públicos a presentar una declaración de pobreza para evitar los aumentos de tarifas, y de someterlos a penosas alternativas en la misión de obtener una tarjeta SUBE presuntamente con el mismo fin de mantener bajas las tarifas del transporte.

El siguiente muro del laberinto lo erigió el tardío reconocimiento de que el país no produce los combustibles que necesita, y de que este año va a necesitar 10.000 millones de dólares para comprarlos afuera. Entonces sobrevino la desesperación por conservar divisas, que se resolvió con el simple expediente de poner torniquetes a las importaciones.

También sobrevino la idea de reestatizar YPF, para esconder los errores de administración detrás de la epopeya nacionalista de recuperar la legendaria petrolera estatal, buscando al mismo tiempo un chivo expiatorio y un enemigo para entretenimiento de los mozos de La Cámpora. Parece que abogados y contadores explicaron al gobierno que la idea no era tan buena, después de todo.

Mientras el gobierno digería estas cosas, estalló el caso del vicepresidente Amado Boudou y su alegada participación, por vía de testaferros, al frente una compleja red de intereses orientados a apropiarse de la quebrada empresa Ciccone Calcográfica y dirigir hacia ella la tarea de impresión de billetes y otros documentos, que naturalmente debería estar a cargo de la Casa de la Moneda de la Nación.

El caso de Boudou golpeó como ninguno la figura de la presidente, porque fue ella misma, contra el consejo de muchos, la que eligió al economista rockero como compañero de fórmula. Cristina Fernández no podría alegar ignorancia sobre las actividades de su vice porque las primeras denuncias públicas sobre el negociado Ciccone las había hecho mucho antes el escritor Jorge Asís en su sitio en la red.

Los diarios acumulaban cotidianamente nuevos testimonios y detalles sobre las aventuras de Boudou, cuando se produjo el desastre ferroviario que puso brutalmente en evidencia un sistema de transportes esencialmente corrupto y criminal. La respuesta de los funcionarios –Juan Pablo Schiavi, Nilda Garré– fue torpe, arrogante, desconsiderada e insultante. La de la presidente, en Rosario, dejó sabor a nada.

Cincuenta y un muertos en este último caso, que se suman a muchos más en otros anteriores, son demasiados como para hacerse el tonto y esconder la propia responsabilidad detrás de hipos, lloriqueos, y la consabida acusación a esos misteriosos malvados movidos por oscuros intereses que ponen palos en la rueda. Y menos hacerlo frente al aplauso solidario de Boudou.

Cristina Kirchner es la presidente de la nación, y no necesitaba esperar las pericias de la justicia, como dijo en Rosario, para intervenir a una empresa ferroviaria sobre la que pesan antiguos y contundentes dictámenes sobre incumplimiento de contratos, ni para poner de patitas en la calle a los funcionarios que no cumplieron con su deber.

Los funcionarios siguen en sus puestos. Pero el pobre impacto del discurso presidencial en Rosario llevó al gobierno a intervenir de inmediato, aunque sólo en forma “cautelar y temporaria”, por 15 días, la empresa TBA, de la familia Cirigliano, que administra los ferrocarriles Mitre y Sarmiento (la línea en la que ocurrió el desastre).

Los negocios del oficialismo con el grupo Cirigliano son múltiples y muy variados; además de los ferrocarriles abarcan áreas tan disímiles como la producción de decodificadores de TV (los que regala el gobierno) o la importación de gas desde Qatar (un arreglo misterioso y multimillonario), y no pueden deshacerse de la noche a la mañana.

A menos de 90 días de iniciado su segundo mandato, la presidente se encuentra atrapada en el laberinto cuyo trazo ha sido definido hasta ahora por las denuncias de corrupción, que llegan a los más altos niveles del gobierno, el atraso cambiario, la falta de divisas, el menor crecimiento económico, el déficit fiscal, la crisis energética y el deterioro extremo del sistema ferroviario.

Y, al menos hasta ahora, no encontró la salida. Lo realmente grave del caso es que este intrincado laberinto solamente puede sorprender al gobierno, ya que todos y cada uno de esos frentes en crisis habían sido pronosticados hacía mucho tiempo por voces expertas, en su mayoría no relacionadas con una parcialidad política.

* * *

Frente a esta sucesión de calamidades, la opinión pública comienza a mostrar signos de inquietud. A mucho kirchnerista acérrimo se le agotaron los argumentos tras la tragedia ferroviaria, y nunca, desde las demandas de seguridad encabezadas por el ingeniero Juan Carlos Blumberg, se había percibido un reclamo tan airado respecto de la responsabilidad del gobierno.

La familia de una víctima de Once, Lucas Menghini Rey, dijo en una carta pública, con lenguaje preciso y coraje cívico, lo que el común de la gente piensa: “Consideramos el hecho ocurrido como un desastre previsible y no como un accidente”, y puntualizó que “se elige dicho término para eludir responsabilidades”. La carta interpela al gobierno para que no pueda eludirlas.

Así las cosas, el temperamento popular no podría ser peor para recibir las malas noticias que habrán de llegar a las casas a partir de marzo, cuando las facturas de servicios pongan negro sobre blanco para cada familia el impacto del violento ajuste impuesto por el gobierno bajo el delicado nombre de “sintonía fina”.

Ni las peores noticias que habrán de asentarse sobre la economía del hogar hacia mediados de año, cuando la profundidad del ajuste se haga sentir sobre los precios de los productos de primera necesidad, que necesariamente habrán de reflejar las mayores tarifas de la energía, y la economía se frene como consecuencia de todo el asunto.

El kirchnerismo es plata más relato. La plata se acabó y el relato se resquebraja por todos los costados. El intento de encaminar la epopeya hacia la reivindicación de Malvinas, servido en bandeja por ser este año el trigésimo aniversario de la guerra, perdió fuerza como el de YPF, esta vez gracias a voces independientes que propusieron otras miradas.

* * *

En la trampa malvinera cayeron algunas figuras de la oposición, que no aprendieron la lección de 1982: no hay buena causa en malas manos. Esto llama la atención sobre el tercer ingrediente para una tormenta perfecta: la ausencia o la inoperancia de los opositores políticos, que aún no se reponen del estupor de la derrota.

¿Alquien puede explicarse cómo varios dirigentes opositores, incluso algunos de los más lúcidos, pudieron responder a la cita a ciegas de la presidente para bailar el tango de Malvinas, y convertirse en aplaudidores menores del anuncio trivial e inconsecuente sobre la desclasificación del informe Rattenbach?

Y ya que estamos, ¿alguien en la UCR puede explicar por qué sectores del radicalismo trataron de socavar la figura del auditor general de la Nación Leandro Despouey, un respetado funcionario, cabeza de uno de los pocos organismos de control no contaminados por el kirchnerismo, y ahora referencia ineludible en el caso TBA?

* * *

Un gobierno impotente para retomar la iniciativa en momentos en que los frentes de crisis se le levantan por todos lados, una opinión pública en estado de agitación y reclamo, una oposición incapaz de mostrar alternativas, aunque sólo fuese como tranquilizador punto de referencia, dibujan en conjunto las condiciones para una tormenta perfecta.

Una tormenta perfecta, en términos sociales o políticos, se produce cuando el sistema de creencias y lealtades que sostiene a un gobierno se desmorona sin que existan alternativas a la vista para reemplazarlo. La sucesión no surge entonces del derecho ni del acuerdo, como ocurrió aquí en el 2001, sino de una medición de fuerzas que no suele ser pacífica.

Necesitamos que Dios ilumine a la presidente, y le dé lucidez y fuerzas para encontrar la salida de su laberinto, una salida verdadera, sin atajos, sin anteojeras ideológicas, sin obsecuentes y adulones que obstruyen la visión de la calle. Que ilumine también a la oposición, para que aclare sus ideas. Y que ilumine a la sociedad, para que se aparte del peligro.

Lo necesitamos por el bien del país, y el de nosotros mismos. Lo reconozco: tal vez sea tarde, tal vez sea mucho pedir.

–Santiago González

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4 opiniones en “La tormenta perfecta”

  1. “¿Alquien puede explicarse cómo varios dirigentes opositores, incluso algunos de los más lúcidos, pudieron responder a la cita a ciegas de la presidente para bailar el tango de Malvinas, y convertirse en aplaudidores menores del anuncio trivial e inconsecuente sobre la desclasificación del informe Rattenbach?”

    Porque son una manga de corruptos, igual que los que están en el gobierno. Nosotros los vemos como opositores, pero detrás de bastidores negocian y se pasan los sobrecitos, sin importar el circo que hagan frente a las cámaras respecto de los partidos políticos. La política de hoy en día no se trata de ideales sino de intereses, es otro mercado más. Cada día esa gentuza me da más asco, porque hacen de la política la más baja de las prostituciones.

    A mí me gustaría pensar que viene un futuro fructífero, sereno, de seguridad, trabajo, etc, etc. Pero no pienso que vaya a pasar. Pienso que tarde o temprano las cosas se van a desmoronar, se tienen que desmoronar, para que haya un cambio de raíz. Hace mucho tiempo que estamos en el jueguito “democracia/dictadura”, siempre con la misma lacra humana al frente del Estado, mintiendo, destruyendo, robando y matando sin parar (sea empujando desde un avion o matando de hambre; dar planes indefinidamente lleva a lo segundo, porque no se puede sostener por siempre la dádiva).

    Pero tenemos la bazofia que tenemos al frente porque lo permitimos, porque es un reflejo de lo que somos como nación: Un desastre, una comunidad de cobardes que no tiene el coraje para ser honesto, trabajador y defender lo que está bien. Por ésto es que se viene todo abajo. No por los gobiernos de facto, ni Menem, ni los K ni nadie, sino porque el pueblo argentino ya está tocando fondo. Y cuando se canse de estar tan en el fondo, lamentablemente vamos a tener que hacernos cargo de casi un siglo de corruptela e indiferencia ininterrumpida. Y va a ser demasiado tarde para llorar. De hecho que ya lo es: Entre Cromagnon y el desastre de Once se va viendo de a poco como la gente está empezando a despertarse por la fuerza.

    Lo que no empieza bien, tampoco termina bien.

  2. Lo mejor que podemos esperar para estos años de gobierno que quedan son unos 4 años de relativa tranquilidad donde, por lo menos, nuestros gobernantes dejen de mandarse aventuras y manejen el país con cierto orden.

    Pasado ese período espero que la ciudadanía deje de comprar espejitos de colores o parcialidades. Que piense en todo lo que debe hacer un gobierno, sin olvidar nunca que ellos son nuestros empleados. También espero que la gente se quite de encima los miedos de votar a gente nueva en la política y liberarse de las ataduras y trampas de los partidos tradicionales.

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