La mentira del combate al narco

El tráfico ilegal de drogas plantea a cualquier Estado cuatro problemas graves:

Un problema de salud pública, que nace por un lado de las adicciones y se traduce en severos deterioros neurológicos y cerebrales, y por otro del consumo de drogas de mala calidad, mal diseñadas o mezcladas con componentes tóxicos.

Un problema institucional, derivado del tremendo poder corruptor de los narcotraficantes sobre la política, la justicia y las fuerzas de seguridad, que las inhabilitan para cumplir su cometido incluso respecto de asuntos ajenos al narcotráfico.

Un problema financiero, debido a la enorme cantidad de dinero negro que vuelca en la plaza y a la complicidad del sistema bancario para blanquearlo.

Un problema de seguridad pública, debido a la amplia variedad de delitos que genera a su alrededor, desde los necesarios para su funcionamiento, hasta los relacionados con rivalidades entre bandas, y los provocados por adictos que necesitan solventar su consumo.

Los Estados dedican enormes recursos públicos para enfrentar esos problemas. Pero ninguno puede mostrar resultados exitosos; todo lo contrario. Incluso podría decirse que la acción del Estado los ha agravado todos, en todas partes.

La legalización de las drogas eliminaría los problemas de seguridad, de dinero negro y de corrupción, y sólo dejaría en pie el problema sanitario, que existe de todos modos y exige atención. En lugar de dispersar sus fuerzas en cuatro frentes a la vez, los Estados podrían concentrarse en uno de ellos, justamente donde sus posibilidades de éxito son más altas.

En todas partes, sin embargo, o en casi todas, las iniciativas de elemental sentido común que recomiendan la legalización del consumo de drogas, son rechazadas enfáticamente, con grandes aspavientos y argumentos de alta moralidad que eluden cuidadosamente el análisis racional de las cosas.

Pero ese rechazo no tiene nada de moral, y esconde en realidad negocios tan rentables como el de la lucha policial contra la droga (aparatos, pertrechos, uniformes, vehículos, armas, etc.), el de la ingeniería financiera para blanquear el dinero de la droga, el de la construcción que es la principal ruta de blanqueo, y el negocio en fin de todos los que ocupan posiciones de poder susceptibles de ser corrompidos por el narcotráfico.

No hay que pasar por alto, además, la utilidad de las drogadicciones como moderador social. Desde que los Estados Unidos comenzaron a hacer la vista gorda ante el ingreso de drogas a su territorio desaparecieron las revueltas raciales que sacudían sus grandes ciudades cada verano, sus protagonistas se convirtieron en consumidores o vendedores, y todos contentos.

En América latina, la amplia disponibilidad de subproductos de la elaboración de cocaína, tan baratos como letales, del tipo del crack o el paco, neutralizó la frustración juvenil ante los crecientes niveles de marginalidad, pobreza y exclusión. La violencia social se convierte así en violencia individual, pero la violencia individual no amenaza al sistema ni a sus miembros más resguardados.1

El argumento moral carece de consistencia. La legalización de las drogas nunca podría generar una sociedad de drogadictos, de la misma manera que la legalización del alcohol no produjo una sociedad de borrachos. Por el contrario, la legalización de la venta y el consumo de drogas ahorraría muchas vidas y muchos dineros públicos. Pero eso, a los políticos que manejan los Estados, no les importa.

–S.G.

  1. Este párrafo y el que lo precede fueron agregados el 15-5-2017 []

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