El 2×1 y las minorías intensas

Mientras el gobierno no se decida a dar la batalla cultural, las minorías intensas seguirán dictándole la agenda

Repasemos lo ocurrido en estos días. Respondiendo a un caso que fue puesto a su consideración, la Corte Suprema decidió que, en el marco de lo prescripto por la Constitución y de lo establecido en la legislación vigente, es correcto aplicar el beneficio llamado “del dos por uno” (dar por satisfechos dos años de pena por cada uno efectivamente cumplido) a la persona condenada por delitos de lesa humanidad que lo había solicitado. En la Argentina se califica como delitos de lesa humanidad a los cometidos por militares en la lucha de hace cuatro décadas contra el terrorismo de izquierda. La decisión de la Corte fue jurídicamente inobjetable pero políticamente incorrecta para los estándares de corrección política vigentes en este momento en la Argentina, de modo que sobrevino el esperable alboroto de las conciencias escandalizadas, alentado, multiplicado e intensificado por los grandes medios de comunicación. El remolino tuvo tres consecuencias: 1) todos los legisladores de todos los partidos de ambas cámaras del Congreso nacional, oficialistas y opositores, derechistas e izquierdistas, liberales y conservadores; todos, repito, todos (con la única y honrosa excepción del diputado salteño Alfredo Olmedo, que corresponde reconocer) corrieron como borregos a aprobar por unanimidad un mamarracho legal, de incierta constitucionalidad y validez jurídica, con la intención de cerrar el paso a otra resolución similar en el futuro; 2) tras alguna vacilación inicial, las más importantes figuras del actual gobierno, incluidos el presidente Mauricio Macri, la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal, el ministro de justicia Germán Garavano y el secretario de derechos humanos Claudio Avruj, se montaron en la ola y criticaron públicamente la decisión de la Corte, desconociendo sus fundamentos jurídicos pero cuestionándola políticamente, una práctica escasamente republicana que se presumía propia del gobierno anterior; y 3) una multitudinaria concentración en la plaza de Mayo escenificó el supuesto repudio de la sociedad a la decisión de la Corte, con abundancia de pañuelos blancos y encabezada por las mismas personas que un mes atrás reivindicaron en el mismo lugar el accionar de las bandas terroristas de la década de 1970, nombrándolas una por una. En conjunto, estas tres circunstancias configuraron el mayor ataque contra la autoridad de la Corte Suprema de que se tenga memoria.

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Ahora, ¿quién representa mejor el temperamento promedio del ciudadano argentino respecto de la violencia política en los setenta? ¿Los funcionarios y los legisladores que se atropellaron, física y verbalmente, en su estampida hacia el lado correcto de la corrección política, y el 1 (uno) por ciento del padrón que se reunió en la Plaza de Mayo, o el diputado Olmedo, quien afirmó en la cámara que “aquí hubo dos sectores enfrentados en una guerra, los militares y los terroristas, y los dos deberían ser juzgados por igual”? La respuesta no la tenemos. Sabemos cuál es la opinión publicada, pero desconocemos cuál es el estado de la opinión pública respecto de este asunto (como de tantos otros).

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La clave para entender estos sucesos la tuvimos casualmente esta misma semana, en un penetrante análisis del politólogo Vicente Palermo, dedicado a exponer el “nocivo poder de las minorías intensas”. Palermo recurre al economista Mancur Olson para describir el fenómeno de grupos de interés minoritarios pero activos que logran una influencia superior que la de grupos ampliamente mayoritarios, sólo porque los primeros creen que tienen mucho para ganar con su actividad, y los segundos sienten que tienen poco que perder con su inactividad. Palermo se vale de estas categorías para exponer ciertas relaciones de fuerza en la economía argentina, pero también son aplicables, como instrumento de análisis, al estudio del aparato cultural del país, y de la mentalidad que promueve.

En efecto, junto con la recuperación de la democracia y a favor del rechazo que se supieron ganar los militares, una minoría intensa de intelectuales izquierdistas tomó literalmente el control de los principales centros generadores de mensajes, el sistema educativo y los medios de comunicación, decidida a moldear el sentido común del país en función de sus intereses ideológicos y políticos. Esa minoría impuso su dominio interviniendo activamente en la inserción y promoción laboral de sus compañeros de ruta, y en el apartamiento o postergación de quienes discrepaban con ellos o trataban de mantener su independencia. Al cabo de una década, las cátedras y las redacciones exhibían una sorprendente uniformidad de criterios y desarrollaban una acción concertada para imponer un pensamiento único, redefinir la justicia, reescribir la historia, crear un nuevo panteón de héroes y villanos, y, en fin, promover a determinadas figuras en el conocimiento y el aprecio públicos, y silenciar y destruir a otras según su conveniencia. Esta minoría intensa se convirtió en mayoría en su espacio de influencia y resultó tan eficaz que desde los ochenta para acá nadie puede reivindicarse como derechista o nacionalista so pena de ser borrado literalmene de la escena; por decisión de esa minoría, los militares fueron todos genocidas, los terroristas fueron todos idealistas, en el 2001 no hubo un golpe de estado, la señora de Bonafini se convirtió en la madre de la que todos somos hijos, y el ministro Cavallo en la encarnación terrena de Lucifer. La mayoría aceptó dócilmente, al menos de la boca que responde encuestas para afuera, esos criterios

Sin el accionar de esa minoría intensa, el kirchnerismo no habría sido posible, o en el mejor de los casos no habría durado más de un mandato, porque la sociedad argentina no lo habría soportado. Y sin el accionar de esa minoría intensa, especialmente en los medios de comunicación, el kirchnerismo hace rato habría quedado relegado a las páginas policiales de los diarios. Esa misma minoría intensa, que apoyó al kirchnerismo en sus comienzos, para abandonarlo cuando ya era indefendible y volverse súbitamente republicana, sigue operando en los grandes medios como de costumbre, y el lector puede ponerle nombre y apellido con un poco de memoria y el auxilio de Google. Sin la agitación de esa minoría intensa, el fallo del dos por uno no le habría importado a nadie (porque en sí mismo carece de otra relevancia que la de atentar contra el relato de la minoría intensa), y la sociedad estaría mucho más escandalizada por la impunidad de los terroristas, que no sólo nunca fueron juzgados sino que, ellos o sus familias, recibieron indemnizaciones y pensiones.

Tal vez al lector le resulte más fácil aceptar que este sistema perverso de discriminación ideológica funcione sin tropiezos en las universidades, que son entes públicos y en general autorregulados, pero se resista a creer que los grandes medios acepten esos procedimientos en sus filas. Sin embargo ocurre así, y por un par de razones: Por un lado, la mentalidad que el periodismo progresista promueve en la sociedad es funcional a determinados intereses, casualmente los mismos que se benefician de los contratos con el Estado, o que reciben del Estado prebendas, protecciones y canonjías (o publicidad), o que están en competencia con otros jugadores, eternamente descriptos en los medios como los malos de la película y contrarios al bienestar general. Por otro lado, hay medios (esto me consta) que buscan deliberadamente un perfil progresista en sus redacciones: el típico zurdito trepador y hambriento de dinero resulta siempre dócil, previsible y fácilmente manipulable. El progresismo es el común denominador de las redacciones. Pruebas al canto: pese a sus conductas reprobables, Hebe de Bonafini y Estela de Carlotto son rutinariamente consultadas sobre temas de derechos humanos; rara vez encontraremos en los grandes medios una entrevista a Victoria Villarruel, primera en hacer visibles con su libro Los otros muertos a las víctimas del terrorismo, ni a Cecilia Pando, que cuestiona la manera como se condujeron los juicios contra militares de la última dictadura, y sólo se la muestra cuando su apasionamiento da pie para pintarla como fanática y desenfrenada.

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La hegemonía cultural de la izquierda, de la cual ya hablé en una nota del 2011, se mantiene plenamente vigente, y el sentido común condicionado por la cátedra y los medios continúa siendo el mismo que se viene consolidando desde los albores del alfonsinismo. Sin embargo, el gobierno que prometió un cambio sigue negándose a dar la imprescindible batalla cultural; en otra nota más reciente advertí que ningún cambio será posible mientras no se quiebre la hegemonía cultural de la izquierda, no con la intención de imponer otra distinta, sino con el propósito más ambicioso, pero también más difícil, de enseñar a la ciudadanía a pensar por sí misma, sin ataduras ni extorsiones, con esa simple y elocuente libertad de conciencia que exhibió el diputado Olmedo para fundamentar su voto.

Tengo que volver aquí al artículo de Palermo que cité al principio, que por diferentes caminos llega a las mismas conclusiones.  “La argumentación política es un componente central de la vida republicana”, dice, “y si se quiere persuadir a la gente, pero contando con su criterio, no puede ser sustituida por la propaganda, la ‘comunicación’ o la generación de ‘sensaciones’. Y para ello hay que antagonizar: hay que identificar adversarios y discutir en el espacio público.” Su plan propone como primer curso de acción “escoger batallas radicales, densas, configurando una adversatividad fuerte. Tomando riesgos. Haciendo blanco en las minorías intensas atrincheradas, defensivas y con poder de veto. Se requiere liderazgo que divida aguas: de un lado, las minorías conservadoras; de otro, la gente y el bien común.”

–Santiago González

Referencias externasCómo combatir el nocivo poder de las minorías intensas, por Vicente Palermo

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