Jueces y fiscales

Tal vez no sólo el gobierno sino buena parte de la opinión pública se hayan sentido sorprendidos por la tremenda repercusión internacional que ha tenido la muerte del fiscal Alberto Nisman. Ocurre que en el resto del mundo, la ley y quienes se ocupan de ella son cosas serias. En cambio, en la vida pública argentina, la justicia es una abstracción remota, una cuestión de leguleyos, picapleitos, y caranchos, en la que los abogados son diestros conocedores de las leyes para saber cómo violarlas, los jueces espían por debajo de la venda, y la justicia se inclina según el peso de los sobornos que se colocan en los platillos de la balanza. Ya en tiempos de José Hernández, en la primavera y flor de nuestra organización nacional, se leen en el Martín Fierro cosas como: la ley se hace para todos, mas sólo al pobre le rige; la ley es tela de araña … pues la ruempe el bicho grande, y solo enrieda a los chicos; la ley es como el cuchillo, no ofende a quien lo maneja. Teníamos todavía fragantes la constitución de Alberdi, teníamos los códigos de Velez Sarsfield, teníamos la letra pero nos faltaba el espíritu. No lo tenían los que debían aplicar la ley, menos iban a tenerlo los que debían obedecerla. El paso del tiempo no hizo sino empeorar las cosas, y nos llevó a esa situación que el jurista Carlos Nino describió como “anomia boba”, en la cual todos hacemos caso omiso de las normas convencidos de que así vamos a sacar ventaja, cuando en realidad todos nos vamos hundiendo cada vez más en unánime caída, como podemos comprobar con sólo echar un vistazo al diario del día. Esta es nuestra excepcionalidad, porque en otras sociedades no ocurre lo mismo. Los jueces y los fiscales, y ni hablar de los magistrados de la Corte Suprema, son figuras tanto o más reconocidas y respetadas que los miembros del ejecutivo o la legislatura. Todos hemos visto a través de la crónica periodística, pero también a través del cine y la literatura, el papel protagónico que en la cultura norteamericana ocupan los miembros del poder judicial, comenzando por el fiscal, el infaltable district attorney, directamente involucrado en las cuestiones que ocurren en su área geográfica de responsabilidad. Hay jueces famosos, como Oliver Wendell Holmes Jr, cuya filosofía y jurisprudencia lo han colocado casi a la altura de los patricios fundadores; procuradores generales famosos, como Robert F. Kennedy, asesinado en 1964 poco después de su hermano John, o como Janet Reno, y sus memorables batallas contra el abuso de menores. En el otro extremo, una sociedad tan parecida a la nuestra como la italiana reverencia a jueces como Giovanni Falcone y Paolo Borsellino, asesinados en 1992 mientras lidiaban contra la mafia, o reconoce al fiscal Antonio di Pietro, y su papel en el resonante caso Mani Pulite (manos limpias) contra la corrupción enquistada en el poder. En la Argentina no tenemos esta clase de héroes civiles, porque raras veces la justicia cumplió con energía el papel de defender al ciudadano contra el abuso de poder, público o privado. Como había visto Hernández, más bien hizo todo lo contrario, empezando por aquella Corte Suprema que le reconoció legalidad al primer gobierno surgido de un golpe de estado. En todo caso lo más parecido a la concepción ideal fueron los jueces y fiscales del proceso a las juntas militares (casi todos los cuales sin embargo se han dedicado posteriormente a empañar ese momento brillante de sus carreras). El año pasado, la sociedad argentina sintió que el fiscal José María Campagnoli estaba de su lado y, aunque no masiva pero sí visiblemente, se movilizó para defenderlo cuando el gobierno intentó desplazarlo de su puesto por investigar casos de corrupción que lo involucraban. Creo que era la primera vez que ocurría algo semejante. –S.G.

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