Invitación al liderazgo regional

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Mauricio Macri no pudo haber recibido huéspedes más generosos. Barack Obama no dejó pasar oportunidad para expresar elogios y reconocimientos al nuevo presidente argentino. Pero también mencionó a otros argentinos, destacados en diversas áreas de la actividad humana. Michelle hizo público su aprecio por la gobernadora María Eugenia Vidal, pero también se acordó de otras mujeres argentinas ejemplares. “¡Al gran pueblo argentino, salud!”, brindó Obama al fin de la jornada. Macri y Juliana respondieron con calidez y reciprocidad esas manifestaciones de buena voluntad. Pero lo ocurrido este miércoles en Buenos Aires no fue un simple intercambio de cortesías: todos, por supuesto, estaban haciendo política. Macri y Obama tienen ante sí una agenda inmediata: el mandatario argentino busca restañar las relaciones con Washington, torpemente dañadas por los Kirchner nada más que para satisfacer el infantilismo de la izquierda local, quiere volver a colocar al país en el radar del comercio y las inversiones estadounidenses, pretende mostrar a la Argentina como un socio regional confiable. Obama, por su parte, busca apuntalar el cambio político operado en el país, el primero en recuperar la salud tras la epidemia populista que azotó la costa atlántica del continente, donde todavía quedan enfermos de cuidado como Brasil y Venezuela. Esto es claro. Pero no es todo.

Lo ocurrido esta semana en Buenos Aires no se agota en la agenda inmediata: se trata de algo más importante, trascendente, algo que apunta a enderezar una historia que había nacido de otro modo, con la maqueta constitucional de Alberdi, inspirada en los textos del Federalista, y los programas educativos de Sarmiento, con maestras normales venidas de Boston, y que después se enturbió y malogró por errores, rivalidades y torpezas de ambas partes, tales como las simpatías argentinas por el Eje durante la Segunda Guerra, y el apoyo estadounidense a las dictaduras locales durante la Guerra Fría. Al despuntar el siglo pasado, los Estados Unidos en el norte y la Argentina en el sur eran los países más poderosos, y más promisorios, del continente; parecían llamados por la historia a liderar su destino. Las dos naciones, nacidas de matrices culturales disímiles, se asemejaban, y todavía se asemejan, en otros aspectos: las dos se forjaron en el credo liberal, las dos poseen una estructura social cosmopolita, las dos son las únicas receptoras netas de inmigración en el hemisferio. Pero en un momento dado, la Argentina extravió el rumbo, y el sur quedó sin liderazgo. Hubo un acercamento alentador durante la presidencia de Arturo Frondizi, el primer argentino en visitar los Estados Unidos (en estos días vimos imágenes de la magnífica recepción que le brindó Nueva York en 1961), que trató primero con Eisenhower y luego, y muy especialmente, con Kennedy. Un golpe de estado desalojó al argentino y una bala puso fin a la vida del estadounidense, la sociedad entre estos dos países quedó trunca, y sus relaciones zarandeadas por los gobiernos a veces mediocres, a veces sanguinarios que se sucedieron luego en ambas naciones. La Argentina se precipitó en una imparable decadencia, y Brasil comenzó a ganar poderío económico y a captar la atención del mundo. Pero…

Si el populismo le hizo perder a la Argentina una década económicamente irrepetible, a Brasil le arruinó la oportunidad de asumir el liderazgo en América del sur, y lo dejó entrampado entre la Venezuela de Chávez y la Argentina de los Kirchner. En este viaje, Obama puso la mira en lo que muchos reprochaban a su país: el aislamiento de Cuba y el desconocimiento de la Argentina como su socio natural en el continente. Más que dar él la razón a los críticos, lo que hizo fue incitar a los dos países a demostrar que los críticos tenían razón. Invitó a Cuba a emprender el camino de la democracia e invitó a la Argentina a ponerse de pie y responder a las expectativas que despertó desde su nacimiento. “Los Estados Unidos están dispuestos a trabajar con la Argentina”, dijo Obama luego de reunirse con su anfitrión. “Bajo el presidente Macri, Argentina está asumiendo su papel de líder en la región”, dijo también. “Macri está marcando un ejemplo para otros países en este hemisferio”. Por la noche, en la comida con que se lo agasajó, Obama elogió a Macri por su intención de “comprometer a la Argentina con la comunidad global, para establecer el liderazgo histórico que ha desempeñado el país a lo largo de los años. Esto es bueno para la región”. Macri respondió que era “el momento perfecto” para semejante reto: “Los argentinos hemos decidido construir relaciones maduras y sensatas con todos los países del mundo. Hacemos hincapié en el diálogo, el beneficio mutuo y las responsabilidades compartidas. Queremos dejar atrás rencores del pasado y mirar al futuro”, dijo, y agregó: “Su visita es un comienzo de relaciones inteligentes y maduras”.

También Obama habló de “un nuevo comienzo”, y acompañó sus palabras con hechos: a la promesa de desclasificar documentos relacionados con la última dictadura militar, al reconocimiento implícito que hizo sobre las responsabilidades de su país en ese sentido, agregó un gesto inesperado: al presentar sus respetos a las víctimas de los atentados contra la embajada de Israel y la AMIA ante el mural que los recuerda en la Catedral metropolitana fue probablemente el primer dignatario extranjero en reconocer de manera tan explícita que la Argentina había sido una temprana víctima del terrorismo internacional.

La visita del mandatario estadounidense deja a Macri fortalecido en el frente interno, al tiempo que lo carga de responsabilidades y expectativas adicionales en la arena internacional. No es algo que Macri tema o rehuya: su temprana y clara toma de posición frente a Venezuela mostró que más bien lo desea. Y liderazgo no es lo que sobra en este mundo. Aunque, en este punto, Obama dejó otra lección. Apenado por el hecho de que, más allá del buen entendimiento logrado con Macri, su propio mandato está por concluir mientras que el del argentino apenas comienza, reflexionó que las relaciones entre los dos países “no están vinculadas a dos líderes” sino que “dependen de nuestros ciudadanos, de las amistades, los vínculos, lazos e intereses comunes que podemos promover”. Un recordatorio sobre los límites del poder, sobre el hecho de que, en definitiva, el dirigente es un promotor, un facilitador, alguien que señala un camino, pero la última palabra la tiene la sociedad civil. “¡Al gran pueblo argentino, salud!”, dijo el visitante. Frases así le dijeron hace un siglo a la sociedad argentina, en las celebraciones del Centenario. Entonces nadie las entendió.

–Santiago González

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