Instituciones

Una nación resulta de la suma de un territorio más un pueblo más las instituciones que ordenan y sostienen todo el conjunto. La soberanía territorial de una nación llega hasta donde llega el imperio de sus instituciones. La soberanía popular de una nación, esto es la libertad de sus ciudadanos, llega hasta donde sus instituciones la contienen y amparan.

El propósito final de las instituciones de una nación es justamente el de servirle de columna vertebral, de esqueleto que mantiene el cuerpo erguido y protege sus órganos vitales. La Argentina declaró su independencia en 1816 pero sólo alcanzó su plena entidad como nación hacia 1880 cuando completó la integración de sus instituciones, su organización.

Institucionalizar no es tarea sencilla. El país soportó más de medio siglo de cruentos enfrentamientos armados e ideológicos hasta que ese debate decantara en una Constitución -la institución máxima-, en un sistema de gobierno, en organismos representativos, en cortes y tribunales de justicia, en códigos y leyes.

Desinstitucionalizar es mucho más fácil. Esto lo sabe cualquiera que haya trabajado en una organización, y visto lo que ocurre, y cuán rápidamente, cuando se prescinde de las normas, se olvidan valores, se relaja la disciplina. Se trate de una empresa comercial, de una escuela, de un club deportivo, el horizonte previsible es siempre el mismo: fracaso y disolución.

No sin cierta arbitrariedad podríamos decir que el primer atentado grave de la Argentina contra sus instituciones fue el golpe militar de 1930. A partir de entonces, el país no hizo más que socavar poco a poco su institucionalidad. Una auténtica política de estado que no sufrió interrupciones bajo ningún gobierno, haya sido civil o militar, liberal o populista.

La reciente moratoria anunciada por el gobierno para los que evadieron impuestos y mantienen en el exterior capitales no declarados es un gran paso adelante en el camino de la destrucción de las instituciones nacionales, inmediatamente precedido por la violación del derecho de propiedad con el saqueo de los fondos previsionales.

Estas decisiones se justificaron públicamente invocando un supuesto bien común superior: ante una crisis internacional que amenaza con paralizar la economía, el gobierno se hace de fondos por todos los medios posibles para inyectarlos luego en el mercado y mantener un nivel de actividad que morigere el impacto de esa parálisis.

El argumento equivale a decirle a un paciente que para evitarle los sufrimientos de una úlcera gástrica le van a pulverizar una parte del esqueleto a fin de mantenerlo en posición recostada, que es la que le alivia el dolor. El efecto inmediato puede ser positivo a los fines descriptos, pero a largo plazo y en términos de la salud general del enfermo es un despropósito.

En el caso de la moratoria, y según los especialistas, los efectos beneficiosos son dudosos; en cambio los perjuicios de largo plazo son ciertos: destrucción de la igualdad ante la ley, distorsión del imprescindible sistema de premios y castigos, bastardeo del concepto mismo del impuesto, que está en la base del contrato social entre pueblo y gobierno.

El proyecto tira a la basura el trabajo realizado por los cuerpos de inspectores y especialistas de los organismos estatales recaudadores, que supone rastrear el deliberadamente enmarañado camino que sigue el dinero para eludir sus obligaciones.

Con el mismo efecto desmoralizador, desprecia el trabajo de los fiscales que parten de esas investigaciones para llevar a los evasores al banquillo. Según fuentes citadas por la prensa, unas 2.000 causas pendientes podrían caer por efecto de este perdón generalizado.

Como ha señalado el economista Raúl Cuello, la moratoria es por añadidura enormemente regresiva, ya que sólo beneficia al segmento más rico de la sociedad en perjuicio de sus estratos más pobres, que no pueden rehuir el pago del IVA sobre los artículos de primera necesidad que conforman su canasta de consumo.

En cuanto a la repatriación de capitales, el planteo es paradójico. Mediante una medida que afecta el sistema institucional se procura atraer fondos que se fueron justamente huyendo de la incertidumbre que provoca la continua manipulación de las leyes. La oportunidad probablemente atraiga esos dineros desesperadamente necesitados de una limpia presentación en sociedad.

El actual gobierno ha sido particularmente eficaz en la ejecución de esa política de estado que es la destrucción de las instituciones, empezando por la institución presidencial, reducida a un raro teatro de títeres donde el titiritero, lejos de ocultarse, se asoma divertido por encima del escenario para que todos vean cómo manipula a Colombina y humilla a Arlequín por sus travesuras.

La cuestión de las instituciones no es una cuestión menor, no es un tema de políticos o de abogados. Las instituciones son las que aseguran la soberanía de nuestro país y nuestra libertad como ciudadanos. Sin instituciones, la soberanía nacional y la libertad personal están en riesgo. Defender las instituciones es defender la soberanía y la libertad.

En su fugaz paso por la vida política el juez Julio Cruciani dejó una frase que solía repetir en todas sus intervenciones de campaña, y que vale como una lección: “La Constitución es la mejor defensa que tiene el ciudadano común”. La Constitución, justamente, es la piedra angular de nuestra vida institucional.

Cualquiera que haya trabajado en una organización sabe lo fácil y rápido que se viene abajo cuando su institucionalidad se resquebraja. Y también sabe lo arduo que resulta volver a poner estructuras en pie y valores en vigencia, restablecer la cultura interna, el espíritu de cuerpo.

Esa es la tarea que los argentinos tendremos por delante cuando finalmente nos hayamos convencido de que ahí está nuestro problema, y de que por ahí vendrá la solución. Cuanto antes lo hagamos, mejor.

–Santiago González

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