El arco de San Marcos

Amendolara es una pequeña comuna calabresa volcada sobre el mar Tirreno donde las duras condiciones de vida en el siglo XIX provocaron una fuerte corriente emigratoria hacia la Argentina. Los que partían se despedían de los suyos y de sus paisajes bajo el arco de San Marcos, que alguna vez sirviera de portal al predio de una familia poderosa de la zona.

Buena parte de esos emigrantes se establecieron en el oeste de Lanús. Hace unos días, en una plazoleta del lugar, los nativos de Amendolara y sus descendientes inauguraron una réplica del arco de San Marcos, un homenaje a su particular epopeya tejida con el dolor de la separación y el sacrificio del trabajo y el arraigo.

Desde temprano, bombas de estruendo anunciaron el acontecimiento. La banda municipal estrenó con bastante acierto unos acordes inconfundiblemente italianos. Hablaron autoridades de Amendolara, funcionarios consulares, y el intendente de Lanús. Los discursos fueron indistintamente en castellano o italiano, lo que no pareció ofrecer problemas a la concurrencia.

Unas cámaras de televisión registraban lo que ocurría en el pequeño palco montado para la ocasión y en los ojos húmedos de varios asistentes. Algunas de esas imágenes irán a formar parte de un documental italiano que narrará la historia de estos emigrantes, centrándola en la persona de uno de ellos que llegó a la Argentina cuando tenía 14 años.

La nostalgia calabresa no es la única que campea por el lugar. En menos de diez cuadras a la redonda de esa plazoleta, ahora llamada Amendolara, hay un colegio alemán, un salón donde ensaya el coro húngaro, y una iglesia donde se puede escuchar misa en polaco. Las calles del barrio tienen nombres como Ucrania o Armenia, mezclados con los de héroes y batallas de la guerra del Paraguay, y el del sindicalista José Rucci.

Esta zona de Lanús conoció su mejor época durante la década de 1960, cuando el proyecto desarrollista de Arturo Frondizi alentó el brote de miles de talleres mecánicos y metalúrgicos en todo el gran Buenos Aires. Muchas curtiembres, y grandes fábricas hoy desaparecidas como Campomar, Surrey o Galileo, brindaban oportunidades de trabajo adicionales a una población optimista y con ganas de progresar.

Después empezó la decadencia, que tocó fondo durante los noventa, cuando el paisaje se convirtió en un triste agregado de fábricas cerradas, frentes descuidados, y galpones en alquiler. Las grandes plantas no han vuelto, pero varias empresas medianas en las áreas de metalurgia, plásticos, cueros y calzados lograron sostenerse. La crisis abre ahora nuevas incertidumbres.

El barrio en su conjunto sintetiza el mejor logro de la Argentina como fenómeno histórico, eso que puede mostrar al mundo con orgullo: la milagrosa convivencia en armonía de gentes de todas las lenguas, de todos los orígenes, de todos los credos, hermanados en un laborioso destino argentino.

Pero también exhibe su mayor fracaso: la incapacidad para cristalizar esa experiencia única en instituciones sólidas y perdurables, de modo que el esfuerzo fructifique en la perseverancia y la convivencia se proyecte en comunidad, en ciudadanía. La anomia desalienta y entristece, agobia, socava la cohesión social.

Tres de cada cuatro argentinos tenemos un arco de San Marcos a nuestras espaldas. Aunque no lo advirtamos, llevamos en las venas el dolor de la separación, la nostalgia de un indescifrable paraíso perdido, la memoria atávica de otros ritmos, otros paisajes, otras lenguas, que aflora en cualquier momento, sin aviso, y nos llena de inexplicable zozobra.

Los asistentes al acto de la plazoleta Amendolara son una parte de esa aventura singular. Han recorrido toda la escala de las viscisitudes humanas, y ahora están aquí evocando los comienzos. Escuchan los discursos en silencio emocionado. Estallan unos petardos y una lluvia de minúsculas banderitas de papel, argentinas e italianas, cae sobre ellos.

El síndico de Amendolara acaba de referirse en su discurso a la “espléndida Argentina”, sea por cortesía, sea porque su biblioteca necesite remozarse. Cada uno hace su propia interpretación de la frase, y se la guarda para sí.

La reunión llega a su fin. La banda recorre segura los acordes del himno nacional, y avanza desenvuelta cuando le llega el turno a la canción patria italiana. Hay quienes pueden corear las dos letras. Pero en el ambiente flota una cierta perplejidad, como si la concurrencia debiera decidir cuál de esas melodías la representa, y no encontrara la respuesta.

Al retirarse, algunos echan una última mirada a la réplica del arco que una vez atravesaron con una mezcla de miedo y esperanza. Advierten sin quererlo, casi a su pesar, que el arco es también una puerta abierta a que sus hijos o sus nietos emprendan el camino inverso.

–Santiago González

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