Generaciones

Los historiadores los mencionarán como la generación del Bicentenario, para simplificar las cosas. Más apropiado sería describirlos como la generación de los Bicentenarios.  Sus integrantes comenzaron a asomar y reconocerse entre sí en los alrededores del 2010, y llegaron al poder para dar los primeros pasos en el 2016. Que constituyen una generación aparte es algo que salta a la vista: hablan, se visten y se mueven de la misma manera, en parte al menos porque muchos de ellos fueron a los mismos colegios, frecuentaron círculos similares, practicaron deportes parecidos. Hasta para el ciudadano más desprevenido resulta claro que representan otra cosa, que poco tienen que ver con la política tradicional. Aunque varios han pasado ya por el gobierno de la ciudad, pocos o ninguno se criaron en el comité o en las agrupaciones universitarias, tradicionales incubadoras de políticos tradicionales. Provienen de canteras distintas, como la empresa privada, las organizaciones no gubernamentales, los centros de estudio y pensamiento. Enfrentan ahora un desafío más grande que cualquier cosa que hayan podido imaginar: reconstruir un país devastado tras décadas y décadas de incompetencia, corrupción y violencia. La historia no sólo les pondrá un nombre sino que también les llevará la contabilidad, anotando con prolija caligrafía en las columnas del debe y el haber. La llave del éxito o el fracaso está en sus manos. Es cierto que muchas cosas dependen de las circunstancias, pero no hay circunstancia que se resista al poder de la pericia y la convicción. El buen marinero sabe acomodar las velas para que el barco avance incluso impulsado por vientos adversos. La generación que se hizo cargo del gobierno en diciembre demuestra tener convicción; sobre su pericia es imposible hablar al cabo de apenas dos meses en los que campearon la ingenuidad y el voluntarismo, típicos de los novatos. Cuatro años largos hay por delante, cuatro años que permitirán decir si esta generación cumplió la misión que el destino puso en sus manos o no estuvo a la altura. Si fue una generación seminal, como la Generación del 37, o una generación ejecutiva, como la Generación del 80. Me inclino por esta segunda opción.

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Es un hecho que los hombres y mujeres con vocación de servicio que componen esta generación comenzaron a reconocerse y aglutinarse tomando como referencia, como piedra de toque, la figura de Mauricio Macri. A Macri y su Propuesta Republicana se le deben los espacios en los que comenzaron a reunirse y conocerse, y se le debe la estructura que les permitió llegar al gobierno. A pesar de ello es difícil pensar en Macri como en un líder, como una de esas personalidades carismáticas cuya propia voluntad atrae y coordina las voluntades de los demás. Macri une, organiza, orienta, se muestra más como un facilitador que como alguien que impone, o se impone. En comparación con su predecesora –gritona, escandalosa, habitante permanente de los medios–, Macri parece casi ausente. Sus primeras semanas de gobierno lo han mostrado tan contenido que uno tiende a pensar que está haciendo un esfuerzo para no parecerse al estereotipo de su figura promovido por sus enemigos políticos: Macri, el derechista autoritario, represor, generoso con el capital e inflexible con el trabajo. Ese estereotipo, digamos, resulta cada vez más difícil de sostener: el neoliberal Macri optó por el gradualismo económico para evitar sufrimientos a la gente más vulnerable, el peronista Eduardo Duhalde saqueó en el 2002 los ahorros de la gente y le dio la plata a las empresas; el noventista Macri multiplicó por seis las tarifas de electricidad para los porteños cuyo voto lo lanzó a la escena nacional; la populista Cristina Kirchner subsidió innecesariamente durante sus dos mandatos las tarifas de los sectores pudientes de la capital para que la votaran. La actitud medida, equilibrada, sobria,de Macri es un alivio, después de doce años de arbitrariedades y locura. Macri debe saber, sin embargo, que hay momentos cuando el buen diálogo no alcanza y en los que es necesario tomar decisiones, ejercer liderazgo, incluso ser arbitrario, muchas veces contra el consejo de los propios. Ése es el momento en que el lider muestra de qué pasta está hecho: afortunadamente para todos, las circunstancias no lo han puesto todavía a Macri frente a tamaño reto.

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Hablamos al principio de un cambio generacional en la dirigencia argentina. Hay un cambio paralelo en la ciudadanía argentina. Llegó a la mayoría de edad política la que probablemente sea la primera generación nacida y criada en un mundo globalizado, digitalmente conectado, culturalmente sin fronteras geográficas, y crecientemente sin fronteras lingüísticas. Un mundo si se quiere más liberado del peso de la historia y lo permanente, pero más esclavo del presente y lo transitorio. Esta generación, a la que el kirchnerismo pretendió retrasar hacia los setenta, infructuosamente por suerte, es la que dió el triunfo a Macri y es la que cada vez parece más encantada con su gobierno, cuya imagen positiva ha tenido, de un mes a otro, un alza del 75 por ciento. Esta generación piensa de otro modo, siente de otro modo, cree de otro modo. Esto es muy claro para mí, que no pertenezco a ella y no dejo de asombrarme por la diferencia de mentalidades. Más que un fin de ciclo, estamos atravesando un fin de siglo. Las fechas del almanaque son universales, y por lo mismo necesariamente arbitrarias. Algunos países ingresaron al siglo XXI, sea lo que fuere lo que eso significa, mucho antes de que despuntara el nuevo milenio; otros, como el nuestro, nos demoramos quince años. Como sociedad estamos entrando al siglo XXI, y tal vez eso explique todo.

–Santiago González

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