El precio de los alimentos

A lo largo del último trimestre del año pasado era posible hacer las compras básicas del supermercado obteniendo rebajas de entre el 20 y el 40 por ciento sobre los precios marcados. Se necesitaba cierta ingeniería para combinar los descuentos de las tarjetas con los de las marcas y los del supermercado, pero era posible, especialmente para quienes no tenían que cargar el changuito apresuradamente y podían darse tiempo para la especulación. La gran pregunta era, naturalmente, qué márgenes de ganancia tenían los fabricantes y los minoristas para poder ofrecer semejantes rebajas. A nadie se le habría ocurrido pensar que vendían a pérdida. La gran respuesta era, también naturalmente, que el precio rebajado era el precio real del producto, que el precio en góndola era el precio inflado en previsión de la gran devaluación que se anticipaba, y que la rebaja absorbía ese aumento preventivo para asegurar el nivel de ventas hasta que llegara la corrección cambiaria. Este razonamiento, evidente para el comprador más o menos avisado, fue el mismo que hicieron quienes ahora tienen a su cargo la conducción de la economía. Alfonso Prat Gay, todavía en plena campaña, advertía que la mayoría de los precios se habían acomodado a la espera de un dólar a 15 pesos, y que por lo tanto una devaluación de hasta el 50 por ciento no iba a tener mucho impacto en las góndolas. Cambió el gobierno, la cotización del dólar se ubicó entre los 13-14 pesos, pero los precios siguieron subiendo, y la ofertas se evaporaron con el calor estival. El índice favorito de este sitio, el frasco de mermelada Arcor, que durante la convertibilidad costaba un peso (un dólar), se vende ahora a 25 pesos. ¿Será éste el valor del dólar que el mercado considera razonable? ¿O acá está pasando otra cosa?

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En mi primera visita a Nueva York, a comienzos de la década de 1980, me sorprendió lo cara que era la comida en comparación con la tecnología: una hamburguesa corriente costaba lo mismo que un disco compacto, algo que resultaba inconcebible para un porteño de la época. Por esos años, los discos compactos eran la última novedad, y en Buenos Aires costaban una fortuna, incluso en comparación con un especial de crudo y queso en pan francés, manjar ahora en vías de extinción que le ganaba a la hamburguesa por varios cuerpos. En la Argentina la comida siempre había sido más barata que la tecnología, cosa que parecía razonable dado que nosotros somos productores de alimentos, y la tecnología debemos importarla, por lo menos la más moderna. Treinta y tantos años después estamos aquí como entonces en Nueva York: la comida es más cara que cualquier chirimbolo electrónico. Y no se me diga que la tecnificación y la globalización de la producción y de los mercados bajaron los precios de los productos industriales porque en la Argentina pagamos por el mismo objeto fabricado en China cinco o seis veces más que lo que pagan los norteamericanos. Recalculando: en la Argentina, la comida es más cara que cualquier chirimbolo electrónico caro. Esto quiere decir que hubo un reacomodamiento estructural (no coyuntural, como podría ser el caso de las expectativas cambiarias) del precio de los alimentos en relación con otros precios. En un país que se define como productor de alimentos, la comida es cara, más cara incluso que en países con otro perfil productivo, como lo han mostrado varias notas periodísticas que compararon precios en supermercados de aquí y de afuera.

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El aumento del precio de los alimentos coincide con dos fenómenos que arrancaron en la década de 1990: la concentración en pocas manos de la industria alimentaria y el paso de esos grupos concentrados mayoritariamente a manos extranjeras, y la concentración del comercio minorista y el paso paralelo de esos grupos concentrados mayoritariamente a manos extranjeras. El aumento del precio de los alimentos se vio acompañado además por un deterioro sustancial de la calidad, cosa que puede atestiguar cualquiera con cierta memoria gustativa. Los supermercados y los grandes grupos productores funcionan con aceitada articulación, como si fueran un único megagrupo integrado verticalmente; tienen el poder de fijar los precios a su antojo, y de hecho lo hacen. Más allá de la competencia que ponen en escena con su grandes avisos del fin de semana, todos ofrecen más o menos los mismos productos a más o menos los mismos precios.

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Para corregir hacia arriba el precio relativo de los alimentos, esos grupos concentrados de producción y comercialización han aprovechado las situaciones inflacionarias o de crisis, cuando ya nadie sabe cuánto vale nada y sucumbe a la hipnosis de los precios que aumentan sin prisa y sin pausa. Dieron el primer salto tras la salida tumultuosa de la convertibilidad, favorecidos luego por el dinero de cotillón que el kirchnerismo ponía en el bolsillo de la gente, y están dando un nuevo salto ahora, en otro momento de confusión. ¿Veinticinco pesos, casi dos dólares, por un frasco de mermelada saturada de jarabe de maiz? ¡Vamos!

–Santiago González

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