Escándalos

Dos escándalos, uno tras otro. Y aún puede sobrevenir un tercero. Las élites gobernantes están desconcertadas. Creían tener la opinión pública amarrada en un puño, con las seguridades que les daban sus bien remunerados encuestadores y armadores de focus groups, y tan pronto le dieron al público la oportunidad de expresar su opinión les salió el tiro por la culata. En países de culturas y tradiciones tan distintas como el Reino Unido y Colombia, y sobre cuestiones tan disímiles como la pertenencia a un bloque económico o un acuerdo de paz con insurgentes internos, los ciudadanos le dijeron no a las propuestas sensatas y políticamente correctas del habitual triunvirato político-económico-mediático. No creyeron en las edulcoradas promesas con que venían acompañadas, ni en los castigos infernales que sobrevendrían si se las desoía. Creyeron más bien en su propio sentido común, un grosero instrumento de análisis a juicio de las élites pero que los pueblos tienen bien aguzado porque de su buen empleo cotidiano depende su supervivencia, nada menos.

Como en el Reino Unido, en Colombia la reacción primera de la dirigencia es temperamental, de irritación: “Esos ignorantes votaron contra sus propios intereses, son tan torpes que ni siquiera saben lo que les conviene”. Le sigue una segunda etapa, que es la de la autoridad desafiada: “Esos insolentes se atreven a cuestionar la inteligencia, el conocimiento y el buen juicio del que somos depositarios naturales”. Viene después el momento del desconcierto: “¿Cómo pudo ocurrir algo así…?” El problema con los integrantes de la santísima trinidad político-económico-mediática es que se alimentan entre sí, se ratifican en sus convicciones y terminan confundiendo, como solía decirse por aquí, la opinión pública con la opinión publicada: creen que la gente piensa como los “formadores de opinión” le dicen que piense (probablemente porque eso es lo que ellos mismos hacen respecto de sus propios gurúes). Ocurre con esas élites que raras veces viven fuera de sus ámbitos cerrados donde la primera norma para progresar es pensar como todo el mundo y nunca aventurar opiniones disonantes. Creen que fuera de la empresa, el parlamento, la academia, la redacción o el barrio cerrado las cosas son más o menos iguales. Se olvidan del principal “formador de opinión” que es la vida misma, la intemperie, la calle: la experiencia. Si alguien se los recuerda, rechazan la interpelación como “populismo antiintelectual”. Como les resulta inaceptable la idea de que la gente pueda tener sus propias opiniones sobre las cosas, la reacción de las élites termina, cuarto momento, en la atribución de su derrota a una suerte de ángel caído, a algún miembro de la misma élite que por alguna razón tomó el camino del mal y ahora los pone a prueba, llámese Nigel Farace o Álvaro Uribe Vélez, cuyos poderes de persuasión, claramente inspirados por el Maligno, han demostrado ser más poderosos que los suyos.

Recordemos que ni David Cameron ni Juan Manuel Santos estuvieron obligados a llamar a consulta pública, lo hicieron confiados en que la opinión de la élite prevalecería por su propio peso específico. Como dijimos en otra nota, el sistema político-económico-mediático convoca habitualmente a elecciones para renovar la comisión directiva, pero raras veces llama a consulta sobre sí mismo: movido por la arrogancia o la imprudencia lo hizo en los dos países que mencionamos, y no esperemos que la experiencia vaya a repetirse en otros lugares. Las élites occidentales no son tontas y ya aprendieron la lección. Digamos que no le gustan los escándalos.

–Santiago González

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3 opiniones en “Escándalos”

  1. La arrogancia no viene sola, en ocasiones se combina con la incapacidad de decidir del político. Esta moda de los plebiscitos o referendum también es una forma de lavarse las manos. Pretenden que la gente se haga cargo del desgaste de imagen por las posibles consecuencias desafortunadas. Liderar no es sólo mandar, es aceptar el peso de ciertas responsabilidades. Dichas elites están demasiado cómodas como para hacerlo.

    1. Muy cierto lo que Ud. apunta. De todos modos, en cuestiones como éstas o como las que se discutieron en Escocia o Cataluña, en las que está en juego el contrato mismo que liga a una comunidad, la consulta popular me parece prudente.

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