Ernesto Sabato (1911-2011)

La obra de Ernesto Sabato, desplegada a lo largo de medio siglo, expresa por un lado la perplejidad y la angustia de un humanista occidental, de cuño liberal y cristiano, ante las vertiginosas y violentas transformaciones engendradas en el seno mismo de esa cultura y cuya dirección parece apuntar inexorablemente hacia la destrucción de sus propios supuestos.

Por otro lado, atestigua el tironeo entre el mundo luminoso, ordenado, previsible, del racionalismo y los acuciantes reclamos de las pulsiones irracionales, imprevistas, oscuras, violentas, aterradoras, fuera de gobierno desde que la abolición de la dimensión sagrada en la cultura impide procesarlos de una manera socialmente aceptable, por ejemplo a través del mito.

Y por fin, su obra refleja en otro plano el desconcierto y la ansiedad de un argentino de clase media, ilustrado y preocupado por los asuntos públicos, que asiste impotente a la decadencia de un país sin rumbo, que marcha de frustración en frustración, agobiado por reyertas tan superficiales como inacabables, incapaz de ponerse de acuerdo sobre su pasado ni sobre su futuro.

Estos tres órdenes dominantes en las preocupaciones de Sabato aparecen, simbólica o discursivamente, tanto en sus tres novelas —El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961), y Abaddón el exterminador (1974)–, como en sus libros de ensayos, principalmente Uno y el Universo (1945), Hombres y engranajes (1951), Heterodoxias (1953) y La resistencia (2000).

En El túnel la trama se desenvuelve en el plano de la subjetividad (“en todo caso, había un sólo túnel, oscuro y solitario: el mío.”), en Sobre héroes… se asoma además al escenario nacional, tanto geográfica como temporalmente, y en Abaddón… se vuelca al gran teatro del mundo. Lamentablemente, la narrativa de Sabato pierde densidad al paso que gana en ambición.

Pero es seguro que la atormentada obsesión de Juan Pablo Castel por María Iribarne, que hace la historia de la primera novela, y el alucinante descenso a los infiernos de Fernando Vidal Olmos, en el “Informe sobre ciegos” de la segunda, perdurarán entre las mejores páginas de la literatura argentina, y entre las mejores expresiones literarias del existencialismo filosófico.

Esa contribución no parece guardar proporción con el espacio que Sabato mereció en la prensa argentina a lo largo de su carrera. Incorregiblemente vanidoso, el escritor permitió que los medios lo banalizaran hasta la exasperación a fuerza de reportajes, de prematuras inclusiones en el panteón literario nacional, y de la instalación de un improbable dilema: Borges o Sabato.

Clarín lo despide hoy como un “ícono de la cultura popular”. Si la frase quiere decir algo, se debe a que durante casi todos los ochenta y los noventa, cuando los productores de algún programa periodístico necesitaban hacer hablar a la “cultura”, llamaban a Sabato. La cultura popular parece necesitar de un viejo que pueda ser considerado más allá del bien y del mal.

Debe reconocerse, en ese sentido, que Sabato guardó una saludable coherencia y una fidelidad a sus preocupaciones fundamentales que se mantuvieron a lo largo del tiempo. Eso le permitió permanecer al margen de las dos mayores alucinaciones colectivas que arrastraron a los argentinos a fines del siglo pasado: la revolución en los setenta, el mercado en los noventa.

Ideológicamente, Sabato partió del marxismo (durante su época de estudiante de física), para abrazar luego las filosofías existenciales (al abandonar la ciencia para embarcarse en una aventura artística y literaria que abrevó en el surrealismo), y desembocar en un anarquismo social o un socialismo entre utópico (Proudhon) y cristiano (Mounier).

Sus inquietudes filosóficas, vertidas en los ensayos, evocan las del rumano Emile Cioran, incluso en la manera casi aforística de exponerlas. Ambos escriben, podría decirse, desde los suburbios de Europa, pero entre las muchas cosas que los distinguen quizás la mayor esté marcada por la distancia. Sabato es americano, Cioran está mucho más cerca del corazón de occidente.

A diferencia del rumano, a Sabato no le pesan ni la historia personal (su infancia en Rojas es recordada siempre con nostalgia) ni la historia nacional (épicamente cantada en el Romance de la muerte de Juan Lavalle); más aún, son los pequeños detalles de esa historia los que le dicen que otra sociedad es posible. Para Cioran, la historia, en cualquier dimensión, es una maldición.

Ambos escritores comparten sí un pesimismo esencial sobre el destino de occidente, una visión apocalíptica sobre las tendencias desatadas simultáneamente por la ciencia, la técnica, el capitalismo y la mundialización. Pero los dos guardan secretas esperanzas, que revelan en el hecho mismo de escribir. “Recuerde: mis libros pueden hacer despertar”, advirtió el rumano.

El argentino, por su lado, dejó en La resistencia una suerte de testamento filosófico, que de alguna manera recoge sus temas de siempre pero vistos desde el extremo de la vida. En cinco cartas y un epílogo expone con toda crudeza su decepción, su angustia y su visión negativa sobre la evolución de las sociedades en general, y la argentina en particular.

Su última esperanza parece residir en una confianza intuitiva en la naturaleza humana, en una fuerza que nace de ese inquietante substrato oscuro en el que se adentró con sus ficciones, y de la que espera una re-ligión del hombre con la naturaleza, un renacimiento de la sacralidad y el mito, una revitalización del arte.

“El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria”, dice al término de su quinta carta, en una frase que suena a un tiempo como proclama revolucionaria y profesión de fe.

–Santiago González

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6 opiniones en “Ernesto Sabato (1911-2011)”

  1. Siento que la reseña sobre Sábato es un itinerario rico y balancedo, por alguien que lo ve desde afuera y desde adento al mismo tiempo. Me llama la atención, sin embargo, que no incluya un comentario sobre su rol en la CONADEP.
    La labor de la comisión fué absolutamente oportuna: fué el primer registro de lo atroz, y la labor de Sábato (recuerdo), con esa agonía afectiva que siempre lo caracterizó, fué decisiva; o, para usar la palabra que elegí, oportuna. Porque ¿quién hubiera podido ocupar ese rol (dejando la vanidad aparte, que siempre se cuela en las relaciones humanas) en un momento político en el que el principal partido de oposición escatimaba apoyo y acababa de reconocer – poco tiempo antes – la “autoamnistía” del grupo militar? No recuerdo que hubiera muchas “personalidades” a mano…
    No escribo con ánimo polémico sino porque me interesa conocer su visión.

    1. Le agradezco su comentario, que me permite salvar la omisión que usted justamente señala. La nota se centró en la figura de Sabato como escritor y pensador, que es lo que en definitiva habrá de perdurar. Con la responsabilidad y el coraje cívicos demostrados al participar en la CONADEP, Sabato tuvo la oportunidad de respaldar en los hechos los valores y las creencias sostenidas como escritor y pensador, incluso en el prólogo que escribió para el informe Nunca más, ahora repudiado por quienes hicieron de los derechos humanos un negocio. Estaba convencido de ser una autoridad moral en el país, y el país le ratificaba esa convicción, que lo llevó tanto a aceptar erróneamente un convite del dictador Jorge Videla como a ponerse valientemente a la cabeza de la comisión sobre desaparición de personas. Como usted dice, no abundaban los nombres para ocupar ese lugar.

  2. Interrogado sobre la muerte de Sábato en el Canal 26, José Pablo Feinmann respondió:
    –Es un asunto menor. Pregúntenmé sobre Juan Carlos Pugliese.

    1. ¿Alguna vez escuchó a Feinmann hablar bien de alguien? Mejor dicho, ¿alguna vez escuchó a Feinmann hablar de alguien? Feinmann sólo habla, escribe y tararea sobre sí mismo.

  3. A poca distancia de Viñas y, por supuesto, muy diferentes entre si, ambos han dicho lo suyo.

    En uno de los últimos reportajes, diciembre 2010, Viñas sostuvo que el escritor argentino debía tomar conciencia de que “ahora se escribe para una cofradía”.

    Triste, pero realista.

    1. Viñas puede tener razón en ese punto, pero yo me preguntaría si no es por propia decisión que los escritores argentinos escriben para una cofradía. Gracias, Abel, por su comentario.

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