El ocaso de la clase política

Nota de archivoPublicada originalmente en el diario Perfil.

Los políticos no están bien vistos en ninguna parte del mundo. Poca gente les presta atención, y los que les prestan atención no les creen. La opinión prevaleciente los muestra como personas indolentes en el mejor de los casos, corruptas en el otro extremo: o bien viven de los dineros públicos sin hacer nada, o bien aprovechan de su posición para llenarse los bolsillos.

¿Se justifica esta percepción? Por lo pronto, hace rato que los políticos no tienen nada interesante que decir. Cada tantos años repiten sus rutinas proselitistas de promesas y consignas, que nadie toma en serio ni movilizan a nadie. Orientan su discurso según las encuestas, y no le hablan sino a las cámaras. La gente los ve por televisión, y define sus preferencias por criterios tales como la simpatía, la rapidez para responder preguntas, o la ropa.

Todos perciben que el mundo ha cambiado aceleradamente en las últimas décadas, pocos piensan que los políticos han tenido que ver con esos cambios. Momentito, me dice alguien: Reagan y Thatcher. Es cierto. Ambos líderes entonaron el canto del cisne de la política. Salieron a escena, soltaron a los cuatro jinetes de la globalización, e hicieron mutis llevándose a toda la clase con ellos.

Las pantallas de Reuters hicieron de los mercados el mercado. Las cámaras de la CNN contrajeron el mundo a las pulgadas de un televisor para mostrar todos sus rincones interminablemente en vivo. Microsoft impuso a millones de personas en los cinco continentes la rutina de iniciar su jornada de trabajo pulsando el botón Start o su equivalente en la lengua indígena del caso. La red Internet, finalmente, puso virtualmente a todos en contacto con todos, sin intermediarios ni portavoces, sin líderes ni reglamentos, sin fronteras.

Esos cuatro factores, como ningún otro, definieron esta globalización de fines de siglo, al margen y a pesar de los políticos, que finalmente debieron plegarse a ella. No sólo eso: en su infinita astucia, se han apoderado ahora de la palabra para convertirla en la más formidable superchería a escala mundial después de los Sea Monkeys, comodín para encubrir la falta de ideas cuando no formidables negociados.

Los políticos han quedado así a la zaga de los acontecimientos y de los cambios que se suceden en el mundo, apabullados y desorientados por ellos. Todas las legislaciones referidas a los cuatro jinetes, en cualquier parte del mundo, han sido post facto. Los políticos no fueron capaces de preverlos, y cuando finalmente los advirtieron y de algún modo los entendieron, ya otros habían tomado las decisiones por ellos.

En realidad, esa fue la sabiduría de Reagan y Thatcher: una vez que derribaron la Cortina de Hierro y dejaron sentadas las bases del Mundo Uno, sintieron que ya no les quedaban decisiones por tomar, que cualquier decisión que tomaran no haría sino empeorar las cosas, y que lo mejor era abstenerse y dejar la historia en manos de ese nuevo ente que como Dios es invisible pero está en todas partes, como Dios tiene designios inescrutables, y como Dios premia y castiga con ira justiciera: el mercado.

Así las cosas, uno puede entender muy bien el desasosiego de los políticos. Si el mercado toma las decisiones importantes, si ya no tiene sentido imaginar mundos posibles y capturar la imaginación de los otros con una visión poderosa, si todo lo que queda es legislar sobre la ubicación de los travestis y la suciedad de las veredas, es casi humano que los políticos abandonen toda pretensión más o menos ambiciosa, y se dediquen a disfrutar de los beneficios adicionales de sus funciones, con un ojo en la Ferrari y el otro en las pasantes.

Y conociendo las debilidades de la especie, no es de extrañar que alguno se sienta tentado de recibir un plus por usar de su poder para dar un toquecito aquí y otro allá al mercado a favor de algún generoso solicitante.

Pero, ¿no hay otro lugar para la política que las cuestiones municipales más o menos honestamente manejadas, esto que ahora se llama “buen gobierno”?

Alguien anunció hace un tiempo la muerte de Dios: ahora sólo nos quedan los fundamentalismos. Tras la maldición de Fukuyama, los políticos que levantan la voz para indicar el camino parecen siempre señalar para atrás y suenan como energúmenos, fanáticos o marginales. La estatura de estadista, como meta de su ambición, se disuelve junto con la noción de Estado, que la contiene. ¿El poder delegado vuelve a las manos de cada uno? En todo caso, esa es la última esperanza.

A fin de cuentas, el mercado es también la plaza, lugar de intercambio de bienes, pero también de ideas. Un ágora donde resolver la cuestión del poder.

–Santiago González

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