Una cuestión de poder

Nota de archivoPublicada originalmente en el diario Perfil. El Tribunal Penal Internacional entró en funciones en el 2002 y hasta ahora se ha ocupado de cuatro casos originados en Uganda, Congo, República Centroafricana y Darfur. China, Rusia, India y los Estados Unidos lo desconocen.

La idea de crear un tribunal internacional para juzgar a los autores de crímenes contra la humanidad, sin que éstos puedan ampararse tras de fronteras protectoras o indultos conseguidos más o menos a punta de pistola, es sin duda una buena idea. De concretarse, significaría un paso adelante en la conciencia moral del mundo.

Demasiado bueno para ser cierto.

Porque en definitiva todo es, siempre, una cuestión de poder.

Uno puede imaginar fácilmente en el banquillo de los acusados a cualquiera de nuestros sanguinarios villanos latinoamericanos, a cualquier desaforado dictador africano, a cualquier fanático centroeuropeo empeñado en corregir fronteras.

Pero resulta menos sencillo concebir a Reagan rindiendo cuenta por sus acciones criminosas en América central, o a Bush por su tan cruento como injustificado bombardeo de las barriadas populares panameñas.

El modelo que los inspiradores de la idea esgrimen es Nüremberg. Un modelo ejemplar: “Si determinadas acciones y violaciones de tratados son crímenes, siguen siendo crímenes los cometa Estados Unidos o los cometa Alemania. No pretendemos sentar en contra de otros una regla de conducta criminal que no estemos dispuestos a aceptar que sea invocada en contra de nosotros”, dijo Robert Jackson, juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos, al hablar en aquel tribunal histórico.

Esas palabras, casi como una ironía, presiden las actas del Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra fundado por Bertrand Russell para investigar las violaciones de los derechos humanos cometidas por los Estados Unidos en Viet Nam, otro de los grandes genocidios del siglo.

Ciertamente, ese tribunal no tenía facultades jurídicas y más bien pretendía apelar a la conciencia moral del mundo. Pero esa conciencia no se rebeló demasiado, como tampoco lo hizo ante los hallazgos del Tribunal Russell II, creado por otras personalidades políticas para investigar los crímenes contra la humanidad cometidos por los dictadores latinoamericanos en la década de 1970.

Desde hace muchos años, el mundo cuenta con un tribunal internacional de justicia, la Corte de la Haya. Cuando la Nicaragua sandinista demandó a los Estados Unidos por el minado de sus puertos, y ganó el juicio, Washington simplemente ignoró el fallo.

La Corte de La Haya carece de imperio para hacer cumplir sus veredictos, que se reducen entonces a una sanción moral. Este no sería el caso del tribunal cuya constitución se estudiará en Roma, que tendría facultades para ordenar detenciones y castigos.

Pero, ¿podrá juzgar los actos que los jefes de las grandes potencias cometan en su autoasignada función de gendarmes del mundo? “Debemos tener la seguridad de que un tribunal permanente no ate las manos de los gobiernos implicados en operaciones de mantenimiento de la paz”, declaró un vocero norteamericano, James Rubin.

Con todas sus limitaciones, sin embargo, un tribunal como el que se plantea puede enviar merecidamente a la cárcel a algunos famosos delincuentes y disuadir a otros de arrogarse poderes sobre la vida y la muerte de las personas.

Se corre el riesgo de que termine administrando una suerte de justicia para ricos a escala planetaria, pero en verdad así más o menos es la justicia en todas partes, aun en los países que se enorgullecen de sus sistemas judiciales. Y es preferible que exista esa justicia, imperfecta pero mejorable, a que no exista nada.

–Santiago González

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