El fin del tiempo libre

Todo conspira contra la reflexión o la conversación ociosa, pero ellas son condición de la sociedad que creemos deseable

Creo que fue Marcuse el que escribió, a fines de los 60, que por primera vez en la historia el hombre disponía de tiempo libre, y que el hecho era escandaloso. Marcuse puede estar tranquilo: medio siglo después el escándalo ha sido controlado y los bomberos habituales trabajan para sofocar las últimas llamas. El hombre prácticamente ya no tiene tiempo libre, no sólo porque la jornada de ocho horas es una consigna que se esfuma en el pasado, junto con las luchas obreras y los sindicalistas decentes, sino porque el resto del tiempo, ese espacio reducido que queda entre el sueño y las obligaciones, ha capturado la atención de intereses externos que se lo disputan como si fuera un territorio a ocupar.

En un artículo escalofriante aparecido en La Nación, el consultor Guillermo Oliveto observa que “todos compiten con todos por los dos bienes más escasos, y por lo tanto más valiosos, de esta era de sobreestimulación: el tiempo y la atención.” Y agrega: “El tiempo se ha dividido en tantos pequeños fragmentos inconexos e incoherentes que resulta cada vez más complejo construir sentido en él, y por lo tanto este pierde su densidad, su ritmo, su secuencia, su aroma. En consecuencia, sentimos que pasa cada vez más rápido. El tiempo se nos va y no sabemos cómo. Todo consume tiempo en la vida urbana contemporánea.” Las ventanas de atención se acortan –observa el autor– y la concentración se diluye en una dispersión inevitable.

Hace veinte años, los hermanos Wachowski concibieron un mundo en el que los hombres habitan sin saberlo en una realidad virtual, la Matriz, a las que los conecta un dispositivo insertado en la nuca, a través del cual no sólo reciben la información que les permite tomar por auténtica su existencia en un mundo irreal, sino que también proporcionan la información que ayuda a sostener el universo virtual. Aquí también el tiempo se encargó de perfeccionar las cosas, y ya no es necesario un antiestético injerto en la base del cráneo: cada persona lleva voluntariamente su dispositivo en la mano, bajo la forma amable de un teléfono celular, y, como en la premonición de los cinematografistas, a través de él recibe y entrega la información que permite mantener el mundo virtual andando.

Los “dispositivos inteligentes” son las armas, nuestra mente es el campo de batalla, nuestro tiempo y nuestra atención el botín a conquistar. Y los bárbaros que embisten las murallas de nuestro castillo espiritual son las corporaciones y el Estado, que sugieren (o exigen) bajar la app, ese caballo de Troya que nos obliga a trabajar para ellos (en nuestro tiempo libre) y nos satura de publicidad; son también los productores de “contenidos” (fílmicos, deportivos, musicales y hasta turísticos), esa “industria del entretenimiento” de nombre atroz a la que entregamos horas y horas de alta calidad (por lo irrecuperables) a cambio de espectáculos de baja calidad (por lo triviales); son las redes sociales, quizás la mayor aspiradora de tiempo y atención del mundo virtual en el que nos movemos. La red social es la nueva casa del ser, la imagen es el nuevo criterio de verdad, y la selfie es la apoteosis de la existencia virtual, sin compromisos, sin relaciones, sin valores, sin pasado ni futuro. Pura inmediatez. Pura satisfacción primaria y elemental. Puro yo.

En términos funcionales, apps, contenidos y redes son lo mismo: hambrientas pirañas decididas a devorar nuestra vigilia ociosa (y también, próximamente, nuestro sueño, nos avisa Oliveto). ¿Era éste el derrotero inexorable de la informática y las comunicaciones? Esas tecnologías –que en la segunda mitad del siglo XX iluminaban el futuro con toda clase de promesas, especialmente la de expandir nuestras capacidades intelectuales, e incluso ensanchar el espacio de nuestras libertades– ¿estaban destinadas, por su propia dinámica, a convertirse en nuevos, más sutiles grilletes de nuestra esclavitud? ¿Era éste el rumbo inevitable y “natural” de las cosas, como parece sugerir el artículo citado? ¿O los bomberos encargados de apagar el fuego insoportable del tiempo libre encontraron en esas tecnologías la herramienta deseada, la palanca para el cambio de paradigmas?

La palabra griega skolé, de la cual derivan tanto la latina scola, como la inglesa school, la germana schule y las romance scuola, scola, école y escuela, significaba, en su primera acepción, tiempo libre, y luego todo aquello en que se ocupaba el tiempo libre, especialmente el debate y el ejercicio del pensamiento. Desde el origen, supimos que no es posible pensar, razonar, discriminar, sopesar y decidir sin tiempo libre, vale decir sin esa calidad especial de tiempo que no tiene apremios, urgencias, plazos ni presiones. No se trata del tiempo destinado a la instrucción en tal o cual arte u oficio (lo que los griegos llamaban tekné), sino del tiempo dedicado a la cultura (lo que los griegos llamaban filosofía) La instrucción produce peritos, personas competentes en tal o cual tarea, y tiene plazos; la cultura produce hombres libres, capaces de pensar por su cuenta, y no tiene plazos: sigue los ritmos naturales de cualquier cultivo: roturación, siembra, cuidado, cosecha, y vuelta a empezar. La instrucción es personal, la cultura es social.

El tiempo libre, el skolé de los griegos, era también el tiempo de ocio. A falta de mejor palabra para designar todo lo demás, los romanos construyeron un término negativo: negocio, lo que no es ocio, o sea lo que no tiene que ver con el pensamiento ni con la libertad ni con la cultura. Ocio y negocio denotan así ámbitos separados del quehacer humano, sin que haya motivos para cargarlos con connotaciones ideológicas, políticas ni axiológicas. Son cosas distintas, que se complementan y se necesitan. El problema surge cuando una o la otra aspiran a abarcarlo todo: los hombres no pueden vivir en el puro ocio, como imaginaban Marcuse y sus amigos de la escuela de Francfort, ni en el puro negocio, como imaginan quienes asedian nuestro tiempo libre para tenernos las 24 horas bailando al compás de su música en calidad de productores o consumidores.

La cuestión del tiempo libre no es ociosa, aunque así planteada parezca broma. Porque todo el sistema político y económico que al menos en Occidente consideramos teóricamente preferible a cualquier otro se basa en la existencia de al menos una masa crítica de actores políticos y económicos libres, informados y conscientes. Sin embargo, el sistema político y económico efectivamente vigente conspira contra la formación misma de esa masa crítica. No es lo mismo leer el diario para cotejar las plataformas de diversos partidos que acudir a las redes en busca de opiniones similares a la propia, ni es lo mismo decidir un acto de consumo ponderando la calidad o la utilidad o la eficacia de lo que se quiere comprar que responder al acicate subliminal de la publicidad. Sin tiempo libre no hay cultura, y sin cultura no hay ciudadanos en condiciones de elevar a los mejores al poder ni actores económicos capaces de impregnar sabiduría en la mano del mercado. Mejor estemos avisados.

La cultura es distancia, decía H. A. Murena. Y el tiempo libre es el que permite tomar esa distancia, física pero también temporal, detener por algunos instantes el vértigo de la vida diaria y entretenernos en el examen, en la contemplación, en la reflexión, que es la mirada vuelta hacia uno mismo, y en la conversación, que es la palabra que va y viene entre los ociosos. La sociedad de la sobreestimulación de la que habla Oliveto va justamente en la dirección contraria: distracción y diversión son sus consignas, palabras cuyas etimologías remiten por igual al apartamiento del camino. No sólo nos vuelve ineptos para la vida en sociedad como la imaginamos deseable, sino que nos hace adictos a la recepción incesante de mensajes banales, cuya ausencia nos causa los mismos temblores y angustias que la abstinencia de drogas. Más que sufrir la invasión del tiempo libre, la deseamos. Permitimos que los bárbaros invadan el castillo, les abrimos las puertas con tal de que no nos dejen solos, en un silencio insoportable, ante un espejo quebrado en mil fragmentos en el que es imposible discernir la propia imagen, ninguna imagen. Bienvenida entonces la realidad virtual: hay quienes nos aconsejan acomodarnos a ella.

–Santiago González

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2 opiniones en “El fin del tiempo libre”

  1. ¿Qué es lo que queda para quienes buscan información pertinente en la web, aquella que no ofrecen los diarios ni las revistas? A un instrumento hay que saber usarlo y en un escrito hay que saber leer los subtextos.

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