El escándalo de la pobreza

La dimensión de la pobreza en la Argentina no es un problema económico, es un problema moral que exige pedir cuentas

Que un tercio de los argentinos, y casi la mitad de los jóvenes, viva en la pobreza no es un problema económico: es un problema moral. Que un país con las dimensiones y los recursos naturales que posee la Argentina no pueda asegurar una vida digna a una exigua población que no llega a los 45 millones de personas es un escándalo que llama a rendir cuentas a los responsables. Y los responsables no habrán de encontrarse por supuesto en ese tercio sumergido de la población, ni en esa mitad que se desloma todos los días, algunos tratando de no ser arrastrados al precipicio de la marginación, otros procurando incluso mejorar su situación por el trabajo o el estudio. Allí no: esa es la mitad que mal que mal mantiene el país andando. Los responsables de la pobreza y las desgracias relacionadas que azotan a este país, como el delito y la ignorancia, se encuentran en el fragmento restante, en lo que se conoce como la clase dirigente, y que no debe confundirse con una clase social. La clase dirigente es un conglomerado en el que se amontonan políticos, empresarios, sindicalistas, periodistas, abogados y jueces, académicos, sacerdotes, decanos, policías, médicos, maestros, banqueros, militares, comerciantes, todos aquellos, en fin, con una cuota de decisión en la sociedad y en sus instituciones, públicas o privadas, o una cuota de influencia sobre la opinión pública. Esa clase dirigente, en la Argentina, es en su enorme mayoría corrupta, incompetente, mezquina y ordinaria. Esa clase ha encontrado la manera de conservar el control del país más allá de los cambios políticos, opera sólo al servicio de sus intereses inmediatos, carece de cualquier visión de largo plazo, no se rige por parámetro alguno de conducta ni encuentra frenos en la ley, no tiene compromisos con su tierra ni con su gente ni con su tiempo, no sabe distinguir la calidad del precio ni el ser del parecer. En la Argentina no se necesita poder absoluto para corromperse absolutamente: cualquiera que maneja dinero ajeno roba, aunque sea un poquito. En la Argentina ninguna persona pública aguanta un archivo. Esta descripción así presentada puede parecerle al lector demasiado general y poco precisa: lo invito a darle carnadura examinando una por una a las personas de su conocimiento con algún grado de poder e influencia en la sociedad, y probar si encajan o no en este retrato. Probablemente se sorprenda cuando compruebe cuán escasas y por lo mismo cuán honrosas son las excepciones. Esa clase dirigente, no tal o cual partido, ni tal o cual ideología, ni tal o cual clase social, es la responsable de la decadencia argentina, es la causante de su empobrecimiento y del empobrecimiento de su gente. Esa clase dirigente representa la antítesis de la hombría de bien. Esa clase dirigente, ese parásito que succiona nuestras energías vitales, nos asfixia y nos debilita, es el enemigo a derrotar. Ya es hora, porque esa clase dirigente, sepámoslo, no es un fenómeno nuevo: Eduardo Mallea (La bahía del silencio, Historia de una pasíon argentina) la denunció hace ya casi un siglo. Lo nuevo es su vulgaridad, su grosería, la evidente torpeza de su astucia. –S.G.

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