Las huellas de la guerra en Colombia

En Colombia, las huellas de la guerra están a la vista. Cuando el extranjero transita por sus rutas le sorprende la presencia de soldados apostados a la vera, a distancia visual uno de otro, que saludan al automovilista con el pulgar hacia arriba. Los conductores les responden repitiendo el gesto en señal de agradecimiento. La costumbre viene de la época en que las guerrillas infestaban el territorio, y el gobierno debía custodiar los caminos para asegurar el desplazamiento de la gente. El pulgar hacia arriba indicaba al viajero que el camino estaba seguro, y podía seguir la marcha. Aunque las FARC todavía dominan parte del territorio colombiano, y para visitar determinados lugares hay que solicitarles permisos de tránsito, la precaución de los soldados apostados ya casi no es necesaria. El saludo se mantiene, casi como un homenaje de los civiles a sus fuerzas armadas, y de éstas a los civiles que nunca les dieron la espalda. El agradecimiento de la población a sus uniformados es sincero y palpable en todas partes, y se explica cuando se advierten los estragos causados por los insurgentes en un país por lo demás alegre, vital e inteligente. Se advierten a simple vista en la gran cantidad de mutilados por las minas antipersonales o por heridas de guerra que piden ayuda por las calles de Bogotá. Se advierten en las innumerables historias de “desplazados” que le salen al cruce al visitante, una y otra vez: más de cinco millones de personas, en su mayoría pequeños agricultores o artesanos -precisamente los sectores que las FARC decían defender- fueron expulsados de sus tierras, sus talleres y sus hogares, que iban a parar al patrimonio de los sublevados, y debieron rehacer sus vidas en otras partes del país después de haberlo perdido todo. Se advierten en la ausencia de una red vial moderna, por la imposibilidad de tender nuevas rutas o ampliar las existentes, que obliga a usar el transporte aéreo para moverse de un lado a otro del país, especialmente desde la cordillera hasta la costa. Más allá de estas evidencias tangibles están las cifras del Centro Nacional de la Memoria Histórica: más de 200.000 asesinatos, 25.000 desapariciones, 27.000 secuestros, 2.000 masacres (principalmente en aldeas campesinas que se negaban a dar apoyo a los sublevados), 6.500 reclutamientos forzosos. Las cifras se acumulan hasta lograr que los generosos términos de acuerdo de paz ofrecido por el presidente Juan Manuel Santos terminen por causar náuseas. El acuerdo es muy minucioso y detallado respecto de las condiciones que se les brindan a los victimarios, pero pierde precisión cuando se trata de la reparación a las víctimas. El ex presidente Álvaro Uribe enfrentó militarmente a los sublevados sin pruritos progresistas, los acorraló, eliminó a sus principales cabezas, y redujo sus efectivos a la mitad. El presidente Santos permitió que las FARC convirtieran esa derrota en una oportunidad para reconvertirse en una fuerza política. Debe tenerse en cuenta que las FARC del siglo XXI tienen tanto que ver con las FARC de los 60 y 70 como los kirchneristas con los Montoneros. No es que ninguno nos guste, pero hay diferencias entre unos y otros. Lo que empezara como uno de los tantos focos guerrilleros surgidos en América hispana siguiendo el modelo de Cuba y entrenados y financiados por la isla se fue convirtiendo con el tiempo en el brazo armado del narcotráfico colombiano, al que protegió de todo intento de represión de parte del Estado. Las plantaciones de droga se han triplicado en los últimos años, en parte porque cesaron las campañas de destrucción desde el aire, lo que indica que la protección de las FARC se mantiene. Aun cuando los términos del acuerdo se cumplieran y las FARC renunciaran a sus pretensiones de tomar el poder, nada dice que una parte no podrá convertirse en la seguridad privada del narcotráfico, mientras la otra se recicla como brazo político del crimen organizado. La apuesta de Colombia con este plan de paz es muy grande. –S.G.

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