El encanto de infundir miedo

Debo confesar que la aparición cada noche por televisión de los presentadores de noticias con cara de circunstancias para anunciar las cifras de contagios y muertes por el bendito virus me revuelve tanto las tripas como la de los funcionarios del gobierno con la misma máscara de dolor fingido para anunciar nuevas, exigentes, autoritarias medidas para combatirlo. Debo confesar también que tengo más tolerancia respecto de los políticos, a los que puedo imaginar abrumados por el miedo, la incertidumbre, los consejos contradictorios de sus asesores, e incluso por la especulación electoral, que respecto de los periodistas, que no tienen otra responsabilidad -y no la cumplen- que la de dar cuenta de los acontecimientos y someter a crítica todos y cada uno de los argumentos del discurso público, oficial y privado. Finalizado junio, la Argentina dice oficialmente haber contado 1.283 casos de muertes por el virus corona. Las estadísticas nacionales relacionadas con este virus empiezan en marzo, de modo que han muerto por mes no más de 325 personas. No hay ninguna certeza de que hayan fallecido como consecuencia directa de la acción del virus, pero el gobierno dice, y los medios repiten sin cuestionamiento alguno, que fue así. Aunque esas cifras sean falsas, o por lo menos engañosas, funcionan como si fueran ciertas: las decisiones oficiales, la opinión ciudadana, la gestión pública y privada se ordenan a partir de esas cifras. A los efectos de este comentario, entonces, voy a tomarlas como ciertas. Y compararlas con otras cifras, por cierto mucho más ciertas, probadas y comprobadas que éstas: las de las muertes por accidente de tránsito. La comparación no es nueva, pero lo que quiero confrontar es el comportamiento de los gobiernos y los medios respecto de una y otra cosa. En 2019 hubo 6.627 muertes en accidentes de tránsito, o sea 552 muertes por mes, un récord que la Argentina arrastra año tras año y que resulta hasta ocho y diez veces superior al de otros países de desarrollo similar. Sin embargo los gobiernos nunca han hecho nada al respecto, por lo menos nada tan drástico como lo que hacen ahora respecto de un virus de incierta letalidad; no han impuesto cuarentenas en las rutas, por ejemplo, ni establecido restricciones de tránsito, horarias, jurisdiccionales, o de cualquier tipo, para contener esa letalidad cierta, indudable, y comprobada. Su enamoramiento de la vida tiene sus límites: esos muertos, por lo visto, no les importan. Tampoco a los medios, que no llevan un recuento diario de muertos en accidentes, ni lo anuncian con sirenas ni carteles, ni dedican horas y horas a recoger la opinión de expertos de dudosa expertise. Suele argumentarse que el accidente de tránsito no es comparable con el virus, lo cual es cierto. El accidente de tránsito es infinitamente más dañino que el virus: además de causar más muertes, como lo dicen las cifras, deja un tendal de heridos de diversa gravedad, que la entidad Luchemos por la Vida ha estimado en 120.000 anuales, cifra en la que incluye varios miles discapacitados total o parcialmente. La edad promedio -repito, promedio- de los muertos oficiales por virus corona es de 72 años; los accidentes de tránsito, según la entidad citada, son la primera causa de muerte en menores de 35 años, y la tercera en la totalidad de la población. Los graves daños sufridos este año por la economía nacional son consecuencia de las políticas elegidas para combatir un virus de peligrosidad no comprobada, una pandemia imaginaria que nunca ha podido ser demostrada en los hechos. El virus no ha tenido otro impacto económico que el de poner presión sobre el sistema de salud, mejor dicho sobre un sistema de salud estructuralmente precario, que demostró no estar preparado para hacer frente a una emergencia ni siquiera en el acopio de elementos de protección para su propio personal. Los accidentes de tránsito, en cambio, dice Luchemos por la Vida, causan pérdidas económicas equivalentes a unos 10.000 millones de dólares anuales. Suele argumentarse también que el accidente de tránsito no es comparable con el virus, porque el virus se propaga por contagio y el accidente no. Esto es relativo. Bien puede afirmarse que la irresponsabilidad en el manejo de vehículos es, en la Argentina, contagiosa: nadie va a arriesgarse menos en la ruta que su vecino, hay una cuestión de arrogancia y amor propio en juego. ¿Quiénes estarían en condiciones inmejorables para modificar esa conducta arraigada, para ayudar a salvar vidas? Por supuesto, los gobiernos y los medios. Pero esa docencia no tendría el glamour que hoy encuentran cuando, desde sus atriles, desde sus minúsculas cuotas de poder, ponen cara de circunstancias al anunciar los efectos incomprobables del virus y reiterar las medidas “dolorosas pero imprescindibles” para combatirlo, mientras gozan secretamente de su inesperada capacidad de infundir miedo. –S.G.

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