El ángel de la frontera

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schwarzPUERTO IGUAZÚ, Misiones — Hay una esquina de Puerto Iguazú donde se dan la mano dos mujeres que jugaron papeles decisivos en el origen y desarrollo de este confín misionero: Verónica Aguirre, cuyo aporte monetario para la construcción del primer camino hasta las cataratas determinó el nacimiento de la ciudad, y Marta Teodora Schwarz, la médica que durante medio siglo cuidó de la salud física y espiritual de sus habitantes.

Marta Schwarz llegó a la selva con su flamante título siguiendo un amor que habría de frustrarse y se quedó para siempre. Fue la primera médica estable en un lugar donde ningún hombre había querido establecerse, y consagró su vida a cuidar de los habitantes de la zona, de cualquier lado de la frontera. A caballo o en canoa, con su casco de corcho y sus pantalones, iba al encuentro de sus pacientes allí donde el dolor los postraba.

Curaba con su ciencia, pero aprendió a usar los remedios nativos porque no siempre había medicamentos disponibles. Practicaba la cirugía y era partera. Trajo más de dos mil niños al mundo, y llegó a tener unos quinientos ahijados, porque también bautizaba a los recién nacidos y administraba los últimos óleos a los moribundos. Y como juez de paz llevaba además el registro civil de los que llegaban y los que se iban. Y los que se casaban.

Para los desvalidos habitantes de la zona era mucho más que un médico, era alguien sobrehumano, casi un ángel, y así la llamaron: el ángel de la frontera.

Marta nació en Buenos Aires en 1915, en el barrio de Núñez, hija de los alemanes Marta Boettcher y Guido Schwarz. Quedó huérfana a los seis años, y su madre volvió a casarse con otro paisano, un técnico que trabajaba en la construcción de puentes para el ferrocarril y que se movía de un lado al otro del país. Así es que la familia fue a parar a Jujuy, donde la niña ingresó como pupila en un colegio religioso.

Según sus propios recuerdos, ella era por entonces una niña díscola y rebelde, que prefería corretear tras los cabritos o viajar en el tándem de una locomotora desde la estación Perico hasta el campamento. Fueron las monjitas del colegio, dijo, las que doblegaron su carácter, la volvieron formal y estudiosa.

La familia se trasladó luego a Córdoba, donde su madre volvió a enviudar. Pero allí Marta terminó sus estudios secundarios e ingresó a la Universidad. Primero se recibió de farmacéutica, y luego de médica. Se especializó en puericultura, y rápidamente comenzó a trabajar en varios hospitales y centros materno-infantiles de la provincia.

Un compañero de estudios del que estaba enamorada se había marchado a Misiones para ejercer la medicina en el pueblo de Roca. Resolvió seguirlo y en 1948 obtuvo un destino en la provincia, en Puerto Naranjito. Vivía allí en una casita de madera, junto a su madre, que según ella había sido su motor y su fuerza de voluntad, la que la impulsaba a perfeccionarse y seguir adelante.

Al comprobar que su romance no tenía futuro, pidió ser trasladada a Posadas, donde trabajó como médica interna en el hospital local. En ese mismo año de 1948 viajó a Puerto Iguazú para cumplir una residencia de un mes en el hospital local, que no tenía médicos. A Puerto Iguazú se llegaba entonces como había llegado Verónica Aguirre: solamente por barco.

Influída como cuentan algunos por una nueva frustración sentimental, o fascinada por la selva del Alto Paraná, por sus sonidos y sus olores, por el rumor de sus ríos, y el dulce carácter de su gente, resolvió quedarse allí definitivamente. Vivía en el hospital local, y se las arregló como pudo para ponerlo en marcha . Tuvo que entrenar a unas monjas para que le sirvieran de enfermeras. Los pobladores paliaban con sus viandas la escasez de comida, y con sus hierbas la falta de medicamentos.

Ella misma diseñó, realizó y patentó instrumental quirúrgico todavía en uso. Como directora del hospital y jefa del distrito sanitario, lo hizo todo prácticamente sola, durante casi dieciséis años, hasta que recibió la ayuda de otro médico a quien en la zona recuerdan como “el polaco Poleva”. La administración de Parques Nacionales le regaló una casa ubicada frente al hospital, como las que se destinaban a los guardaparques, y allí viviría toda su vida.

Su labor comenzó a ser reconocida en 1963 cuando se la nombró subsecretaria primero y Ministro de Salud de la provincia después. Pero apenas soportó esos honores unos meses. “No se puede ejercer la medicina detrás de un escritorio”, dijo. La provincia le ofreció entonces becas de perfeccionamiento en Alemania y otros países de Europa.

Por su trabajo como médica, como juez de paz, y como asistente religiosa, Marta se convirtió en una personalidad relevante de la vida social en Puerto Iguazú, se contó entre las promotoras de la construcción de la catedral local, creó una asociación que sostiene una guardería para chicos sin recursos, y fundó otras entidades civiles y sociedades médicas.

Cuando llegó la hora del retiro siguió ejerciendo la medicina en el consultorio de su propia casa, mientras seguían llegándole los reconocimientos: ciudadana ilustre de las Tres Fronteras, una de las cien mujeres argentinas distinguidas en 1986 con el premio Alicia Moreau de Justo, premio Hipócrates de la Universidad de Buenos Aires, y muchos otros.

Cuando falleció en el 2005 las campanas de la catedral repicaron durante dos horas. Ahora la llaman el ángel de la selva, y una calle de la ciudad lleva su nombre. En su casa, hoy convertida en museo, pueden verse su consultorio y su instrumental, pero también sus libros, sus discos, sus vestidos, sus muñecas, su vajilla, sus biblias, toda la sencillez de una vida consagrada al servicio y puesta bajo la guía de una frase de San Vicente de Paul que la define por completo: “El ruido no hace bien, el bien no hace ruido”.

–S.G.

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