Contra las mafias

El oficialismo no necesita esperar hasta los comicios de octubre para dar una batalla que la sociedad aprueba y acompaña

Cuando ya me conformaba con una insípida pero sanadora sopa de pollo, al oficialismo le caen todas las fichas juntas y me ofrece un café bien cargado. “¡A las cosas!”, dice (se dice a sí mismo), energizado por el éxito de la espontánea muestra de adhesión que la ciudadanía le ofreció el 1 de abril y por el fracaso del largamente programado paro general que la oposición le organizó el 6 de abril. La conducción política del oficialismo leyó bien las dos cosas.  “Lo del sábado es un fenómeno de abajo hacia arriba. La gente nos pedía un cambio y en realidad lo que se debate son valores, no cuestiones coyunturales”, dijo el jefe de gabinete, según la crónica de Clarín sobre una reunión que el gobierno dedicó la semana pasada a analizar las marchas de adhesión y el paro inminente. “El mandato de la gente es que hagamos las cosas que son incómodas. Lo que nos están diciendo es que no aflojemos”, ratificó el presidente en el mismo encuentro. “Hay que actuar y no dejarse ganar por las mafias. O los mafiosos van presos, o nos voltean”, agregó. Ese temperamento renovado afloró el jueves, cuando el gobierno no titubeó a la hora de desalojar un corte de ruta, y se dio el lujo de mojarles la oreja a sus retadores al examinar los papeles de los vehículos que habían transportado a sus manifestantes. El oficialismo hizo incluso algo mejor: ofreció su relato sobre lo ocurrido en la jornada, y con el apoyo de las redes sociales instaló la idea (correcta, por otra parte) de que la mayoría de la gente rechazaba la medida de fuerza. Al final del día, los héroes de la jornada no fueron los organizadores del paro, como era costumbre, sino quienes lo desafiaron: el jardinero en bicicleta, las hermanas de la estación de servicio, y los mil y un casos de quienes se las arreglaron para llegar a su trabajo. Las amenazas del taxista Viviani, las ofertas dinerarias del “docente” Baradel para incentivar el ausentismo, y otros casos parecidos colocaron a los sindicalistas cómodamente en el lugar del villano, y la palabra “mafia” sirvió para describir sin mayores dificultades a ese impresentable elenco de jerarcas vitalicios y millonarios.

Pero, en esta semana decisiva para su gobierno, el presidente había sido más amplio, había hablado de la necesidad de presentar batalla no sólo a las mafias sindicales sino además a las que operan “en la política, en las empresas y en la justicia”. El gobierno ya sabe que cuenta con respaldo popular para esa lucha, que no necesita esperar hasta octubre para jugarse, que incluso sus posibilidades electorales en octubre serían mejores si empezara ya mismo. Se trata de una batalla más bien cultural, como se ha dicho reiteradamente en este sitio, para la que no hace falta otra cosa que claridad de ideas y decisión. Como las demostradas, por ejemplo, por Elisa Carrió en su denuncia contra la cabeza del sistema judicial argentino.

La justicia corrupta y la retórica uniformemente progresista de los medios son las columnas vertebrales y la condición de posibilidad del conglomerado mafioso que se apoderó de la Argentina desde el regreso de la democracia. Sin las matufias de los jueces y sin los periodistas que le queman la cabeza a la gente, las mafias políticas y económicas no podrían existir. El de la justicia es un problema de Estado, y es razonable que su resolución se busque dentro del propio Estado, con los mecanismos que éste mismo ofrece. Pero el de los medios es un problema de la sociedad civil, que la misma sociedad está resolviendo, ayudada por los nuevos instrumentos de comunicación. La mafia de periodistas progresistas que arma la agenda y el relato de todos los medios de comunicación, al menos los de alcance nacional, cada vez tiene más dificultades para su acción cooperativa: tanto en la marcha del sábado como en el paro del jueves no fueron los medios sino las redes sociales los que impusieron la narración de lo ocurrido. La influencia de la corporación periodística progresista, sin embargo, sigue siendo grande en otros asuntos menos evidentes –que van desde la economía a la sexualidad, desde la defensa nacional hasta los derechos y las obligaciones, desde la educación a la demografía–, pero capaces de desviar la marcha de un país decidido a recorrer el camino de la libertad. Una acción resuelta del gobierno en su área de influencia probablemente incentivará a la sociedad civil a promover cambios en su propio seno.

–Santiago González

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