Columnas de Perfil

Dos columnas sobre el suicidio de René Favaloro publicadas en medios de la editorial Perfil hablan menos del médico que de una manera de hacer periodismo.


Uno ve juntas en la contratapa de Perfil las fotos de Favaloro y Maradona (Diego, el futbolista, no Esteban Laureano, el médico) y percibe de inmediato que algo no anda bien; sube la mirada al título, “Vidas disímiles, la misma demagogia”, y la sensación se vuelve más definida; lee la nota, firmada por Jorge Fontevecchia, y confirma la presunción. Por partida doble.

Fontevecchia es el presidente de la Editorial Perfil, director del periódico finisemanal del mismo nombre, y columnista consuetudinario y entrevistador estrella de esta publicación. Entre otras cosas, el artículo que comentamos endosa y recomienda una nota de Gustavo González, aparecida ese mismo fin de semana en la revista Noticias, otra publicación de la editorial.

La nota de González (Gustavo) se titula “Favaloro no es un héroe”, y acompaña una producción especial sobre los últimos días del médico en la Fundación que lleva su nombre. Los dos artículos, el del director de Perfil y el del director de Noticias, guardan correspondencia entre sí, y hablan menos de Favaloro que de una manera de ejercer el periodismo.

Si el lector quiere acompañarme, voy a tratar de seguir la línea argumental de ambas columnas en un intento de comprender de qué manera sus autores fundamentan e hilvanan sus afirmaciones, y de qué modo llegan a las conclusiones que llegan. Voy a tratar en esta recorrida de no abrir juicio, sino de darle al lector los elementos para que se forme el suyo.

* * *

La contratapa de Fontevecchia comienza contando un cuento sobre cucarachas y palomas, del que el articulista extrae la siguiente conclusión: “Quienes hacemos periodismo sabemos que ni todas las ‘cucarachas’ son tan malas, ni todas las ‘palomas’ son tan buenas”. En otras palabras, que nadie es absolutamente bueno ni absolutamente malo.

Ahora, ¿esto lo sabemos quienes hacemos periodismo? Más o menos seis mil años de cultura universal han reflejado, en el arte, el pensamiento o la religión, esos matices del alma humana. La invención de personajes absolutamente buenos o absolutamente malos es propia de las malas novelas, las malas películas, o la política exterior estadounidense.

Se refiere enseguida a Maradona (el futbolista) y dice que los periodistas deportivos y el mundo del fútbol en general parecieron primero querer y apoyar su continuidad al frente de la selección, pero rápidamente mudaron de lado cuando advirtieron que el humor ambiente iba en otra dirección. Sólo entonces salieron a relucir comportamientos discutibles del DT en Sudáfrica.

“La misma hipocresía”, dice Fontevecchia, “tiene la sociedad frente al suicidio de Favaloro”. Bueno, bueno. Para el articulista, el mal desempeño de Maradona y el suicidio de Favaloro son cosas comparables; si bien no intrínsecamente comparables, al menos comparables en la respuesta que provocan en la sociedad. Respuesta que describe como “hipócrita”.

Ahora bien, ‘hipocresía’, según cualquier diccionario, significa fingir cualidades o sentimientos que no se tienen. Y aquí ya no se entiende de qué está hablando el columnista. La sociedad sería hipócrita respecto del suicidio de Favaloro si fingiera un dolor, o una admiración, que no siente, pero no hay manera de aplicar “la misma hipocresía” en el caso de Maradona.

En el título de la nota, Fontevecchia habla de “la misma demagogia” y tal vez se confundió al redactar el artículo. Pero si en el texto cambiamos hipocresía por demagogia (conseguir con halagos el favor popular), nos encontramos con una sociedad demagógica, algo que no tiene sentido. Una sociedad puede ser objeto de demagogia, pero no sujeto.

Es evidente que el periodista cree que hay algo común (y negativo) en la actitud de la sociedad frente al mal desempeño de Maradona y al suicidio de Favaloro, pero no encuentra la palabra para definirlo. Suele suceder que cuando alguien, especialmente un articulista experimentado, no encuentra la palabra para decir algo es porque en realidad no sabe lo que quiere decir.

No es extraño que Fontevecchia se encuentre en este aprieto, porque su afirmación carece de sustento. ¿Cómo sabe cuál es la actitud social ante esos dos casos? No nos lo dice, no cita encuestas, no aporta testimonio alguno. Habrá que creerle porque es el director del diario. (“Quienes hacemos periodismo sabemos…”). Pero sigamos leyendo.

“De Favaloro no tendría que hacer falta decir que fue ejemplo, leyenda, eminencia o héroe mundial de la medicina, para poder atreverse a criticar su decisión de suicidarse”, dice el columnista, abriendo otra cadena de equívocos. Dejemos de lado esas exigencias imaginarias para detenernos en la parte final de la frase: “criticar su decisión de suicidarse”.

Aquí el rumbo de la nota cambia radicalmente: ya no se trata de calificar negativamente la actitud de la sociedad frente al suicidio de Favaloro sino de enjuiciar el acto mismo del suicidio. El articulista no habla de explicar o comprender, sino de criticar. Como si el acto de quitarse la vida pudiese ser bueno o malo.

La editorial Perfil, que encabeza Fontevecchia, dicta una amplia gama de cursos sobre periodismo. Sería interesante saber en cuál de ellos se imparte la noción de que es función del periodismo criticar las acciones privadas de los hombres, especialmente una tan personal, tan íntima, tan drástica como el suicidio.

Tratándose de una personalidad pública, como es el caso de Favaloro, sí es función del periodismo allegar elementos de juicio, interpretaciones calificadas, y cualquier otro aporte que ayude a explicar una decisión íntima y personal pero que tiene impacto público. Ahora bien, una cosa es explicar y otra juzgar.

Se objetará que Fontevecchia pudo no haber usado la palabra “criticar” en el sentido de “juzgar” sino en el sentido de “analizar” (crisis significa ruptura, y criticar equivale a desmenuzar). Pero no olvidemos que su columna comenzó con una historia sobre cucarachas “malas” y palomas “buenas”, lo que orienta la interpretación del artículo en la dirección del juzgamiento.

El propio autor subraya esa dirección cuando concluye que aun sabiendo toda la corrupción del sistema de salud, y las dificultades económicas por las que atravesaba la fundación cuando Favaloro tomó su determinación, deberíamos reconocer que “su estabilidad emocional era muy frágil en sus últimos años, y él mismo, en parte, también fue responsable de lo que le sucedía”.

En pocas palabras, Fontevecchia dice que Favaloro fue un hombre común, con sus virtudes y defectos, y que su suicidio no puede ser atribuido exclusivamente a la hostilidad o indiferencia que percibía en la sociedad a la que había servido, sino también a las consecuencias de sus propios actos y a ciertas debilidades o fracturas de su carácter.

O sea que, como las palomas del cuento, Favaloro tiene buena imagen pero no es tan bueno. Si pese a ello la sociedad lo coloca en el lugar de los mejores, implica el articulista, es porque tiene la mala costumbre de construir ídolos, a los que convierte en personajes absolutamente buenos mediante el sencillo expediente de exaltar sus virtudes y ocultar sus defectos.

Maradona y Favaloro, nos dice Fontevecchia, son dos de esos ídolos creados por nosotros. Y muy bien haríamos en aceptar también su lado flaco, si no queremos ver nuestra conciencia reducida al nivel de una cultura totémica (sic). El problema es que nunca llega a demostrar de manera alguna que la sociedad no reconozca las debilidades de aquellos a quienes admira.

Siguiendo el estilo de su casa editorial, cuando el razonamiento renguea hay que apoyarlo en la muleta de alguna autoridad, y en este caso Fontevecchia recurre a Umberto Eco: “Sabiduría no es destruir ídolos, sino no crearlos nunca”. Como aparentemente ya los hemos creado, no queda más remedio que empuñar la piqueta. De eso se encargará el director de Noticias.

* * *

Vayamos entonces a la otra nota, escrita por González (Gustavo) y recomendada por Fontevecchia. Tras un par de párrafos insignificantes, rápidamente entra en la materia que le interesa: demostrar, según anticipa en el título, que “Favaloro no es un héroe”, demostración tal vez innecesaria porque no se conoce que alguien haya afirmado tal cosa. Pero veamos.

Favaloro, asevera González con impertérrita desenvoltura, “fue un hombre que no pudo, no supo, resolver los conflictos que lo rodeaban”. En todo caso no pudo hacerlo en un momento de extremo desasosiego, en el tramo final de su vida, abrumado por el destrato de quienes lo rodeaban, una compleja relación afectiva, y el desbarranco financiero de su fundación.

Pero por lo menos reconozcámosle que, a lo largo de sus años, pudo resolver algunos asuntos no menores en el campo de la cardiología, en la creación y desarrollo de un centro médico de excelencia, en la formación de profesionales, en la puesta en práctica, contra la corriente, de una medicina más orientada al paciente que al negocio. Por lo menos eso.

Como si advirtiera que se le fue la mano, el articulista enseguida matiza: “Al menos no pudo resolverlos de la forma en que intentan resolverlos todos: luchando en vida, gozando con esa vida y con la compañía de otros que luchan igual”. Pero, ¿acaso todos intentan siempre resolver los conflictos luchando, gozando, y en amable camaradería?

Eso es lo que afirma González, como su jefe sin citar fuentes, ni informarnos siquiera de dónde queda esa tierra mitológica de vitales luchadores. En este valle de lágrimas, al menos, hay quienes no intentan resolver nada, y hay quienes intentan, y a veces fracasan y a veces tienen éxito. A veces en compañía, y las más de las veces solos. A veces gozando, y las más sufriendo.

Y como su jefe, el columnista cambia de rumbo en medio de la nota. “El cuestionamiento”, dice ahora, “no es hacia la decisión de un individuo, sino a quienes interpretan una huida como un acto de valentía. En una suerte de permanente regodeo nacional por la derrota, de exaltación épica por aquellos que fracasan intentando resolver conflictos”.

Y también como su jefe, González dispara estas afirmaciones sin respaldo alguno, sin testimonios, sin una única cita de alguien que haya elogiado a Favaloro por su suicidio, que lo haya ensalzado por su fracaso final. Le parece innecesario, tal vez supone que debemos aceptarlo porque él lo dice. “Quienes hacemos periodismo sabemos…”. Sí, ya sabemos.

Pero en el párrafo siguiente muta otra vez la interpretación: ahora ya no es el culto del fracaso lo que enaltece a Favaloro a los ojos de la sociedad sino el carácter supuestamente altruista de su suicidio. El autor no nos dice cómo sabe que eso es así, ni qué le hizo cambiar el argumento, pero cita unos conceptos del sociólogo Emilio Durkheim, llamado en urgente socorro.

“Muestra mucho de esta sociedad haberlo convertido en mártir. Y lo que muestra no es bueno”, concluye González (Gustavo). Pero no considera necesario explicar qué es lo mucho que muestra, ni por qué no es bueno. Lo deja abierto a la imaginación del lector, y si al lector esa frase enigmática no le dice nada, como es mi caso, peor para él. Curioso periodismo.

En resumidas cuentas, de boca de los directores de las dos principales publicaciones de la editorial Perfil, nos enteramos de que Favaloro no fue un ídolo, ni un héroe, ni un mártir. Nunca se nos había ocurrido pensar eso, pero estos dos destacados periodistas aseguran que sí, que como sociedad tenemos una perversa tendencia a construir esos arquetipos.

Y que por esa perversión social nos negamos a admitir que Favaloro era un hombre común y corriente, con sus grandezas y con sus miserias, y debilidades de carácter que en buena medida precipitaron su suicidio. Si alguien se siente tentado a elevarlo por encima del común, a reconocerlo como uno de los mejores entre los nuestros, probablemente padezca de ese mal social.

* * *

Uno tiene la sensación de que muchos periodistas (y muchos políticos) se inclinan a creer que la realidad es como aparece en los medios, donde Maradona convive con Favaloro, y ambos aparecen rodeados por Ricardo Fort y Larissa Riquelme, Elisa Carrió y Ciro James. Por eso imaginan que la sociedad los considera a todos en términos similares.

Del mismo modo, suponen que la sociedad ve el mundo como lo muestran los medios, y, como por obligación profesional leen todo lo que se publica, entienden que eso les permite tomarle el pulso de manera bastante acertada al humor social. De manera que se sienten autorizados a extraer conclusiones de esas auscultaciones de segunda mano.

El director de Perfil afirma que “el periodismo es también la caja de resonancia [de la sociedad] y no sólo quien la hace vibrar”. González (Gustavo) aporta el dato de que en una invitación periodística a enumerar los “próceres” del siglo XX, la gente incluyó a Favaloro. Parece evidente que estos dos columnistas construyen su idea de la realidad a partir de lo que ocurre en los medios.

Fontevecchia parece reivindicar además un modo de conocimiento propio del ejercicio de la profesión: “Quienes hacemos periodismo sabemos…”. Si se trata del mitológico “olfato” periodístico, solicito licencia para usar el mío. Y mi olfato me dice que la sociedad reserva compartimentos perfectamente diferenciados para Maradona y para Favaloro.

La sociedad, según mi nariz, le reconoce a cada uno los valores que los han convertido en compatriotas destacados, pero sabe distinguir las proporciones y las diferencias que existen entre los aportes de uno y de otro. No los mezcla, como hacen los medios, en la misma página, o en el mismo segmento de un programa de radio o televisión.

Y guarda por ellos un afecto que no se empaña, sino que al contrario se hace más profundo, cuando conoce sus debilidades, sus caídas, sus renuncias. Las de Maradona son de dominio público, las de Favaloro vienen conociéndose desde hace años a partir de cartas, relatos e investigaciones periodísticas como las que publicó Noticias en el número comentado.

Ese afecto, en el caso de Maradona, no impidió que la gran mayoría de los aficionados al fútbol desaprobara de entrada su nombramiento como director técnico, que su selección no despertara el mayor interés durante la etapa de preclasificación, y que su mal desempeño en Sudáfrica se tradujera en un mayoritario rechazo a su continuidad en el cargo. ¿Esto es idolatría?

Y en el caso de Favaloro, todas las revelaciones sobre su inestabilidad emocional, los malos tratos de sus colegas en la Fundación, su enamoramiento de una muchacha a la que llevaba cuarenta años, no han mellado la lectura política que la sociedad hizo de su suicidio, y esto tampoco es un signo de idolatría. Es signo de que la gente intuye una verdad más profunda.

–Santiago González

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1 opinión en “Columnas de Perfil”

  1. Esta columna, excelente, me lleva a plantearme si esta tendencia a la charlatanería siempre estuvo tan acentuada en el periodismo argentino o si es, más bien, el resultado de un proceso de decenios más recientes. La severidad de juicio, creo, nunca ha sido el atributo más destacado de las publicaciones de “Perfil”. ¿Es solo un problema de esa editorial y símiles o algo más propagado? Algo que sí puedo decir con alguna certeza es que sí recuerdo una Argentina de medios periodísticos más discretos, menos exhibicionistas y menos sensacionalistas. Ahora que vivo en Estados Unidos –que no es Irán, a pesar de compartir la pena de muerte y ciertos rasgos de intolerancia y puritanismo– siempre que vuelvo al país me impresiona lo que en diarios, revistas o carteleras parece un desborde de charlatanería y de chismes, y de sofismas pobremente articulados, como el desbaratado en esta columna del Gaucho Malo, en la que emparejan dos argentinos distinguidos, fundamentalmente derribando del pedestal a Favaloro. Una frase sorprendentemente común (verdadera solo en cierta medida) en Argentina es, “en todo el mundo es igual”; ese relativismo es algo, creo, relativamente nuevo. Habrá razones para el cinismo, imagino: quizás los traumas políticos del país en los últimos sesenta años lo expliquen. Sí tengo la impresión que cuando crecía en Argentina, no era un país donde periodistas de un medio más o menos grande, y no necesariamente de los más sensacionalistas, se arrogaran el derecho de emparejar a Favaloro y Maradona, (aunque ahora me acuerdo de Discépolo y “la Biblia y el calefón”, y eso es más viejo).

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