«El gran patio estaba solitario y silencioso. En la huerta, separada por una tapia cubierta de rosas trepadoras, sentíase el trajín de la servidumbre y las voces de mando de mi tía.
—¡China trompeta! ¡Refregá bien esa olla!
Una pausa; los canarios cantaban alborozados. Un boyero que le habían traído del norte llenaba la casa con su silbo de oro.
Y de nuevo los gritos de mi tía:
—¡Y vos mulata zanguanga, qué hacés que no acabás de moler ese maíz! Ya las gallinas te han comido la mitad. ¡Vas a ver cómo te pongo la paleta en su lugar, con una friega de “cáscara de novillo”!
Tenía la buena señora un arriador trenzado de cuatro por las artificiosas manos del maestro Pancho, y a las zurras que daba con esa máquina infernal llamaba “friegas de cáscara de novillo”.
Alguna vez, en mi niñez, he gustado esa medicina del alma, y declaro que mi tía sabía administrarla y que, a pesar de las opiniones contrarias de la moderna pedagogía, no había nada más eficaz contra las veleidades de los niños desobedientes o de las chinitas díscolas.» –Hugo Wast, La corbata celeste, 1923.