El tercer poder

La prensa cambia su modelo de negocios y se suma a las élites políticas y económicas en la promoción de un nuevo orden mundial

E
l de 1989 fue un año crítico para Occidente. En septiembre, bajo la presión de una multitud fervorosa, cayó el muro de Berlín y con él una manera de ordenar el mundo que había regido desde la posguerra. En diciembre, con mucho menor estrépito, se desplomó la prensa profesional y con ella una manera de narrar ese mismo mundo. Ese mes, el gobierno estadounidense de George Bush invadió Panamá para destituir al hombre fuerte Manuel Noriega, un ex asalariado suyo de la CIA que se le había insolentado, e instalar en su lugar un gobierno títere. La versión del episodio ofrecida por los medios norteamericanos e internacionales estuvo tan plagada de distorsiones y ocultamientos que muchos periodistas enviados al istmo resolvieron contar por su cuenta lo que sus propios empleadores habían omitido o cambiado.

El resultado de ese esfuerzo estuvo contenido en un largometraje llamado The Panama deception (El engaño de Panamá), en el que los hechos de los que los corresponsales habían sido testigos aparecen contrastados con las versiones que la gran prensa estadounidense, modelo si los hay de lo que Occidente entendía por prensa libre, había ofrecido a su público. La película se estrenó en 1992 y ganó el Oscar al mejor filme documental. Ciertamente, eran otros tiempos. No es que la prensa hubiese sido anteriormente un dechado de virtudes, pero había límites, y el caso aquí mencionado -donde, con llamativa coincidencia, prefirió la versión oficial de los hechos por sobre los hechos mismos- marca un antes y un después. Para la cultura occidental, el siglo XX estaba llegando a su fin con una década de anticipación, y apenas si nos dábamos cuenta.

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Digo cultura occidental porque una prensa profesionalmente administrada y elaborada es esencial para la democracia republicana y la economía de mercado, que Occidente reivindica como sus mejores instrumentos para decidir quién manda y cómo se reparte la torta. Para que cualquiera de los dos funcione como es debido es necesario un ciudadano, o un actor económico, debidamente informado. Esto supone tanto una oferta noticiosa de calidad como una demanda activa e interesada, es decir un público dispuesto a pagar por ella, y lo suficientemente educado como para procesarla y asimilarla en su provecho a la hora de tomar decisiones, políticas o económicas. Sin acceso a la información de calidad no puede hablarse de libertad, en ningún sentido.

El mandato que la prensa profesional se había dado a sí misma, tras décadas de evolución desde la prensa partidaria o facciosa, era el de ofrecer a su público información oportuna, rigurosa y equilibrada sobre los asuntos de interés público, jerarquizada según su relevancia para esos asuntos. “Todas las noticias que merecen ser publicadas”, según el lema del New York Times. Los asuntos públicos generalmente implican controversias, y el periodismo profesional expone todas las voces y datos envueltos en esas controversias para que el público pueda formar su juicio. El mejor periodismo es transparente, y deja que los hechos hablen por sí mismos. La información debe aparecer claramente distinguida del análisis que explica o de la opinión que fija posición.

El cumplimiento de ese mandato es costoso. Y lo más costoso para una organización periodística es conseguir la información, verificarla y prepararla para su publicación. Lo más barato es la opinión, pero la información, e incluso el análisis, son caros. En los años dorados de la prensa escrita, la publicidad en mayor medida pero también la venta de ejemplares permitían cerrar los números. Cuando la televisión irrumpió en los hogares, ese modelo comenzó a resquebrajarse, y no sólo por la competencia que suponía la aparición de un nuevo medio, sino porque este nuevo medio alteró la relación del ciudadano con la prensa: le hizo creer que eso que le daba la televisión era información, que asimilarla no exigía ningún esfuerzo, y que podía recibirla gratis.

La prensa escrita creyó en un primer momento que podría conservar la atención del público masivo adoptando los modos de la industria del entretenimiento: alivianó sus páginas con diagramaciones menos abigarradas, dio mayor relevancia a la fotografía y las ilustraciones, introdujo el color, las infografías y los punteos. Al calor de un llamado “nuevo periodismo”, promovido desde la intelectualidad izquierdista, abandonó el esquema estricto de la “pirámide invertida” (información pura y dura, escueta, expuesta desde lo general a lo particular) en favor de técnicas narrativas tomadas de la ficción literaria. Perdió rigor, pero no ganó lectores. Más que el estilo, lo que había que cambiar era el modelo de negocios. En Panamá, aquel diciembre de 1989, encontró el camino.

Desde el punto de vista de la supervivencia económica fue una decisión inteligente. Si la democracia republicana se desnaturalizó porque los ciudadanos dejaron de participar en la vida política, y ésta quedó en manos de una casta gubernamental; si la economía de mercado sucumbió arrasada por una marea de concentraciones que redujo la competencia a niveles insignificantes y por un protagonismo de los instrumentos financieros que acabó por convertir cualquier actividad económica en una compleja operación especulativa; en suma, si la razón de ser de la prensa profesional se esfumó, ¿qué sentido tiene esforzarse para ofrecer información de calidad a un público que ya no parece necesitarla ni se muestra dispuesto a pagar por ella?

Con el engaño de Panamá, la prensa de masas descubrió que todavía le quedaba un as en la manga. El mundo estaba cambiando, y en ese mundo podía haber un lugar para ella, tan crucial y decisivo como el que había tenido en el contexto de la democracia republicana y la economía de mercado. Ya no sería el caso informar de la realidad en beneficio de un ciudadano activo, solidario y decidido, sino conformar la realidad para consumo de un individuo pasivo, desaprensivo e irresoluto. La función de la prensa sería de ahora en más no la de difundir noticias sino la de instalar en la sociedad estados de opinión, plenos de corrección política y menos apegados a los hechos que atentos a la conveniencia del poder político y del poder económico.

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Al engaño de Panamá le siguieron los de Yugoslavia, Afganistán, Libia e Irak: las sangrientas, horribles aventuras de los globalistas que conducen la política exterior norteamericana desde los tiempos de Bill Clinton. La prensa las respaldó confeccionando una colorida galería de villanos de historieta -Noriega, Milosevic, Gaddafi, Saddam- cuya maldad esencial e irredimible, vagamente hitleriana, justificaba por sí sola la matanza de poblaciones indefensas y la destrucción de países enteros. Los medios presentaron esas aberraciones como si fueran juegos de computadora, y sus consecuencias como daños colaterales en la lucha de unos superhéroes por la libertad y la democracia en el mundo. Los periodistas independientes que las denunciaron ya no recibieron un Oscar, sino que fueron relegados a la marginalidad.

En su nuevo papel, la prensa instaló también la agenda de “problemas globales” que reclaman respuestas supranacionales y allanan el camino a quienes promueven una gobernanza mundial: superpoblación, cambio climático, terrorismo, lavado de dinero, narcotráfico, pandemias. Y una constelación de asuntos asociados: aborto, eutanasia, ideología de género, energías alternativas, alimentos sintéticos, drogas socialmente aceptadas, multiculturalismo, desvalorización de la familia, del hogar, del compromiso duradero, del arraigo, de la tradición. Un extenso calendario de temas machacado a diario, literal y figurativamente, por todos los medios.

En los escenarios nacionales, la prensa se dedicó a demonizar a quienes defienden la soberanía de sus países y a favorecer a los dispuestos a cederla en favor de entidades supranacionales, como las Naciones Unidas o la Unión Europea. Manipulando o falseando información, acosó al presidente Donald Trump en los Estados Unidos, e hizo lo mismo con Jair Bolsonaro en Brasil; combatió el Brexit en Gran Bretaña, y le cerró una vez más la llegada al poder a Marine Le Pen en Francia, mientras dispara fuego graneado contra los gobiernos soberanistas de Hungría y Polonia. En cada uno de los casos citados, era irrelevante leer el New York Times o el Washington Post, Folha o el Jornal, el Times o el Guardian, Le Monde o Libération: todos decían lo mismo.

Es esa operación concertada la que le permite a la prensa instalar estados de opinión basados en mentiras. Si todos los medios dicen lo mismo, ¿cómo dudar de que las Torres Gemelas se desplomaron por el impacto de unos aviones, aunque las leyes de la física no autoricen esa explicación? ¿Cómo dudar de que un remisero aplicó durante meses su cuidada caligrafía a consignar en cuadernos escolares, con todo detalle, de puro aburrido que estaba, los movimientos de sus distinguidos pasajeros? ¿Cómo dudar de que el saqueo de los depósitos del 2001 fue consecuencia del corralito de Domingo Cavallo? ¿Cómo dudar, si incluso la academia lo respalda, de que hubo un pandemia letal, de la que sólo pueden proteger infinitas dosis de una vacuna?

¿Cómo dudar, en fin, de que Vladimir Putin merece estar en la lista de los villanos brutales y sedientos de sangre? ¿Cómo dudar de que Volodymir Zelensky tiene un lugar asegurado junto a Greta Thunberg en la liga de superhéroes salvadores de la libertad y el planeta? Los medios masivos de comunicación, cuya función en la cultura occidental era la de proveer información oportuna, rigurosa y balanceada para que los ciudadanos de sus democracias y los actores de sus mercados pudiesen tomar decisiones libres y razonablemente fundadas, se han convertido en una gigantesca factoría de noticias falsas, difusora cotidiana de narraciones infantiles que millones de personas incautas en todo el mundo toman como ciertas. Y no lo han hecho gratis.

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Cuando el 1% de la población concentra el 90% de la riqueza, el 1% más audaz y más rico de ese 1% puede hacer lo que quiera con el mundo. Entre las muchas cosas que puede hacer se encuentra la de financiar la creación de estados de opinión pública favorables a sus propósitos. Las guerras del siglo XXI no se libran conquistando territorios y moviendo fronteras, sino conquistando los corazones y las mentes de las personas y borrando las fronteras; las armas del siglo XXI no son cazas ni misiles sino instrumentos capaces de modelar lo que suele describirse como el sentido común de una sociedad, los valores, creencias y saberes generalmente aceptados por ella.

Esa élite transnacional o, mejor, supranacional se ha convencido de que conoce cuáles son los males del mundo y la manera de resolverlos, y está dispuesta a utilizar el poder sin precedentes del que dispone para reacomodar las cosas e imponer un nuevo orden mundial. En ese orden, tramado a partir de modelos informáticos, no hay lugar para las libertades individuales ni para los estados nacionales que las garantizan. Se trata más bien de consolidar el poder de la élite global y lograr entre las masas una suerte de esclavitud consensuada, en un mundo indiferenciado, sin grumos identitarios (religión, tradiciones, cultura, etnia, historia) que perturben su homogeneidad.

No hay nada nuevo en esto: se trata del viejo sueño totalitario que anida como una alimaña agazapada en la entretela de la cultura occidental, y reaparece de tanto en tanto montado en alguna crisis prefabricada. Lo nuevo esta vez es la cualidad diferente, desconocida, del poder adquirido por las élites: no se trata sólo de la inmensa riqueza que tienen en sus manos sino de los instrumentos de control social suministrados por las revoluciones tecnológicas. La acumulación incesante de información incluso sobre los aspectos más triviales de nuestras vidas, y su procesamiento inteligente, han convertido a Occidente en un inmenso panóptico.

Pero ya no se trata de vigilar y castigar, como pensaba décimonónicamente Michel Foucault, sino de vigilar y persuadir. ¿Para qué apelar al bastonazo, que inevitablemente genera reacción, cuando se tienen los medios para sugerir, orientar, convencer, guiar amablemente hacia la conducta buscada, inducir su aceptación de buen grado aun cuando ella contradiga los mandatos atávicos de la especie o los imperativos intrínsecos a una cultura?

En su flamante papel de agente de este nuevo orden, la prensa masiva asciende de cuarto a tercer poder, se suma a las élites políticas y económicas como integrante de una élite intelectual de la que también participan -igualmente subyugados- la academia y el entretenimiento, emisores privilegiados de los mensajes que la sociedad, en todos sus estratos, necesita para funcionar, fuente y sostén de su sentido común. Su poder es temible, pero el espíritu humano todavía exhibe ciertas defensas: la corporación Disney adhirió a la ideología de género, convencida por la prensa de que formaba parte de ese sentido común, y el rechazo del público le infligió instantáneamente pérdidas multimillonarias. Nos enteramos, paradójicamente, por los diarios.

–Santiago González

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12 opiniones en “El tercer poder”

  1. Impecable el artículo. Lo que nos lleva a un siguiente nivel de indagación: determinar quiénes manejan el nuevo orden mundial, en qué creencias se basan y cuáles son sus objetivos políticos, además del objetivo prioritario y obvio de gobernar el mundo. Es decir, la finalidad de todo esto. Hay una característica nueva, que dificulta la identificación de los responsables y que hace muy difícil que la gente se dé cuenta de esta realidad: la informalidad absoluta de la cúpula del poder; no está organizada “de iure”, no tiene constituciones, ni instituciones ni responsables, antes bien maneja instituciones internacionales que se crearon en otro tiempo y para otras cosas. Este ocultamiento de los responsables de poder real, en el marco de la propaganda globalista omnipresente, hace que quienes planteamos estas cosas seamos tachados de “conspiranoicos”, gente poco seria, cuando no de potenciales enemigos. Pero, como fuere, el sometimiento a un poder mundial, sin banderas ni responsables es lo que se juega en nuestro tiempo. Y con ello se juega la posibilidad de una vida virtuosa para nuestros hijos, para nuestro prójimo, para nuestras patrias, porque persiguen un nuevo modelo humano y social deleznable, al que esta oligarquía global nos quiere llevar muy poco democráticamente.
    Huelga decir que en esta parte del mundo los gobiernos son títeres de esta agenda global.
    La comprensión de esto es indispensable, para poder trabajar en lo que podríamos sintetizar como la libertad y dignidad de la persona humana en sus ámbitos naturales como la familia, las asociaciones intermedias y la comunidad política nacional.
    Excelente tarea la de este blog, que aporta hechos comprobables y argumentos racionales.

  2. Esta nota es más que ella misma. Es toda una Declaración de Verdades y de Principios Paradigmáticos , a la cual ADHIERO en su totalidad, ya que expresa (más ordenada y claramante) mi propio pensamiento, Santiago. Un afectuoso saludo.
    PS: Es muy, pero muy triste, paupérrimo y desolador toda esta ‘Realidad Humana’ actual e inducida (¡Snif! …)

  3. Entiendo que el poder de acceder a los datos primarios y genuinos es importante.. pero insuficiente: Los datos son uno de los términos de una ecuación cuyo orden de términos no altera el resultado.
    Debemos contar con poder para producir, acumular, conservar y relacionar datos, información y conocimiento, tanto como acceso, aptitud y oportunidad para utilizarla en producir cosas valiosas.. para nostros. Acceder al pescado, saber cómo pescarlo y cómo prepararlo.

    Yo lo llamo la trampa del datismo/informacionismo o los datos por los datos mismos: Instalar medios como fines en la mente de las masas es una de las tácticas distractivas, sedativas de la casta.

    “Nos quieren pobres, brutos y enfermos” – frase de actualidad en Argentina.

    1. Usted puede acumular libros en su biblioteca, puede leerlos, puede no leerlos y puede leerlos mal. Pero ése no es problema de los libros.

  4. Estupenda síntesis de la progresiva manipulación que las élites logran instalar , televisión y prensa gráfica y audiovisual mediante en los ciudadanos de todo el planeta. Un PRIVILEGIO leer tus análisis LÚCIDOS y OPORTUNOS. Desde Mendoza, Argentina: ¡Gracias!

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