Capitalismo, nacionalismo, liberalismo

Los defensores del pensamiento liberal, las instituciones republicanas y la economía de mercado, que generalmente son los mismos, suelen colocar el nacionalismo en las antípodas de sus convicciones, y lo describen como una pasión irracional que más tarde o más temprano desemboca en el estatismo y la restricción de las libertades políticas y económicas, en aras de un nunca bien definido interés superior, colectivo y trascendente. “Nada hay en la nación superior a la nación misma”, proclama una conocida consigna. Pero éste es un extremo. En el otro extremo se encuentra la dificultad de señalar una sola sociedad exitosa en el mundo que no haya alcanzado ese éxito inspirada por un profundo espíritu de cuerpo.

Uno de los ejemplos contemporáneos más esgrimidos por los publicistas liberales y capitalistas para mostrar la bondad de sus propuestas es el de los llamados tigres asiáticos, esas economías emergentes que lograron altos niveles de desarrollo en tiempos relativamente cortos tan pronto abrazaron el capitalismo y liberalizaron en mayor o menor grado sus instituciones políticas. Lo que esos publicistas acostumbran ignorar, sin embargo, es el elevado grado de identidad nacional, cohesión nacional, orgullo nacional, y propósito nacional existente en esas sociedades –el caso de Japón no sólo ha sido el primero sino también el modelo–, y el papel que ha tenido ese nacionalismo en la consecución de los logros que despiertan nuestra admiración.

Un cronista mexicano, no exento de envidia, escribió tras un viaje reciente: “El desarrollo de Corea del Sur está altamente relacionado con un nacionalismo industrial que perdió México al menos desde hace tres décadas. Automóviles de marcas como Daewoo, Kia, Samsung, Hyundai, SsangYong, generalmente grandes, dejan claro que en Seúl el auto está por encima de todos los demás modos de transporte. Lo curioso es que salvo los autos lujosos alemanes, los coreanos no adquieren vehículos importados. Los trenes del metro son Hyundai Rotem, hechos en Corea con tecnología propia. Ocurre lo mismo con los teléfonos: todos los jóvenes se suben al metro con un Samsung en la mano, los iPhone y  otras marcas no coreanas como LG son la excepción”.

En su columna del diario capitalino 24 Horas, Roberto Remes habla de “nacionalismo industrial”, recuerda con nostalgia las “marcas mexicanas” que sucumbieron frente a la competencia externa, reconoce que las industrias locales estaban “consentidas” pero considera que debieron haber sido resguardadas antes de la apertura, y supone que todo se resolvería con un sistema de planificación capaz de asegurar que “cada peso invertido, público o privado, tenga una carga nacionalista”. Remes evoca un tipo de nacionalismo que los latinoamericanos conocemos bien, cuyas consecuencias padecemos, y que poco tiene que ver con el nacionalismo asiático. Corea del Sur no prohíbe o encarece el ingreso de productos extranjeros: son los consumidores surcoreanos los que prefieren los productos locales, por orgullo nacional o por conveniencia económica. Y los autos Samsung, por citar un ejemplo, fueron una fallida aventura emprendida en 1994 por el gigante de la electrónica, que no tuvo problemas ni obstáculos para transferir todo el negocio a la francesa Renault a partir del 2000.

Hace poco, Esperanza Aguirre, la dirigente del Partido Popular español, cuyo liberalismo difícilmente pueda ser puesto en duda, escribió: “Patriotismo es el amor a lo propio. Nacionalismo es el rechazo de lo que se considera ajeno. George Orwell distinguía el patriotismo como devoción por un lugar y una forma de vida, y el nacionalismo como inseparable de la ambición de poder”. El patriotismo parece ser así un sentimiento positivo, inclusivo y espontáneo, y el nacionalismo un sentimiento negativo, exclusivo y autoritario. Probablemente patriotismo sea la palabra a emplear al referirse a los pueblos asiáticos del milagro económico, a lo que permitió la asombrosa sincronización de voluntades y sacrificios, de propósitos y esfuerzos, capaz de cambiar la posición de sus países en el mundo en el curso de una o dos generaciones. También patriotismo, orgullo, amor propio, lo que permitió a Gran Bretaña, Alemania y el resto de Europa recuperarse de dos guerras devastadoras. En cualquier caso patriotismo que nace libremente entre aquellos atraídos por un proyecto sugestivo de vida en común y que discurre por los cauces generosos y amplios de la libertad.

En relación con lo dicho hasta aquí, los habitantes de la América latina estamos en problemas: nociones como nacionalismo o patriotismo han sido degradadas hasta lo imposible por las dictaduras militares y los populismos que han asolado nuestros sistemas políticos, y suelen ser recibidas con suspicacia por el electorado más atento. Pero difícilmente salgamos de nuestros predicamentos mientras no seamos capaces de recrear algún tipo de vínculo que nos ligue, que nos haga sentir herederos de una historia y creadores de un futuro, y que nos dé las fuerzas para enfrentar los sacrificios y la postergación de satisfacciones necesarios para cambiar nuestra situación en el mundo como hicieron los asiáticos. Las instituciones republicanas y la libertad de mercado podrán, deberán, brindarnos las reglas de juego, pero sólo el patriotismo, la conciencia de que no existen salvaciones individuales, nos dará las fuerzas, la energía para jugar con posibilidades de éxito. Esto lo sabe el mundo corporativo, cuando propone sus “visiones” y sus “misiones”, y estimula el espíritu de cuerpo, incluso con un merchandising interno copiado de los símbolos nacionales.

–Santiago González

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