Cabeza quemada

El progresismo es como el paco: una vez que a uno le quema la cabeza es muy difícil lograr una reinserción útil, constructiva, satisfactoria, en la sociedad. En estos días, los estragos causados por cuatro décadas ininterrumpidas de lavado de cerebro progresista están a la vista: los consumidores no saben cómo consumir gas, y los proveedores no saben cómo cobrarlo. El progresismo instaló la noción de que las cosas necesarias para la vida como la electricidad, el gas o el agua son cuasi derechos humanos que el Estado debe asegurar, y los funcionarios aumentan las tarifas culposamente porque en el fondo creen lo mismo. Pero el Estado debe procurar que la provisión del servicio esté disponible, no pagarlo, que no es igual. La gente patalea si se le reclama un precio justo por lo que efectivamente necesita para vivir, pero se deja esquilmar sin queja por cosas tan prescindibles como el teléfono celular o la tv por cable. Los usuarios no parecen saber cómo relacionar el nivel de consumo con la cifra que aparece después en la factura, ni reciben de los funcionarios otra recomendación que la de no andar en patas o en remera cuando afuera está nevando, graciosa pero poco práctica. Los funcionarios van por el tercer intento de fijar una tarifa, y siguen sin dar en la tecla: el último esquema anunciado incentiva el derroche y no premia el ahorro. Los más pobres siguen con el gas subsidiado, los ricos no tienen problemas, y los aumentos impactan sobre todo en la clase media, a la que pertenecen también los funcionarios. La confusión reinante resulta en cierto modo comprensible: la clase media, no los muy ricos ni los muy pobres, es la que tiene la cabeza más quemada por el progresismo; ha sido la más expuesta a su tortuosa pedagogía tanto en los medios como en el aula.

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