Autoritarismo sin autoridad

El kirchnerismo ha devenido en un extraño caso de autoritarismo sin autoridad. El gobierno tiene la fuerza política necesaria para decidir el apartamiento del fiscal José María Campagnoli o la promoción del general César Milani, pero se muestra impotente y sin iniciativa para hacer frente a las rebeliones policiales, los saqueos o la crisis energética. En la soledad de la viudez, con su inestabilidad emocional y sus complejos problemas de salud, Cristina Kirchner sigue siendo a los efectos prácticos el hombre fuerte de su gobierno, y el autoritarismo que ha caracterizado sus mandatos y el de su marido mantiene todo su vigor. La autoridad, sin embargo, entendida como capacidad para ponerse al frente de los problemas en vez de correrlos de atrás, se le ha perdido hace rato si es que alguna vez la tuvo. El jefe de gabinete Jorge Capitanich y el ministro del interior Florencio Randazzo han demostrado en estos días que carecen de méritos para ocupar los puestos que ocupan ¿Cómo se explica entonces este autoritarismo de rara lozanía junto a una autoridad mustia, sin capacidad de respuesta? Es fácil comprender la lealtad de los implicados en esta década de gobierno, la necesidad de cuidarse las espaldas y estrechar filas ante un futuro que se anuncia rico en excursiones por los estrados judiciales. Menos sencillo es entender la docilidad de quienes se someten sin beneficio a los caprichos de un gobierno que les ha arruinado la vida, la de ellos, las de sus hijos y las de sus nietos. El autoritarismo feroz de un gobierno sin autoridad no se explica sin la mansedumbre ovina de los gobernados. El imperdonable fin de año que un gobierno incompetente y corrupto infligió principalmente a los habitantes de la capital federal y el gran Buenos Aires apenas tuvo como respuesta algunos cortes de calles más orientados a llamar la atención de la prensa que a castigar a los gobernantes. Casi cuatro décadas atrás los empleados de oficina del microcentro porteño fueron capaces de expulsar del poder al nefasto José López Rega a fuerza de insultos lanzados en la Plaza de Mayo al ritmo del Obladí Obladá. No recuerdo que hubiera alguna vidriera rota. Lopez Rega había sido el organizador de la temible Triple A, cuyo arsenal se guardaba en los sótanos del Ministerio de Bienestar Social, contiguo a esa plaza. Evidentemente, algo se ha quebrado en la sociedad desde entonces, algún resorte vital, algún resto de dignidad personal, algún sentido de la responsabilidad política que supone el hecho de ser ciudadano de este país. Algo destruyó en nosotros la larga secuencia de azotes que se inició con el terrorismo de los setenta, atravesó las guerras y las hiperinflaciones, y desembocó en el cruento golpe de estado del 2001 y el saqueo de los ahorros. Los ciudadanos carecen de representación política, en buena medida porque no parecen quererla ni estar dispuestos a procurársela. Lo grave del caso es que toda persona tiene su límite, y que sin canales y formas de expresión y participación normales, cuando se desborda ese límite estalla la violencia ciega, torpe, destructiva.

–Santiago González

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