Alianzas y traiciones

Con una ingenuidad que ya nos costó cara en el pasado, la Argentina elige aliarse a una potencia en retroceso y de dudosa lealtad

Hace ya bastantes años conversaba una noche en la ciudad de México con un alto jerarca de la “contra” nicaragüense, el grupo insurgente financiado y armado por los Estados Unidos que combatía a los sandinistas de Daniel Ortega. Este hombre, un ex banquero culto e inteligente, autor de varios libros, sabía muy bien con qué bueyes araba, empezando por sus patrocinantes de la CIA, que le vendían armas a Irán y le entregaban ese dinero para su campaña. En algún momento, la charla giró hacia la colaboración de militares argentinos en la lucha contra los sandinistas, la buena relación que habían trabado con los norteamericanos, y la medida en que esa relación pudo haber alentado el desembarco en Malvinas. “Me resulta inconcebible la ingenuidad de los argentinos al confiar en los gringos”, me dijo. “No lo puedo creer.”

Recordé varias veces esa conversación al observar las opciones y alineaciones adoptadas por el gobierno de Javier Milei en materia de política exterior, y volví a recordarla este fin de semana al leer una muy buena nota de Raúl Kollmann en Página/12 acerca de la reciente e inusitada visita a Buenos Aires del actual director de la CIA William Burns. Más que inusitada porque, como cuenta el periodista, nunca jamás un director de la agencia se dignó siquiera a brindar en Washington a un par argentino algo más que un saludo protocolar, ni hablar de venirse de visita por aquí. Burns ya se había reunido en los Estados Unidos con el jefe de gabinete Gustavo Posse, y ahora volvió a hacerlo en Buenos Aires, incluyendo en la conversación al jefe de la inteligencia local, el abogado Silvestre Sívori.

Según dice Kollmann, la visita de Burns -al igual que las anteriores del secretario de Estado, Antony Blinken, la jefa del Comando Sur, Laura Richardson, y el consejero de Seguridad, Jake Sullivan- tiene un propósito geopolítico sustancial para Washington, que es el de contener la creciente influencia china en esta parte del hemisferio. La nota enumera varios motivos de preocupación estadounidense específicos de la Argentina, en general relacionados con opciones de compra, contratación o concesión, como es el caso de los aviones caza, la construcción de una central nuclear o la explotación del litio, respecto de las cuales pueden acumularse argumentos en favor o en contra.

Pero el punto más inquietante en este nuevo relacionamiento con la potencia del norte tiene que ver con la llamada Hidrovía, la administración del río Paraná, principal boca de salida de la producción cerealera argentina, y también paraguaya, sobre la que operan una gran acopiadora y exportadora china y en la que hay por lo menos dos puertos bajo administración china. Y por la que también salen, principalmente dirigidas a puertos europeos, toneladas de cocaína procedente principalmente de Bolivia. La violencia del narco rosarino se explica porque los exportadores de droga pagan en especie los “servicios de rampa” locales que facilitan sus embarques. Es claro que algo hay que hacer con la hidrovía, que también plantea problemas técnicos relacionados con la navegabilidad, tales como el dragado.

El nuevo gobierno ha aceptado entonces una oferta de colaboración llegada desde Washington que abre la puerta a una potencia extranjera para que ésta pueda, en el mejor y más inocente de los casos, informarse en tiempo real sobre lo que ocurre en nuestros ríos interiores. Recientemente, la Administración General de Puertos (AGP) firmó un amplio acuerdo que, según Kollmann, “pone la Hidrovía prácticamente en manos del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos, con el argumento de que harán estudios técnicos y de dragado.” Ese cuerpo administra actualmente la cuenca del río Mississippi, en varios aspectos similar a la del Paraná.

“Este es el inicio de una nueva etapa en la gestión de la vía navegable, aprovechando los conocimientos técnicos que genera este acuerdo para seguir mejorando en la gestión de recursos, en los sistemas de tecnificación de dragado y balizamiento y para seguir profundizando la capacitación de los cuadros técnicos”, señaló el interventor en la AGP, Gastón Benvenuto, respecto del acuerdo logrado. La embajada estadounidense fue un poco más allá al hablar de “garantizar operaciones portuarias de vías navegables eficientes y transparentes en medio de dinámicas ambientales en evolución, incluyendo las realidades del cambio climático y la necesidad de mejorar las medidas de seguridad para combatir actividades ilícitas en las operaciones de vías navegables”.

Este último punto abre demasiados interrogantes como para ser pasado por alto. ¿Un cuerpo del ejército de los Estados Unidos con injerencia en “medidas de seguridad” para combatir “actividades ilícitas” en nuestro territorio? ¿Tiene esto algo que ver con la insistencia del jefe de la CIA, señalada por Kollmann, en la legislación que permita a las fuerzas armadas intervenir en la seguridad interna? Burns se entrevistó también con Patricia Bullrich pero, según el periodista, su interés no tiene que ver en particular  con el narcotráfico, sino más bien con la insurgencia y la protesta social. El combate contra el narcotráfico puede servir, sin embargo, como justificación para esta clase de iniciativas, que se sabe cómo empiezan pero no cómo terminan.

Unos años antes de mi conversación con la fuente nicaragüense en el Distrito Federal, el mexicano nacionalizado estadounidense Enrique “Kiki” Camarena había caido abatido más al norte, en Michoacán, según se dijo entonces a manos de los grandes narcos que estaba investigando como agente encubierto de la DEA. Pero casi 30 años después, en 2013, una pesquisa periodística conducida por la cadena Fox determinó que Camarena fue en realidad asesinado por la CIA cuando descubrió que Washington protegía el contrabando de droga a los Estados Unidos como fuente alternativa de fondos (el Congreso se los negaba) para sostener a los rebeldes antisandinistas de los que habíamos hablado.

Mi anfitrión naturalmente ignoraba esos detalles, pero seguramente conocía otros que le permitían dudar de las lealtades de sus auspiciantes del norte. Con el tiempo, las traiciones estadounidenses se volverían más visibles, más desembozadas, y más crueles con aquéllos que se les acercan con actitud servil. En 1990, Manuel Noriega, un dictador militar panameño que había trabajado durante años para la CIA, reclutado por George Bush padre, fue capturado por el ejército estadounidense mediante una operación relámpago en la que murieron unos 3.000 panameños que nada tenían que ver con nada. Noriega fue a parar a una cárcel de Miami de la que no salió nunca. Probablemente sabía algo que no debía divulgarse. Murió en 2017.

El musulmán suní Saddam Hussein estuvo a sueldo de la CIA por lo menos desde 1959, y con apoyo de la agencia su partido Baath llegó al poder en Irak en 1963 para conducir una sangrienta persecución contra comunistas e izquierdistas varios, ateniéndose a una nómina provista por sus padrinos estadounidenses. A partir de 1980 lanzó una guerra despiadada contra sus vecinos iraníes, musulmanes chiís, entusiastamente apoyada con armas y pertrechos por los Estados Unidos e Inglaterra, que le suministraron incluso armas químicas. A pesar de ese apoyo, de casi triplicar en población a Irán, y de ocho años de guerra terriblemente costosa en vidas, Irak no logró doblegar el patriotismo de la nación persa.

Occidente perdió interés en Saddam y poco a poco lo fue incorporando a su galería de villanos internacionales, con acusaciones probablemente fundadas pero convenientemente exageradas sobre persecusiones a opositores y minorías. Bush padre lanzó una expedición contra Saddam cuando éste invadió Kuwait por una reyerta petrolera, y Bush hijo completó la tarea con otra expedición que literalmente destrozó el país, causó miles de muertos, violó los derechos humanos de todas las maneras posibles, saqueó o arruinó sus tesoros arqueológicos, y condujo a la captura y posterior ahorcamiento de su antiguo aliado. Lo acusaron de guardar las armas químicas que le habían enviado para usar contra Irán, pero nunca aparecieron.

En la primera década de este siglo el líder libio Muammar Gaddafi había dejado de fomentar insurgencias izquierdistas en el mundo árabe y en el África negra, ya no hablaba de panarabismo, había moderado su discurso y estaba preparando la entrega del poder a su hijo Safir, educado en la London School of Economics y gratamente acogido en los salones de la élite europea. Libia llegó a tener un asiento transitorio en el Consejo de Seguridad de la ONU y en 2009 Gaddafi pronunció ante la Asamblea General un recordado discurso en el que valoró la presencia de Barack Obama, que lo había precedido en el uso de la palabra, como un “hijo de África” llegado a la presidencia de los Estados Unidos.

Pero dos años después, la ambiciosa secretaria de Estado de Obama Hillary Clinton, deseosa de mostrarse enérgica y “presidenciable”, aprovechó los coletazos de la llamada “primavera árabe” en Libia, envalentonó y armó a los opositores, provocó la reacción de Gaddafi, y sobre esa base, y con el apoyo de Francia y de grupos árabes suníes enemistados con el libio, cada uno guiado por sus propios intereses, logró que las Naciones Unidas dieran vía libre a una implacable campaña de bombardeos conducidos por la OTAN, que terminaron con el asesinato de Gaddafi por un agente francés, y con una implosión de la nación libia de la que apenas está empezando a recuperarse, por supuesto bajo dominio de los intereses petroleros extranjeros.

El último aliado notable de los Estados Unidos se llama Volodomyr Zelensky. En una nota del año pasado me preguntaba si el líder ucranio era traidor o traicionado. A esta altura ya se puede responder que lo definen las dos cosas. Alentado por la camarilla neoconservadora del Departamento de Estado que puso a Victoria Nuland a cargo de Ucrania, Zelensky traicionó a su pueblo al entregarlo como carne de cañón para la guerra de desgaste que los Estados Unidos libran contra Rusia en territorio ucranio. Y a su vez fue traicionado por Washington con la falsa promesa de una victoria frente a Moscú imposible de alcanzar. Ahora los fondos de inversión se abalanzan sobre los despojos de un país quebrado y agotado. Es claro que los Estados Unidos no tienen el menor respeto por Zelensky, ni por Ucrania ni por su pueblo.

Con la misma ingenuidad de los militares que sorprendía a mi interlocutor nicaragüense, el gobierno de Javier Milei ha proclamado una alineación irrestricta con los Estados Unidos, y la diplomacia norteamericana ha aprovechado rápidamente la oportunidad de cimentar en la Argentina un dique de contención contra China, en una región donde Washington no goza de demasiadas simpatías. La movida es comprensible desde el punto de vista de los intereses estadounidenses, pero más dudosa desde el punto de vista argentino: elegimos un amigo de incierta lealtad y cerramos filas con una potencia que perdió el rumbo, como lo evidencia tanto su declinante relevancia en el mundo como la degradación de su propia sociedad.

Todos los episodios enumerados en esta nota han ocurrido tanto bajo administraciones demócratas como republicanas. Es cierto que Donald Trump representa algo distinto respecto de la casta que viene conduciendo sostenidamente al país del norte por el camino de la decadencia; también es cierto que Trump representa más cabalmente al ciudadano medio de los Estados Unidos que cualquier figura de esa casta. Pero todavía no es claro en qué medida el punto de vista diferente expresado por Trump cuenta con la masa crítica suficiente como para hacerse cargo ampliamente del gobierno, ganar la batalla cultural, sostenerse en el tiempo, y generar su propio recambio.

–S. G.

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