Por Bernardino Montejano *
Estoy en la difícil tarea de acabar la preparación de una conferencia, que si Dios quiere pronunciaré mañana en el Instituto de Filosofía Práctica, acerca de José Gervasio de Artigas, en el marco del ciclo permanente “Figuras ejemplares” en el cual desde 2017 desfilaron entre otros San Ivo de Treguier, Tomás Moro, Maximiliano Kolbe, el cardenal van Thuan, San Luis, rey de Francia, Giovanni Guareschi, García Moreno, el beato Carlos de Austria, Gustave Thibon, san Charles de Foucauld, el padre Pío y otras figuras venerables, a quienes debemos tributar el culto de dulía regidos por la virtud de la observancia, porque ellos son principio de gobierno, al ser fuente de bienes comunes.
La historia argentina tiene muchos próceres, algunos católicos ejemplares, como Belgrano y Brown; otros acerca de los cuales se ha discutido su religiosidad, como San Marín por sus vínculos con una masonería política, muy distinta a la que hoy practica Macron, enemigo de Dios. Lo de San Martín fue totalmente aclarado por Enrique Díaz Araujo porque la Masonería es especialista en presentar como suyo a cualquier hombre de valor; el último es Saint-Exupéry, que jamás lo fue; no tienen ningún documento que avale la pertenencia, solo las mentiras que ellos dicen y de las que irresponsables periodistas se hacen eco.
Pero el caso de Artigas es distinto y su fe, discreta y firme, está presente durante toda su vida, rematada por una santa muerte.
Pero, por otro lado, la ignorancia respecto del gran caudillo, entre nosotros es general. Ayer, le pregunté a una culta y distinguida profesional que trabaja en el ámbito de la medicina: Artigas, ¿era argentino o uruguayo? Uruguayo me contestó sin dudar. Si se hiciera una encuesta no dudo que sería la respuesta de una abrumadora mayoría.
Y sin embargo, la respuesta es falsa, porque el Uruguay no existía en los tiempos de la vida púbica de Artigas, que fue oriental, jamás uruguayo; era un patriota nacido en Montevideo, en la Banda Oriental del Río de la Plata, el más ancho del mundo, el de las aguas dulces leonadas, un luchador que buscaba la unidad rioplatense.
La bandera de Artigas era la de la Argentina, azul celeste y blanca, cruzada por una franja punzó, símbolo federal, la que enarboló el que fuera su lugarteniente, Lavalleja, al encabezar la gesta libertadora de los 33 orientales.
Artigas no fue, como todavía creen algunos, un gaucho bruto, salido de una montonera, sino un hombre cultivado, cuyo abuelo fue uno de los fundadores de Montevideo, ciudad cuyo nombre completo es “San Felipe y Santiago de Montevideo,” junto a Bruno Mauricio de Zavala, un hombre que estudió en la escuela de los franciscanos, que habían sustituido a los jesuitas, expulsados por los Borbones.
Artigas fue un militar de carrera, integrante del Cuerpo de Blandengues, al cual se incorporó en 1797, junto con otros hombres de campo acostumbrados a soportar las fatigas y al uso del caballo.
Los Blandengues fueron creados para defender las fronteras, combatir a los portugueses, que además de ser los líderes del contrabando incendiaban casas, asaltaban estancias y sembraban la muerte y la destrucción. Ante ellos, estaban los Blandengues que servían de policía de campaña y velaban por la seguridad de sus pobladores. Artigas se convirtió en sostenedor y adiestrador de ese Cuerpo y esa tarea, la cumplió con entusiasmo y responsabilidad.
No es pertinente ocuparme acá de las luchas de Artigas para conservar la unidad rioplatense en una visión federal contra el centralismo porteño, ya contaminado por la masonería; tampoco de sus victorias ni de sus derrotas que lo obligaron al exilio en el Paraguay, junto a los pobres y los indios,
El más talentoso de sus biógrafos, Juan Zorrilla de San Martín, destaca los últimos años del caudillo y su piadosa muerte; tenía 86 años, el 3 de septiembre de 1850 cuando entregó su alma a Dios.
Cuenta su hijo José María que, en sus últimos años, unos vecinos se juntaban con él para rezar el rosario, todos los días en el mismo lugar: “Mi padre hacía coro; los demás arrodillados en torno suyo, contestaban las oraciones; muchos de ellos, en guaraní. Luego todos se retiraban a sus casas, después de saludar con veneración al viejo; este entraba en su rancho y se acostaba temprano. Se levantaba con el alba”.
Cuando su enfermedad se agravó quiso recibir los últimos sacramentos. Le encargó a una piadosa señora que prepara el altar para administrarle el Santo Viático. Muy débil, se levantó como dijo “para recibir a su Majestad”. Así comulgó y quedó tendido en su catre. Después de un rato, se incorporó, miró a su alrededor y ordenó: “Tráiganme mi caballo ”, Morito, el amigo que nunca lo traicionó. Volvió a acostarse. Sus huesos ya sin alma quedaron tendidos en el catre.
Un resumen edificante de la vida y de la muerte de un gran argentino.
* Presidente del Instituto de Filosofía del Colegio de Escribanos y del Instituto de Filosofía Práctica.