Fiestas populares

Acciones y emociones comunes que expresaban a lo largo del año el afecto social se disolvieron en el pozo del “fin de semana largo”

Vivíamos de fiesta en fiesta, de celebración en celebración, de rito en rito, de solemnidad en solemnidad, y no nos dábamos cuenta. Nos parecía algo tan normal como el sucederse de las estaciones. El año largo se nos presentaba como escandido por momentos de particular intensidad que nos envolvían a todos, y agitaban nuestras vidas particulares al compás de acciones y emociones compartidas. Me acordé de estas cosas mientras atravesábamos esta descolorida semana de Carnaval, que fue a parar junto con el resto al canasto indiferenciado de los “fines de semana largos”, oportunidades para sacarse fotos en lugares más o menos deseables y mostrar al mundo lo bien que se lo está pasando.

Cuando yo era chico (y si algunas cosas les parecen raras, lo que voy a contar ocurrió hace mucho, en un lugar fronterizo entre la ciudad y el campo que visto desde hoy parecería un cantón suizo) el Carnaval era una cosa seria. Se anunciaba tan pronto volvíamos de las vacaciones, por ejemplo en los avisos con que Casa Lamota proponía en las revistas su oferta anual de disfraces para todas las edades. Las vidrieras de los negocios comenzaban a poblarse de antifaces, caretas, cornetas, pitos, matracas, “asusta suegras”, serpentinas, papel picado, pomos, bombitas de agua y toda la utilería necesaria para los festejos, de la que nos íbamos aprovisionando poco a poco.

El centro de las carnestolendas (a los periodistas les gustaba esa palabra) era el corso. En la cabecera del partido se desarrollaba uno muy afamado, que había conocido años de esplendor y todavía conservaba cierta calidad y buen gusto. Junto a las murgas bochincheras desfilaban tres o cuatro comparsas de elaborada vestimenta, rica coreografía y sin la exhibición anatómica que iba a importarse más tarde desde Brasil, varias “góndolas” o artefactos móviles, concebidos o adornados siguiendo un tema y generalmente representativos de casas comerciales, y las ubicuas “mascaritas”, hombres, mujeres y chicos deseosos de exhibir sus más o menos logrados disfraces.

Recuerdo que ciertos caballeros aprovechaban la mascarada y el antifaz para salir aunque fuese momentáneamente del placard. En cambio, no había micromilitancia. No tenían lugar allí las consignas políticas ni las reivindicaciones sociales. Un año hubo una comparsa (esto no me lo van a creer, pero es cierto y me enteré de casualidad) organizada en riguroso secreto por el Partido Comunista. Al parecer, los camaradas conspiraban al amparo del disimulo para mantener en alto el temple combativo. La encabezaban dos jóvenes de la “fede” vestidos como una pareja de novios, ella con largo traje de cola y él con frac, galera y barba perilla, que saludaban a los desprevenidos burgueses con aviesas sonrisas y fingida amabilidad.

En las jornadas carnavaleras, los corsos sucedían a las batallas con agua, que se libraban desde las primeras horas de la tarde cuando el sol de febrero volvía casi grato recibir el inclemente baldazo o la cosquilla húmeda despedida por el pomo, y las remeras empapadas y los cabellos chorreantes encendían el ánimo para el tercer gran momento de la jornada: el de los bailes. En el pueblo había una media docena de clubes: todos prometían “selectas grabaciones” pero cada uno atraía a una franja social más o menos determinada. Las chicas iban acompañadas de sus madres, a veces de sus familias enteras, y solían cambiar de escenario noche a noche. Las alternativas de cada velada eran comentadas y comparadas animadamente a la mañana siguiente en los corrillos de vecinas.

* * *

A los carnavales seguía el comienzo de las clases, y los mismos corrillos abandonaban rápidamente los romances juveniles para saltar al tema de escuelas y colegios, vacantes e inscripciones, guardapolvos y uniformes, vacunas y libros de texto. Posiblemente para nuestras madres no era exactamente una fiesta, pero para nosotros sí. Ya habíamos agotado los pasatiempos del receso escolar, y teníamos ganas de volver a las aulas. ¡Otra vez formar filas, timbres y campanas, carpetas y cuadernos, papel araña verde y etiquetas, compases y transportadores, plumines y tinta china, y el olor inconfundible de los lápices de colores! Los únicos que no parecían estar de fiesta eran los de sexto, enfrascados con aire serio y preocupado en el imprescindible Manual de Ingreso en Primer Año, de P. Berruti.

* * *

No acabábamos de acomodarnos a las rutinas escolares cuando el Domingo de Ramos iniciaba las solemnidades de la Semana Santa. Las mujeres traían de la parroquia el ramito de olivo bendecido para colocar en algún lugar privilegiado de la casa (en la mía iba a cruzarse con una espiga de trigo como escoltas perennes del Santísimo). El clima de recogimiento se iba acentuando a lo largo de la semana hasta culminar en el Jueves y Viernes Santos, cuando las radios suspendían su programación y abandonaban el tono jovial y bullicioso para moderar los timbres y limitarse a la difusión de música sacra y noticias anunciadas con voz queda. Me parece que, al menos el viernes, tampoco emitían anuncios publicitarios.

El vocerío callejero se apagaba, y en la cocina se preparaban en silencio alimentos especiales, generalmente a base de pescado, entre los que sobresalían las apetecibles, gigantescas, hojaldradas empanadas de vigilia. Las restricciones cedían el Sábado de Gloria, anticipando el júbilo de la Pascua de Resurrección. La rosca con su pasta de almendras y su huevo duro inexplicable presidía la merienda de la tarde dominical. Todo esto que estoy contando dominaba el espacio público, y era visible, audible y hasta diría que olfateable, probablemente por lo de las comidas. La concurrencia a la iglesia parroquial durante esos días era constante y numerosa, perceptible en el ir y venir callejero, las mujeres con sus mantillas negras y los hombres con sus sombreros, que se quitaban al entrar al templo en señal de respeto.

* * *

El calendario cedía entonces el paso a las fiestas patrias, ordenadas en disciplinada sucesión: 25 de mayo, 20 de junio, 9 de julio, 17 de agosto. Más allá de los actos escolares, tanto el día de la Libertad como el día de la Independencia eran verdaderas fiestas patrióticas populares, no “fines de semana largos”. A las siete de la mañana detonaban bombas de estruendo, y a las nueve comenzaban los actos oficiales en la plaza, profusamente embanderada al igual que muchas casas. Alguna vez, en el patio de la parroquia contigua, se sirvió un chocolate. Desde el “palco oficial”, el intendente encabezaba cada año una de las ceremonias: la otra la reservaba para la cabecera del partido. Lo acompañaban representantes de las “fuerzas vivas” de la localidad, con su contribución a la oratoria cívica, nunca demasiado feliz pero igualmente capaz de avivar el patriotismo de la escarapelada concurrencia.

Después de los discursos venía el desfile, cuya naturaleza nunca entendí muy bien. Al parecer, marchaban con marcial dignidad aquellos servidores públicos que usaban alguna clase de uniforme: policías, bomberos, enfermeras. Los más aplaudidos eran los reservistas, que me parecían veteranos de guerras olvidadas, y los escolares, que encendían las emotivas efusiones de padres, madres, tíos y abuelos. En el curso de la semana, todos íbamos a aparecer en las vidrieras de la casa de fotografía del pueblo, que las exhibía en la seguridad de tentar a los vanidosos con una copia. Me incluyo porque algunas veces me tocó llevar la bandera de la escuela. Y nunca tuve la foto porque mis padres consideraban que no había hecho más que cumplir con un deber.

Terminada la ceremonia, comenzaba la fiesta. O debería decir las fiestas, porque eran varias y cada una armada en torno de alguno de los clubes. La más atractiva era la que se desplegaba en los terrenos del club de pato, con doma, folklore, asado, vino y baile, todo envuelto en una suculenta humareda que entusiasmaba a perros y humanos, pero dejaba indiferentes a las caballadas herbívoras. En algunas calles de tierra de la periferia se corrían carreras cuadreras y de sortijas; conocí las competencias de embolsados, y supe del palo enjabonado pero nunca lo vi. Más tarde se agregó el fútbol al menú de opciones, una saludable opción para despejar al caer la tarde, en el juego o en la hinchada, los vapores alcohólicos acumulados durante la jornada

* * *

Con septiembre llegaba la primavera, y con la primavera dos motivos de animación social, sin relación uno con otro y con impacto mucho más acotado que el de las celebraciones reseñadas hasta aquí. Uno era el Día del Estudiante, que para mi parte del mundo tenía como escenarios privilegiados los bosques de Ezeiza o el parque Pereyra Iraola, y el otro el Día de la Primavera, que se desplegaba en la capital a lo largo de una suntuosamente adornada avenida Santa Fe. Las atribuladas madres de las muchachas en flor procuraban apartar la imaginación de sus hijas de aquellas espesuras plagadas de sátiros, y orientarla más bien hacia la seguridad urbana, el elegante desfile de modelos y carrozas con que las casas de modas y las sederías exhibían entre flores las novedades de la temporada. Pocas veces tenían éxito: a las niñas no las desvelaba el qué ponerse sino todo lo contrario.

* * *

Había que saltar un mes para que un nuevo acontecimiento agitara la vida social. Desde el siglo IX, por iniciativa de san Odilón de Cluny, el rito católico honra el 2 de noviembre la memoria de los fieles difuntos (práctica que no es en modo alguno una creación mexicana, como aseguran los medios abonados al cortar y pegar), y la solemnidad era visible en las calles, con un ajetreo de hombres y mujeres que acudían con flores a los cementerios o con velas a las iglesias para rendir sus respetos a los seres queridos. Las radios ajustaban sus emisiones a los mismos parámetros del Viernes Santo: música sacra y voces sin estridencias. Como desde 1910 en la Argentina se celebra coincidentemente el Día de los Muertos por la Patria, había además homenajes frente a efigies y monumentos.

En los primeros días del último mes del año, otra celebración asociada al culto católico alteraba el ritmo normal de la vida. El 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, era la fecha elegida por muchas familias para que sus hijos recibieran su primera comunión. Se preparaban durante el año bajo el magisterio de los catequistas, y ese día se los veía por las calles del pueblo confluir hacia la parroquia, las niñas con largos vestidos blancos y cofias, los varones con traje, cuello y corbata, y un moño imponente en el brazo. Lo que comenzaba en la mañana con el sacramento de la Eucaristía, se prolongaba luego en múltiples reuniones familiares. (A la mía -en nuestra familia la comunión se toma a los 10 años- asistió mi primera maestra de inglés, una hija de irlandeses con los ojos más azules que yo haya visto jamás. Vino ¡ay! con su novio.)

* * *

Y por fin llegaban las Fiestas, con mayúscula, esa semana trajinada que se iniciaba con el Nacimiento y culminaba con la llegada del Año Nuevo. El trajín más o menos perdura, pero no su naturaleza. En los años de mi infancia, la Navidad sólo tenía que ver con el Nacimiento, los hoy ubicuos arbolitos ocupaban un lugar secundario, y Papá Noel era un visitante asiduo… de la tienda Harrods. Los adornos domésticos tenían como centro el Pesebre, y los comercios competían exhibiendo elaboradas versiones del Nacimiento en sus vidrieras. Al menos en mi casa, la Nochebuena era una cuestión íntima, familiar, con algo de música alusiva, y las visitas quedaban para el 25. No hacíamos intercambio de regalos.

Las algarabías, saludos, obsequios y comilonas quedaban para el 31. La preparación de las comidas era todo un tema, desde la elección de las carnes y sus aderezos hasta la cocción, que a veces requería el auxilio de los hornos de panadería. Muchas casas tenían sus propias gallinas, conejos e incluso pavos, y el menú era una cuestión de opciones. Recuerdo una oferta de corderos directamente desde la majadita arreada por las calles. El otro tema era el enfriamiento de las bebidas: las Siam eran todavía una rareza o resultaban insuficientes y había que recurrir a las barras de hielo, que llegaban envueltas en arpillera y eran rápida y convenientemente dispuestas en fuentones de zinc o directamente en las bañeras, donde se acomodaban las botellas, y alguna que otra jarra de clericó.

Todos estos afanes eran motivo de conversaciones, consejos y socorros mutuos entre vecinos y parientes. Y hablando de vecinos, en muchos casos la espera del año nuevo desbordaba la casa familiar hacia la cuadra entera, salían mesas y sillas a la calle, se compartían comidas y bebidas, confituras y pan dulce, y un cable largo permitía que el combinado y las selectas grabaciones sirvieran de fondo al griterío y animaran el baile posterior. Una vez pasaron por la puerta de casa tres gaiteros gallegos que iban recorriendo el pueblo y ofreciendo sus melodías, alegres en la superficie y en el fondo melancólicas; creo que aceptaron un vaso de vino, saludaron muy formalmente y partieron en busca de otros públicos.

Las conversaciones del primero de año giraban casi exclusivamente en torno de las inminentes vacaciones, sus destinos, hospedajes y transportes. A los chicos nos quedaba todavía la anticipada coda del Día de Reyes, que el almanaque anunciaba con el incomprensible nombre de Epifanía, difícil de asociar con el complicado pero maravilloso proceso de escribir la carta, poner los zapatos (con lo del pastito y el agua, prudentemente, nunca nos insistieron), para descubrir finalmente el milagro del regalo… El 6 de enero, las veredas del barrio eran un extenso escaparate de juguetes nuevos, coloridos, sonoros, relucientes… ¡Los Reyes eran los Reyes, qué duda cabía!

Enseguida empezaba el armado de valijas para las vacaciones, y ya se podía decir que el nuevo año estaba en marcha, que el ciclo recomenzaba y todo renacía así como reverdecían las plantas y nacían las crías, en una secuencia de corsi e ricorsi, que presumíamos eterna pero que, según nos iba a enseñar la vida, no lo era.

* * *

Vivíamos de fiesta en fiesta, de celebración en celebración, de rito en rito, de solemnidad en solemnidad, y no nos dábamos cuenta. Todo lo que acabo de contar de manera despareja, más bien hilvanado por los caprichos de la memoria que por la prolijidad didáctica, son recuerdos personales de fenómenos sociales; de cosas que, como señalé repetidamente, envolvían a toda la comunidad y eran notoriamente perceptibles en las calles y en cualquier escenario de la vida pública, manifestaciones de una sociedad sana que encontraba la manera de reconocerse reconociendo al otro. Los argentinos nos queríamos, y nos lo decíamos de ese modo. Es cierto que las formas cambian, pero ahora parece como si algo se interpusiera y bloqueara o desnaturalizara las expresiones del afecto social.

Los festejos del Bicentenario en 2010, cuando, al menos en la capital federal, el público espontáneamente desbordó todos los propósitos manipuladores de sus organizadores, y los festejos del mundial de fútbol en 2022, cuando deliberada y conscientemente el público rechazó y mantuvo al margen todo intento de apropiación, atestiguan que por las venas de nuestra sociedad fluye todavía ese affectio societatis que busca y encuentra en la fiesta popular la ocasión de manifestarse. No hay en lo que digo nada de nostálgico, sentimental ni blandamente idealista. Cuando hablo del cariño social no se me escapa eso que Eduardo Wilde, el médico y escritor de la generación del 80, describió al decir de un convaleciente: “no esperan sino verlo en buen estado para volver a agarrarlo por su cuenta y morderlo, despedazarlo e injuriarlo, como se usa entre hombres que se quieren y viven por eso en sociedad”.

–Santiago González

Califique este artículo

Calificaciones: 8; promedio: 5.

Sea el primero en hacerlo.

12 opiniones en “Fiestas populares”

  1. Con nostalgia -por aquello de todo tiempo pasado fue mejor- pero con la esperanza de un nuevo tiempo que, aunque los setentones no lo viviremos plenamente, nos permita recuperar a los argentinos esa alegría de lo simple pero genuino, la cercanía con el otro y la celebración en familia y comunidad, que la excelente pluma de Gaucho Malo me hizo revivir, solo me resta agradecer profundamente el artículo leído tardíamente.

  2. La crónica remite a un clima social diferente. Porque había ceremonias que desaparecieron: juntar pasto seco y a paladas para la fogata de San Pedro y San Pablo. O salir a cazar con los mayores. O reunirnos para pescar. Había muchas posibilidades para no vivir encerrado.
    Eso sí: todavía recuerdo los baldazos de agua de aquellos febrero.

    1. Bueno, la nota no propone un catálogo de feriados sino de ocasiones que movilizaban a la gente al punto de alterar sus rutinas cotidianas. En esos términos, el 12 de Octubre nunca movió el amperímetro, por lo menos en el ambiente que yo recuerdo. Tampoco, para el caso, el Día de los Trabajadores, a pesar de las marchas y otras manifestaciones. Sobre la fecha que te interesa podés leer Día de la Raza.

  3. ” … son recuerdos personales de fenómenos sociales; de cosas que, como señalé repetidamente, envolvían a toda la comunidad y eran notoriamente perceptibles … en cualquier escenario de la vida pública, manifestaciones de una sociedad sana que encontraba la manera de reconocerse reconociendo al otro. Los argentinos nos queríamos, y nos lo decíamos de ese modo. Es cierto que las formas cambian, pero ahora parece como si algo se interpusiera y bloqueara o desnaturalizara las expresiones del afecto social . … ” . ” … No hay en lo que digo nada de nostálgico, sentimental ni blandamente idealista. Cuando hablo del cariño social no se me escapa eso que Eduardo Wilde, … , describió al decir de un convaleciente: “no esperan sino verlo en buen estado para volver a agarrarlo por su cuenta y morderlo, despedazarlo e injuriarlo, como se usa entre hombres que se quieren y viven por eso en sociedad”. ” . Nada Más que agregar , Santiago . Todo Dicho , recuerdo nostálgico de épocas pasadas , pasadas y quitadas , ex profeso , por Propios y Ajenos -en ”Todes Lades” Globalizados …- , para La Destrucción Absoluta de Nuestra Sociedad y Su Tejido Social . Muchas Gracias . Un Abrazo .

  4. Teníamos SENTIDO de PERTENENCIA en esa época, reemplazado hoy por el falso y tendencioso derecho de inclusión.
    Tengo 67 años y su texto me retrotrae a mi infancia. Hermosos y exactos recuerdos.
    Muchas gracias.

  5. Muy buen retrato de tiempos idos. La impronta de la mayoría de esas fiestas aun se conserva, si bien hoy las formas han cambiado. Inexplicablemente se han incorporado otras que en nada hacen a nuestra esencia. Mejor? Peor? Me gustaría saberlo…..

  6. Un artículo impregnado de dulces recuerdos y de NOSTALGIA por aquellos hermosos años del viejo siglo XX en los que ÉRAMOS FELICES y NO NOS DÁBAMOS CUENTA. Me he emocionado porque todo lo que detallás, apreciado Santiago, fue PARTE DE NUESTRAS VIDAS de niños , jóvenes, adultos y ancianos felices, cuando nadie NOS OBLIGABA a NATURALIZAR LO ANTINATURAL o a NORMALIZAR LO ANORMAL. Desde Mendoza, Argentina: ¡gracias! (porque NO OLVIDAR EL PASADO es una manera de MEJORAR EL PRESENTE). Un saludo cordial. Gran espacio de REFLEXIÓN EL TUYO. Celebro ser una de tus suscriptoras.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *