Vejación

La equiparación legal de las uniones homosexuales y heterosexuales es un despropósito institucional y un mamarracho jurídico

La aprobación de la ley que hace extensiva a los homosexuales la opción de unirse en matrimonio civil con los mismos derechos y obligaciones de los heterosexuales es un despropósito institucional y un mamarracho jurídico impuesto a la sociedad por una legislatura oportunista, carente de convicciones, y olvidada de su condición de representante política. El oficialismo volcó todo su peso detrás de un proyecto que semanas atrás no le interesaba, y apeló a las conocidas presiones, mañas y triquiñuelas para bloquear alternativas, torcer voluntades y conseguir llamativas ausencias a la hora de votar. Enredada en su habitual confusión ideológica, la oposición –radicalismo, socialismo, Coalición Cívica– hizo y dejó hacer. A través de esos actores, una minoría activa, vocinglera y organizada, respaldada por una constelación de medios de comunicación afiliados al progresismo, prevaleció sobre la mayoría silenciosa del país. El enorme pene inflable agitado por esa minoría frente al Congreso resumió perfectamente la ética y la estética de lo que ocurría adentro: una vejación de la ciudadanía.

Lo ocurrido con esta ley es muy similar a lo que ya se ha visto con el tratamiento de la ley de medios. Tanto la unión de personas del mismo sexo como el empleo del espectro radioeléctrico son asuntos que demandaban desde hacía mucho tiempo un marco legal y regulatorio adecuado. El gobierno manipuló esas necesidades para librar sus pequeñas batallas. En un caso lo hizo contra el grupo Clarín, en el otro contra la Iglesia Católica, y por razones parecidas: no le gusta que desde el papel o el púlpito se refute la rosada visión oficial sobre la situación del país. Al kirchnerismo no le importan ni los medios ni los homosexuales, impulsó uno y otro proyecto con el único propósito de causar daño a sus circunstanciales enemigos. Y lo logró. Y así como a Clarín lo atacó desde múltiples frentes –el fútbol, el cable, el papel–, la Iglesia debe prepararse para hacer frente a nuevas acometidas, probablemente relacionadas con subsidios, personería jurídica, y otros beneficios apoyados en el artículo segundo de la Constitución. ¿Seguirá algún obispo los pasos de Héctor Magneto hacia Olivos?

El gobierno operó con suma habilidad al presentar a la Iglesia como el gran antagonista en el debate sobre el matrimonio homosexual. Es cierto que no le costó mucho, porque ninguna institución significativa de la sociedad civil, especialmente los partidos políticos, se hizo cargo de la defensa del matrimonio heterosexual como institución civil. Pocos legisladores, si alguno, se acordaron de las razones que llevaron a los organizadores de nuestra nación a establecer el Registro Civil y el Matrimonio Civil, tareas que anteriormente estaban en manos de la Iglesia. Ni demostraron tener en claro por qué motivos un estado decide tomarse el trabajo de proteger y regular la familia tradicional, esto es heterosexual.

Por esa razón, buena parte del debate legislativo giró en torno de conceptos emanados de cualquiera de las religiones monoteístas, o bien de una vaga referencia a lo que es natural y lo que no lo es. Y no pocos cambiaron de opinión en medio del trámite. Ninguno de nuestros dirigentes, o de nuestros representantes, parece tener en claro en qué clase de país quiere vivir. Y tampoco parece importarle gran cosa en qué clase de país quiere vivir la gente que les ha confiado su representación y que les paga el sueldo para que legislen. El presidente del radicalismo, que dio su voto favorable al proyecto, admitió que lo hacía en representación de una minoría de su provincia, cuya población se había expresado mayoritariamente en contra. Dado que ninguno de los partidos políticos tenía este tema en su agenda ni en su plataforma, los legisladores debieron haber auscultado con más atención y respeto la opinión de sus mandantes. Pero prefirieron dejarse guiar por los criterios y consignas que se ventilan en los medios de la capital federal. Tal vez sea hora de mudar el gobierno a Viedma. O quizás a Paraná. Tanto este asunto como hace un par de años el conflicto del campo mostraron un país dividido en dos grandes áreas culturales: por un lado el interior –el territorio de la antigua Confederación Argentina–, por otro lado Buenos Aires, capital y aledaños. Rosario y su zona de influencia complican ahora la continuidad geográfica de esa traza.

La confusión ideológica y la sordera social de los legisladores de todos los partidos han posibilitado en el caso que comentamos un precedente peligroso: una minoría decidida, con respaldo mediático, ha logrado imponer sus criterios por sobre los de la mayoría del país. Una cosa es respetar a las minorías, y otra cosa es permitirles fijarle las pautas a las mayorías.

El resultado entonces del oportunismo del gobierno, más la confusión vacilante de la oposición, más el activismo de una minoría es el despropósito institucional y el mamarracho jurídico que el Congreso acaba de entregar al país para regular las uniones entre las personas, únicamente enderezado a satisfacer las pretensiones de un grupo reducido de la sociedad. Es un despropósito institucional porque desvaloriza innecesariamente la familia tradicional y procreativa, cuando bien se pudo haber dado protección legal a las parejas homosexuales mediante un instituto como la unión civil (que habría tenido el beneficio adicional de poder aplicarse a otras situaciones donde la sexualidad de los protagonistas no está en juego). Y es un mamarracho jurídico en primer lugar porque nada bueno puede esperarse de una ley que iguala lo que es intrínsecamente distinto, y en segundo lugar porque comporta una vasta gama de cuestiones que el país no ha reglamentado todavía, y que debieron haberse resuelto con anterioridad. Cuestiones relacionadas con la filiación, la fertilización, etc. Aparte de contrariar los tratados internacionales incorporados a la Constitución nacional, las modificaciones al Código Civil aprobadas con esta ley por el Congreso discriminan en varios puntos en contra de las parejas heterosexuales, por ejemplo en el caso de la tenencia de los hijos menores de cinco años en la eventualidad de una separación de sus padres.

La enorme mayoría de los argentinos que vive en el interior del país, y buena parte de los que habitan en la capital federal y otras grandes ciudades tienen sobrados motivos para sentirse vejados con la sanción de esta ley, por las citadas minorías, por sus representantes legislativos, por el gobierno nacional al que le dieron su respaldo en las urnas. En el panradicalismo se habla de dar otra vuelta de tuerca: eliminar la denominación de matrimonio para todo lo que se asiente en el Registro Civil, y reservar ese concepto al ámbito religioso. Las personas que se identifiquen con la noción tradicional de matrimonio optarán entonces por volver a celebrar sus bodas en la iglesia, el templo, la mezquita o la sinagoga. Y las personas que adviertan, como se señaló durante el debate en el Senado, que a sus hijos se les imparte en la escuela pública la noción de que su sexualidad es una cuestión de gustos, volverán corriendo a confiar sus párvulos a las aulas confesionales. Con lo que nuestros extraviados dirigentes nos habrán hecho retroceder más de un siglo.

–Santiago González

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