Usureros, lunfardos, fondos buitre

El capitalismo, como prácticamente todas las cosas que definen la modernidad, fue un invento italiano. En las grandes ciudades itálicas —Venecia, Florencia, Génova, Pisa— aparecieron en pleno medioevo los primeros mercaderes, y los primeros banqueros. Para perplejidad de la Iglesia, que tenía el mundo más o menos bien organizado, se estrenan actividades económicas que no tenían que ver con los talleres artesanales ni con la explotación rural: el comercio y, más grave aún, el comercio de dinero, o sea las finanzas. En realidad, la economía financiera existía desde siempre, sólo que en la antigüedad se la llamaba usura, y estuvo muy mal vista desde los orígenes de nuestra cultura: la Biblia y los griegos la repudiaban por igual. Por el lado judeocristiano, decía el Deuteronomio: “No exijas de tu hermano interés alguno ni por dinero, ni por víveres, ni por nada de lo que con usura suele prestarse”; por el lado grecorromano, decía Aristóteles: “El dinero no engendra dinero”. Tal vez no, pero el dinero es poderoso caballero, y más pronto que tarde, la Iglesia y los banqueros encontraron la manera de convivir. Esos acuerdos de cúpula, sin embargo, no fueron necesariamente compartidos por las bases, mucho menos por quienes eran víctimas de la usura. Y por otro lado la Iglesia católica tampoco se reconcilió nunca con el afán de lucro en general, y con el cobro de intereses en particular, a los que identifica con la avaricia, uno de los pecados capitales. Esa tensión sigue hasta nuestros días, como lo demuestra el sarpullido que inmediatamente provoca el papa Francisco en los medios financieros cada vez que habla de la riqueza. La figura del usurero chupasangre y despreciable no desapareció nunca de la cultura occidental: está detrás del implacable Mercader de Venecia shakesperiano, que exige de su deudor el pago de una libra de su propia carne, y detrás del rico propietario que deja en la calle a la viuda con hijos en uno de los primeros filmes de Los tres chiflados. Los prestamistas pequeños que atendían al pueblo más bajo, como los que entre nosotros ofrecen dinero cerca de las estaciones de ferrocarril, eran conocidos como lombardos, y no es seguro si dieron su nombre a la región itálica o lo recibieron de ella. Lo que sí es seguro, es que el término acabó siendo sinónimo de usurero y ladrón, y de él deriva nuestra palabra lunfardo, que describe el léxico porteño asociado en parte con el mundo del delito, y también quiere decir ladrón. Hay términos financieros que tienen el mismo origen, como crédito lombardo y tasa lombarda, y una calle característica de la city londinense se llama Lombard Street, o sea, etimológicamente, calle de los usureros y ladrones. Con el correr del tiempo las grandes familias italianas de banqueros católicos, como los Medici, los Acciaiuoli o los Alberti, fueron reemplazadas por grandes familias europeas de banqueros judíos, como los Rotschild, los Hambro o los Lazard, los lunfardos por los fondos buitre, y los Shylock por los Paul Singer que ahora nos tienen a maltraer. Y despiertan las mismas emociones que sus antepasados: el discurso del ministro Axel Kicillof en la OEA parece calcado de las homilías de los obispos medievales más recalcitrantes. Más allá de las cuestiones éticas o teológicas, el conflicto es siempre el mismo: entre los que reclaman el pago de las deudas y sus acreencias, y los que pidieron prestado sin mucha cautela y después aborrecen al que les recuerda que llegó la hora de pagar. Esto seguirá siendo así mientras el dinero sea no sólo un medio de pago sino una mercancía en sí mismo, y nada indica que las cosas vayan a cambiar en el futuro previsible.

–Santiago González

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