Una sociedad enferma

Lo ocurrido en Baradero es un brote sintomático de la enfermedad que aqueja a la sociedad argentina: la anomia

El pasado fin de semana, la localidad bonaerense de Baradero vivió su día de furia. En un episodio todavía no aclarado, un vehículo policial embistió en las primeras horas del domingo a una motocicleta de baja cilindrada, a la que aparentemente perseguía por una infracción de tránsito, y causó la muerte de los dos adolescentes que viajaban en ella.

Tan pronto corrió la noticia, unas dos mil personas se congregaron en la plaza del pueblo para protestar contra lo que todos interpretaron sin mayores datos como un exceso de energía policial para sancionar una simple contravención: los adolescentes no llevaban casco. Un grupo violento tomó el control de la protesta e incendió seis oficinas públicas, una casa y un vehículo.

La prensa nacional describió cómodamente el episodio como una “pueblada”, término habitualmente utilizado para mencionar un levantamiento espontáneo contra alguna injusticia gubernamental. Más bien fue el estallido de un absceso, un brote sintomático de la enfermedad que aqueja a la sociedad argentina, un aviso de lo que puede ocurrirle en cualquier momento al país entero.

Fundado en 1615 a unos 150 kilómetros al noroeste de la capital argentina, sobre el río de su mismo nombre, Baradero es el pueblo más antiguo de la provincia de Buenos Aires. Hoy cuenta con unos 30.000 habitantes y muestra el mismo tono apacible y amistoso de tantos otros pueblos bonaerenses, más tranquilo que sus vecinos Ramallo o San Pedro.

Pero detrás de ese tono campechano, casi bucólico, Baradero padece el mismo problema que afecta a la sociedad argentina en su conjunto: la anomia. La incapacidad de la clase dirigente para dirigir, la incapacidad de la sociedad para entender que debe aceptar las normas de convivencia, y que si no le gustan debe debatirlas en el lugar y el modo correspondiente.

Seguramente esa anomia envuelve muchos otros aspectos de la vida del pueblo, pero por este caso nos enteramos de uno en particular, el que se refiere al uso de las motos. En Baradero, como en muchos otros lugares similares del interior, la moto –especialmente la de pequeño porte– se ha convertido en el medio de transporte por excelencia.

Cualquiera que frecuente esos pueblos habrá podido comprobar que las motos circulan a la buena de Dios, que las normas de tránsito parecen no alcanzarlas, que el uso del casco es casi una excentricidad. Cualquiera que circule por las rutas argentinas habrá debido alguna vez extremar precauciones para sobrepasar una moto en la que se moviliza una familia entera.

Aldo Carossi, el intendente de Baradero, cuya sede comunal fue uno de los edificios incendiados, proporcionó algunas cifras: “Hay diez mil motos –dijo–, uno de cada tres baraderenses tiene una moto”. También señaló que la municipalidad guarda unas 500 motos secuestradas hace mucho tiempo, que nadie retira porque circulan sin papeles.

En medio de su dolor, Hugo Portugal, padre de Miguel –víctima junto a Giuliana Giménez del episodio que generó los incidentes–, tuvo la decencia de reconocer que la moto que conducía su hijo tenía un pedido de captura. Otros jóvenes admitieron que les quitan las patentes a sus vehículos para eludir las multas, o para que no se pueda comprobar su legalidad.

El intendente Carossi quiso poner orden en ese caos, especialmente desde que en el 2005 soportó un intenso pero pacífico reclamo popular tras la muerte de otro joven motociclista, Matías Paternoster. (Otro más sufrió un grave accidente el lunes, mientras a pocas cuadras Miguel y Giuliana eran conducidos al cementerio).

Los habitantes del lugar se quejan de que no lo hizo adecuadamente, de que adoptó una política más represiva que persuasiva, e impugnan al director de tránsito Pablo Scarfoni, cuyo único antecedente, dicen, era haber sido chofer de colectivos en la Capital Federal. Scarfoni, cuya casa fue incendiada en los disturbios, renunció a su cargo.

Pero a juzgar por los testimonios recogidos en estos días, los jóvenes de Baradero parecen haber hecho un deporte de la transgresión de las normas de tránsito y de la burla a los agentes de la Policía Municipal, a los que bautizaron como “zorros”. (La intendencia tiene su propia policía para vigilar las cuestiones contravencionales.)

“Los motociclistas no aceptan la exigencia de utilizar casco, y las familias de esos chicos toleran la actitud”, dijo Carossi, quien impuso rigurosos controles de tránsito y de alcoholemia, particularmente los fines de semana. “Tratamos de hacer cumplir la ley, y si somos castigados por ello estamos perdidos”.

Ahora bien, cuando desde la más alta magistratura del país se proclama la intención de no acatar las disposiciones de la justicia y se escarnece a los jueces, cuando se recurre a todo tipo de artilugios para eludir la voluntad popular expresada a través de sus representantes, ¿quién va a lograr que la sociedad respete a sus autoridades y lleve sus reclamos a los foros adecuados?

¿Quién va a lograr ese respeto justamente de parte de los adolescentes, que al impulso de sus necesidades de crecimiento andan tanteando, por su cuenta y riesgo, los límites de la vida? Miguel y Giuliana tenían quince años. Quince años. Y a sus padres, como a los de sus amigos, no les interesaba si andaban sin casco en motos de origen dudoso.

Encontramos entonces en Baradero autoridades políticas que, por sus propios pecados o como rebote de lo que ocurre a nivel nacional o provincial, carecen de credibilidad; policías mal entrenados y peor dirigidos (persecución o accidente, el choque del patrullero con la moto es imperdonable), y una sociedad adulta que no parece dispuesta a asumir sus responsabilidades.

“El problema no es Aldo Carossi –dijo el intendente hablando de sí mismo en tercera persona–, el problema es el pueblo de Baradero”.

Lo grave del caso es que los mismos ingredientes aparecen en la sociedad argentina en su conjunto: descreída, anómica, renuente a hacerse cargo de sus responsabilidades, y con una carga creciente de violencia, que el discurso oficial no hace más que avivar con sus reiterados llamados al combate y su continuo señalamiento de réprobos y enemigos.

Las primeras víctimas de este estado de cosas son los jóvenes, como Miguel y Giuliana, como los calcinados en Cromagnon, como los que pierden la vida en un recital, o en un local bailable, o en una cancha de fútbol; como los que sucumben cada día por la droga y el alcohol; como los que se entregan al delito; como los que son atrapados por la trata.

En la Argentina, los jóvenes pagan con su vida la desaprensión de los adultos, son la carne tierna que sucumbe antes a la enfermedad social. Pero en ese contexto social enfermo, una chispa cualquiera –como la exasperación frente al aumento de los precios– puede encender el fuego y provocar el estallido, hacer del país un gigantesco Baradero.

Entonces pagaremos todos.

–Santiago González

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2 opiniones en “Una sociedad enferma”

  1. Me llamó la atención, al oir la noticia en las radios, que comentaban que era habitual que las camionetas de tránsito tuvieran que perseguir y encerrar a los vehículos para detenerlos. Es evidente que la “autoridad” en sí misma ya no es tal. Como pasa con los maestros que no pueden dar por sentado el respeto dentro del ámbito escolar, y deben “luchar” para que los tomen en serio sus alumnos y los padres de éstos.

    1. Me viene a la memoria lo escrito por Abel Posse en aquel artículo que la izquierda criticó tan injustamente cuando se preguntaba qué esfuerzos le esperan al próximo gobierno para restablecer el respeto a la autoridad y a las normas, que es condición de cualquier sociedad. Gracias por su comentario.

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