Por Bernardino Montejano *
En “La Prensa” de hoy aparece un artículo de Horacio Sánchez de Loria titulado “A 140 años de la sanción de la ley 1420”, bajo el gobierno de Roca.
El académico nos informa que en 1881 se creo el Consejo Nacional de Educación, presidido por Sarmiento. En el Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública, el católico Manuel Pizarro fue reemplazado por Eduardo Wilde, notorio laicista y amigo de Roca y que en el Primer Congreso Pedagógico se enfrentaron católicos y laicistas y que el dictamen final excluía a la religión como materia formativa, reemplazada por la asignatura moral.
También que, en el debate sobre la ley de educación, se trató modificar la materia moral y religión reemplazándola por “moral y urbanidad”. La enseñanza religiosa podía impartirse por los ministros del culto fuera de las horas de clase.
El articulista cita opiniones contrarias a los cambios, las de Avellaneda, Juan B. Terán y el padre Furlong. El primero, senador en 1883, decía: “Dejemos a Cristo en la escuela… es el refugio inviolable de las conciencias que el hombre necesita al atravesar las pruebas de la vida”. Terán sostenía que la ley de educación común rompió la continuidad histórica de la nación y Furlong destacó que la ley 1420 fue un hito clave de la ruptura de nuestra cultura cristiana. Hasta aquí, el académico a quien conocí hace tiempo, cuando era amanuense de un jesuita, grosero, prepotente y maleducado y se llamaba Sánchez Parodi. Ese sacerdote carecía de caballerosidad y de urbanidad.
Ahora haremos nuestro aporte recordando a un gran maestro, Ricardo Zorraquín Becú, que un día mucho se divirtió cuando criticamos a un muy cauto Tau Anzoátegui, para quien la tesis de Grocio acerca del derecho natural consistía en un “aligeramiento” normativo; le opusimos el pensamiento claro de Tomás Casares: es el comienzo del ateísmo jurídico.
Acá también, la ley 1420 al expulsar a Dios de la escuela, da comienzo al ateísmo escolar, porque la escuela es templo o guarida. No existen las medias tintas.
Tenemos hoy ante nuestra vista una reliquia a donar al Instituto de Filosofía Práctica, para que la conserve en su biblioteca Padre Julio Meinvielle, el discurso de Emilio Lamarca, en 1884, en el cual dice:
“Los católicos argentinos son la inmensa mayoría de la Nación, que ha sido desconocida y burlada por un enemigo que obedece a un sistema y a una consigna, como ligado por un juramento y cuya pequeña falange, disciplinada y compacta, ha usurpado los derechos que le abandonara nuestra inacción y nuestra incuria…”
“Los católicos parecían haber olvidado que la religión es la base esencial de nuestra sociabilidad y prescindían de la vida pública… Y nada era que abandonasen la política a los que la defienden como buena presa, y la explotan como una industria; pero esta abstención, que jamás pudo ser laudable, asumía las proporciones de grave culpa, desde que trajera como consecuencia, el sacrificio de la escuela cristiana y la causa, hoy más que nunca indivisa, de la religión y de la patria…”
“Y el mayor peligro de nuestra época, es ese indiferentismo y esas tendencias (denunciadas en el tercer párrafo del Syllabus), que han pasado de la esfera de las ideas y de las teorías, al dominio de las leyes y de los hechos… absurdo es pensar que los muros del hogar resguardarán a la familia, cuando al enemigo se le entregarán las llaves de la ciudad, y con ellas, todas las facultades y poderes del Estado”.
“La política ha solido presentar fases tan repelentes, que, en la apariencia, quedaba justificado el que se apartara de ella abandonando la cosa pública al pillaje, y el poder a los que, sin escrúpulos y sin principios, lo ambicionan, lo codician y lo usurpan, contra toda ley, toda moral, todo derecho”.
“La corrupción oficial, el servilismo del legislador electo por la voluntad de mandones y el fraude electoral, son hechos… El liberalismo entre tanto, aprovecha la situación: se entroniza por todas partes; propaga sus asociaciones secretas; hace suya la prensa, la halaga y la subvenciona; crea popularidades de artificio; da golpes de mano, sorprende y legisla desde el fondo de sus logias”.
Concluimos la larga cita: “En el hombre amante de su patria, no concebimos al apóstata ni al tránsfuga político” (Imprenta calle Alsina, Buenos Aires, 1884).
¡Qué lenguaje! Y hasta con cita del Syllabus para escandalizar a nuestros obispos tercermundanos y bergoglianos.
Es increíble la actualidad del discurso que debería promover el estudio de las corrupciones de esa época, tan parecida a la nuestra y hoy canonizada por un liberalismo libertario soberbio, vanidoso, ignorante e imbécil que intenta gobernarnos.
Es necesario aclarar que cuando Lamarca habla de religión, se refiere siempre al catolicismo, el cual fue desterrado de las escuelas, invadidas entonces por falsos dioses, pues como relata Sánchez de Loria en su artículo, el diputado liberal Emilio Civit, llegó a decir “que los pueblos indígenas tenían razón en adorar al sol, esa deidad natural que por lo menos calentaba sus miembros y hacía germinar las semillas arrojadas por los campos”.
Dios, sustituido por algunas de sus criaturas como los astros o por inventos humanos como la diosa razón, una vulgar prostituta entronizada por la Revolución Francesa en Notre Dame de París, como la religión de la humanidad, engendro demencial de Augusto Comte, como los nuevos ídolos que circulan hoy entre nosotros: la democracia, el pueblo, el Estado, el poder, el dinero, la raza y hasta la Pachamama, que se pasea por los jardines de un Vaticano acogedor e inverosímil, hasta que pasa alguien sensato que la sumerge en el Tíber.
Este es el fruto perverso del laicismo: ausente Dios se instaura la idolatría, aparecen las supersticiones, se altera el orden mental y como consecuencia desaparece el orden moral.
* Presidente del Instituto de Filosofía del Colegio de Escribanos y del Instituto de Filosofía Práctica.
El comentarios como siempre sea del autor del blog o de sus coautores brillante y el discurso de Lamarca, una obra imperdible que deberíamos difundir, creo que es más actual ahora que cuando fué escrito, gracias a Santiago y al Escribano Montejano, por compartir y difundir y expresar el pensamiento de muchos que no tenemos representación visible, pero que a pesar de todo conservamos nuestra fe y enfrentamos al enemigo aunque sea coloquial y doctrinariamente.