René Favaloro (1923-2000)

Nota de archivoOriginalmente publicada en el desaparecido sitio en castellano de CNN.

ATLANTA (CNN) — René Favaloro tenía tres amores: la vida, la medicina, la patria. El sábado les dio la espalda con un portazo definitivo. El hombre que ayudó a salvar miles de vidas manipulando con la precisión y el arte de un joyero el delicado motor de la existencia supo dónde alojar una bala con exactitud como para no dar lugar a malos entendidos.

Fue el último servicio que le hizo al país y a la gente que amaba desde sus entrañas, el mensaje que todo suicida pretende hacer llegar a los demás cuando las palabras ya no alcanzan, el alarido final que busca atravesar los oídos taponados por la mezquindad o el ensimismamiento.

Para quienes vean su caso desde afuera puede parecer incomprensible una decisión semejante en un hombre que había conocido todos los éxitos que su profesión podía brindarle, que había creado su propio espacio de investigación y práctica, que había erigido su propia cátedra en un país reputado por su excelencia médica.

Pero para sus compatriotas es imposible no entenderlo.

Favaloro era uno de esos cada vez más escasos argentinos que procuran construir en un país empeñado en destruirse, uno de los que se empeñan en aportar sentido en el reino del sinsentido, de los que tozudamente quieren señalar un norte en un país donde las brújulas se han vuelto locas hace ya demasiado tiempo.

Manipulando golpes militares y gobiernos constitucionales, sobornando y corrompiendo a unos y a otros, grupos económicos sin otro proyecto que el propio enriquecimiento han venido operando desde hace medio siglo para adueñarse sin competencia de los resortes de poder. La sociedad, abrumada, finalmente bajó los brazos y dejó de oponer resistencia.

En el proceso, no titubearon en destruir o malvender todo lo que el país había construido desde sus orígenes, desde su estructura productiva hasta sus instituciones. En el camino fueron quedando la justicia y las universidades, la salud y la educación pública, las empresas y los recursos naturales. Ahora, cuando ya nada queda, el territorio.

La Argentina de la orgullosa clase media, educada y con un nivel de vida envidiado en países con mayor desarrollo, es ya cosa del pasado. En lugar de agrandar el país al nivel de sus mejores logros, se optó por achicarlo para “competir” en los mercados mundiales con el recurso de los que nada tienen: la mano de obra barata.

En la calle Florida, en el centro de Buenos Aires, el salón principal de la poderosa Sociedad Rural lleva el nombre de uno de sus presidentes, quien en la década de 1960 acuñó la fórmula del país “ideal”: “Un argentino cada cuatro vacas”. Un país pequeño, a la medida de un grupo de poder.

Económicamente, la Argentina está abrumada no sólo por una deuda externa cuantiosa, sino por la permanente sangría de los dineros que se fugan del país, de regalías cada vez mayores en un país donde privatización significó desnacionalización, de las ganancias de los capitales golondrina.

Pero la crisis de la Argentina va más allá del endeudamiento y de una prolongada recesión, es una crisis de dirigentes. La mediocridad y la falta de imaginación campean por todas partes, en la política y en la prensa, en la empresa y en la iglesia, en la intelectualidad y los ámbitos culturales.

La máxima aspiración de las clases económicamente mejor situadas –por fuerza, las ahora llamadas a producir dirigentes– es enviar a sus hijos a colegios bilingües y emplearlos en alguna empresa extranjera. Este ejemplo se derrama hacia abajo y hoy los jóvenes más capacitados hacen cola en los consulados en busca de un destino fuera de su tierra.

Y sin embargo, el país aún logra producir figuras que se destacan en uno u otro ámbito. Lo que fuera de la Argentina no se sabe es que quienes logran destacarse en ese país, lo hacen a fuerza de empuje personal y venciendo obstáculos que desanimarían a cualquiera en cualquier parte del mundo.

De la sociedad argentina podría decirse lo que se dijo del Cid cuando entró a Burgos: “Ah, qué buen vasallo si tuviese un buen señor”.

Favaloro era uno de esos señores. Alguien que abandonó una promisoria carrera médica en centros de salud internacionales para regresar a su patria y crear algo propio, ladrillo a ladrillo, para enseñar y estimular, con humildad y generosidad. El país, finalmente, y como a muchos otros, lo destrozó.

Se dice, y probablemente sea cierto, que la fundación que lleva su nombre y que financiaba sus emprendimientos médicos y académicos estaba en serios apuros económicos. Pero Favaloro no parecía la clase de hombre que se deja vencer por ese tipo de apremios.

Su angustia era otra: la sordera, la indiferencia, el desprecio de los poderosos que ya ni creen necesario apoyar causas como la suya aunque sólo sea como un ejercicio de relaciones públicas.

“Fíjese, doctor, que llamo aquí, llamo allá y ni siquiera me atienden, y cuando me atienden no me reconocen, y son semanas, y son meses, y la deuda crece, crece…”, le confiaba a un periodista del diario La Nación semanas antes de tomar su dolorosa decisión.

Esa decisión fue un llamado de atención, el último servicio que Favaloro rindió al país. ¿Sabrá la Argentina escuchar su mensaje? Uno quisiera creer que sí. Pero si ni la dura experiencia de los miles de muertos de la “guerra sucia” y la “guerra limpia” sirvieron para nada, poco lugar hay para el optimismo.

–Santiago González

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