Para el mundo y para la ciudad

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“En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos concierne a todos”. Este fue el núcleo del mensaje papal en la homilía que pronunció durante la misa de su consagración. Un mensaje que deliberadamente se proyectó más allá de los límites de su Iglesia para buscar la atención de todas las audiencias: “la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos”, dijo. Cuidar de todo lo creado, del mundo y sus criaturas, es nuestra primera obligación, cuidar de la gente, la familia, de los hijos y de los padres, de los amigos. “El odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida”, advirtió. Liderar es también cuidar, asumir públicamente la responsabilidad y el compromiso de la custodia. Francisco pidió por favor a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, no permitir que “los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro”. Les recordó que “el verdadero poder es el servicio” y que “sólo el que sirve con amor sabe custodiar”. A los poderosos y a los humildes, a los líderes y a los liderados, el Papa exhortó en dos oportunidades en su mensaje a “no tener miedo de la bondad, de la ternura”.

En un mundo azotado por la barbarie de la inmediatez, la irresponsabilidad, el hedonismo, el narcisismo y el desprecio por el otro, el sencillo mensaje de Francisco propuso, desde el catolicismo, un programa y un camino que van más allá de lo ecuménico, y acercó un bálsamo esperanzador para los que sufren las consecuencias de esa barbarie, de esos signos de destrucción y muerte. Quienes dudaban de la capacidad del nuevo Papa para barrer con las lacras enquistadas en el Vaticano han tenido desde el comienzo mismo de su pontificado una prueba de su coraje: se lo necesita, y mucho, para apelar públicamente a la bondad y la ternura. ¿Qué otra autoridad en el mundo se atrevería a pronunciar esas palabras, subversivas, revolucionarias?

Se dice que los papas hablan a la ciudad y al mundo. Francisco habló para el mundo desde la plaza San Pedro. Apenas horas antes había hablado para la ciudad, su ciudad, al saludar por teléfono a los fieles congregados frente a la catedral metropolitana en Buenos Aires. Su mensaje fue el mismo, en clave argentina. “Cuidémonos los unos a los otros. Cuídense entre ustedes, no se hagan daño. Cuídense la vida, cuiden la familia, cuiden la naturaleza, a los niños, a los viejos”, dijo. Conocedor de nuestras flaquezas, pidió “que no haya odios, peleas, dejen de lado la envidia”. Y con un gesto definitivo de perdón, el hombre que una semana antes había sido víctima de una campaña de calumnias orquestada desde la Casa Rosada para dinamitar sus chances de ser elegido Papa, redujo el episodio al nivel de una mezquindad de barrio: “No le saquen el cuero a nadie, dialoguen”, recomendó.

En un país azotado por la misma barbarie que recorre el mundo, agravada por nuestros propios enconos y resentimientos, Francisco nos planteó interrogantes decisivos: ¿Cuidamos nosotros, los argentinos, de nuestra gente? ¿Nos reconocemos como pueblo, como familia? ¿Cuidamos de nuestros niños, de nuestros jóvenes, de nuestros ancianos? ¿Cuidamos de esta geografía incomparable colocada bajo nuestra responsabilidad? ¿Cuidamos de las riquezas que recibimos? ¿Entendemos el poder como servicio? ¿Resolvemos nuestras diferencias mediante el diálogo? ¿Nos tratamos, finalmente, unos a otros, con bondad y con ternura? El Papa, que también es nuestro compatriota, nos obligó a hacernos estas preguntas. Sabemos que son las preguntas clave, sabemos que no podemos eludirlas, sabemos que de la respuesta que les demos dependerá nuestro futuro, y el de quienes nos sucedan en el tiempo.

–Santiago González

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