Manuel García Ferré (1929-2013)

garciaferreLos personajes creados por Manuel García Ferré están tan incorporados a nuestra vida, a nuestra memoria, a esa galería de seres reales e imaginarios que nos habita y contribuye a definir nuestro retrato, que no podemos sino preguntarnos en qué reside la potencia de esos dibujitos coloreados, muchos de ellos dotados de voces, risas y expresiones que conocemos gracias a la televisión. Y no encontramos otra explicación: los personajes de García Ferré tienen personalidad, y esa personalidad es típicamente argentina. Esto no es poca cosa: no es fácil encontrar, ni aquí ni afuera, personajes de historieta o de dibujos animados para niños con personalidades definidas y coherentes (los personajes de Mafalda, Peanuts o los Simpson tienen ciertamente personalidad, pero no fueron creados para un público infantil). Que los de García Ferré las tengan es consecuencia en buena medida del método de trabajo adoptado por este andaluz que llegó a la Argentina a los 17 años: “Rara vez salgo sin un cuadernito o libretita en el bolsillo. Lo que veo, lo que pasa, lo que escucho… todo me sirve para construir personajes. Todos tienen algo que alguna vez pispeé por ahí. O sentí, ni más ni menos”. De esa cantera bonaerense fueron naciendo Pi-Pio y Paco-Pum, Anteojito y Antifaz, Hijitus y Pichichus, Neurus, Pucho, Serrucho y Larguirucho, Oaky y Gold Silver, Calculín y el Comisario, algunos humanos, y otros animales humanizados, la mayoría buenos y unos pocos ni tan buenos ni tan malos: “Nadie muere ni hace mucho daño en mis historias… Ya vi demasiado en la vida”, decía el dibujante. En el elenco no hay protagonistas femeninos… excepto la bruja Cachavacha, pero pocos se dan cuenta porque tampoco hay psicoanalistas. Esos personajes habitaron mundos absurdos pero rápidamente asimilables: en su primera historieta, Pi-Pío era un pollito linyera, devenido en “sheriff” de Villa Leoncio, una mezcla de barrio y suburbio, donde trataba de arreglar entuertos ayudado por su filosófico caballo Ovidio. Ocurría que el absurdo del dibujante resultaba perfectamente lógico para un público infantil acostumbrado a organizar sus juegos según esas mismas leyes. Pi-Pío convivía en las páginas de Billiken con historietas como Pelopincho y Cachirula, de Fola, o La Vaca Aurora, de Mirko, pero imponía de entrada una atractiva, incitante dificultad, obligaba a prestar atención, a entender el funcionamiento de ese universo nuevo que se nos proponía, a descubrir los pequeños detalles del dibujo, y la riqueza del diálogo, en el que las frases sentenciosas se mezclaban con hallazgos bien mechados del habla popular. De la página semanal de Pío-Pío, las historias de García Ferré pasaron al capítulo diario de Anteojito y Antifaz en la televisión, a donde regresarían muchos personajes del papel y desde donde despegaría el popularísimo Hijitus. Pero todos volvieron a poblar más tarde o más temprano los cuadritos de la historieta. García Ferré fue dotando progresivamente a sus relatos, en papel o en imagen, de un propósito pedagógico, moralizante, en el que la audiencia encontraba un eco de los consejos escuchados en la mesa familiar. Pero nunca hizo de sus dibujos un púlpito; si con Hijitus o Anteojito nos enseñó a ser bondadosos, con Neurus o Larguirucho nos ofreció una amable válvula de escape para nuestras debilidades. Como su famoso Libro Gordo, García Ferré se propuso enseñar y entretener. Consiguió mucho más: consiguió sintonizar con la fantasía de la infancia, ganar la complicidad del público de todas las edades, e instalar su galería de personajes en el corazón de varias generaciones.

–S.G.

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