Hace cien años y medio, más o menos, el archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa Sofía fueron asesinados a balazos en las calles de Sarajevo. El crimen fue cometido por una persona, Gavrilo Princip, integrante de un grupo de conspiradores decididos a modificar el mapa de los Balcanes que lideraba el jefe de la inteligencia militar serbia Dragutin Dimitrievich. En La caída de los gigantes, el primer volumen de su trilogía sobre el siglo XX, el escritor Ken Follet incluye esta escena en la que dos primos de la alta burguesía europea, el alemán Walter, que teme una guerra, y el austríaco Robert, cuya patria había sido agredida, comentan la noticia:
«Robert tenía sus propios informes.
–Hemos establecido que los asesinos recibieron de Serbia sus armas y explosivos.
–¡Oh, demonios! –dijo Walter.
Robert no ocultaba su ira.
–Las armas les fueron suministradas por el jefe de la inteligencia militar serbia. Los asesinos hicieron práctica de tiro en un parque de Belgrado.
–Los oficiales de inteligencia a veces actúan por su cuenta –señaló Walter.
–Muchas veces. Y el secreto de su trabajo implica que pueden salirse con la suya.
–De modo que esto no prueba que el gobierno serbio haya organizado el asesinato. Y, cuando uno se pone a pensar lógicamente, para una pequeña nación como Serbia, que trata desesperadamente de preservar su independencia, sería una locura provocar a su poderoso vecino.
–Incluso es posible que la inteligencia serbia haya actuado en oposición directa a los deseos del gobierno –admitió Robert. Pero enseguida agregó con firmeza–: Eso no cambia las cosas. Austria debe actuar contra Serbia.»
Austria actuó, otros países se fueron sumando al conflicto, y así se inició la primera guerra mundial, algo que probablemente no estaba en los cálculos de los conspiradores. –S.G.