La salud de los enfermos

El 2012 asoma signado por la enfermedad: por un lado la enfermedad de la presidente, con un diagnóstico preciso, buenos médicos para enfrentarla y buen pronóstico; por el otro la enfermedad de la nación gobernada por ella, con la que ocurre todo lo contrario. La enfermedad personal ha captado la atención del país, la enfermedad social no parece preocupar a nadie.

Con su voto, los argentinos confirieron en octubre la suma del poder público a Cristina Fernández y pulverizaron a sus opositores. Nunca nadie concentró tanto poder en la historia de la Argentina moderna como esta presidente. Y no sólo por el caudal electoral que cosechó, sino también por la desintegración del sistema republicano de equilibrios y controles.

El Poder Legislativo se ha convertido desde diciembre en una mera escribanía del Ejecutivo (y el recién estrenado presidente de la cámara baja Julián Domínguez se declaró orgulloso de que así fuese), y el Poder Judicial ha demostrado ser complaciente o impotente: el gobierno reiterada y descaradamente ignora los mandatos de la Corte Suprema de Justicia, nada menos.

Al igual que su marido, Cristina Fernández se ha rodeado de colaboradores sin personalidad y de incierta competencia, y nunca celebra reuniones de gabinete. No las necesita: ella y su pequeño círculo de confianza toman las decisiones, y las revelan cuando se les antoja: muchas veces la población las conoce al mismo tiempo que los ministros.

No es extraño que la presidente entienda que el Estado es ella misma y, en todo caso, los miembros de su familia, y que así lo revele cuando dice por ejemplo que la Justicia no debe entorpecer la labor del Estado (como si la Justicia no fuera también el Estado) o cuando al asumir su segundo mandato acepta recibir de manos de su hija los símbolos formales del poder.

Tampoco es extraño que haya dedicado las primeras semanas de gobierno, su momento de mayor fortaleza, a consolidar esa situación: por un lado, haciendo votar en el Congreso todas las leyes que considera necesarias a ese fin; por el otro, embistiendo contra los pocos que, supone, podrían desafiar su poder: los sindicatos, la prensa, el peronismo bonaerense.

El kirchnerismo ha sido desde su comienzo una máquina de acumulación de poder y dinero, sin que las ideologías, los modelos o los proyectos nacionales que invoca tengan mucho que ver: el gobierno, por ejemplo, no tiene el menor reparo en quitarle los subsidios a la clase media y aumentárselos a las “corporaciones”, siempre que sean corporaciones “amigas”, claro está.

En ese plan, el gobierno avanzó como una topadora desde su triunfo electoral de octubre, y no parece dispuesto a la tolerancia. Lo contrario de lo que hizo la oposición en el 2009, que en lugar de acorralar al kirchnerismo cuando estaba en condiciones de hacerlo se dedicó, con honrosas excepciones, a mirarse el ombligo y compararlo con el del vecino.

La violencia de esta ofensiva, particularmente dura contra Hugo Moyano y Gerónimo Venegas, los dos dirigentes sindicales peronistas con mejor imagen entre los trabajadores, y contra La Nación y el grupo Clarín, confirió sentido a las palabras de Elisa Carrió cuando tras el comicio de octubre anunció que iba a dejar de liderar la oposición para encabezar la resistencia.

En su marcha implacable hacia la ocupación de todos los espacios políticos y comunicacionales, en su negación al diálogo y el consenso, en su vocación hegemónica, el kirchnerismo conducido por Cristina no deja espacio a la oposición ni a la crítica, no permite el disenso democrático. Y empuja a los que no comparten sus propósitos ni sus métodos al lugar de la resistencia. Al no.

Ese lugar es hoy pequeño y minoritario. El kirchnerismo llegó donde llegó, y Cristina está donde está porque la sociedad en su conjunto lo permitió. Lo permitieron en principio los votantes, pero también lo permitieron por omisión, incompetencia o falta de vocación los dirigentes sociales de todos los espacios: político, empresario, sindical, religioso, periodístico, cultural.

Es fácil, e inútil, echarle la culpa al gobierno y fustigarlo por sus tropelías. Pero el problema no está allí. La enfermedad republicana de la que hablamos al principio no debe ser confundida con un mal gobierno. El mal reside en la indiferencia, la ignorancia, la frivolidad, la cobardía suicida de una sociedad que permite que gobiernos deplorables se sucedan unos a otros.

El 2012 se inicia signado por la enfermedad, pero también por la oportunidad de la sanación. Necesitamos que la presidente supere con éxito su mal, porque hoy toda la nación depende de ella: Cristina Fernández pretendió cargarse el país a sus espaldas, el país se lo permitió, y allí estamos.

Mucho más necesitamos que la sociedad recupere la salud. Esto será más lento y más difícil: la enfermedad no está bien diagnosticada, seguramente existen los expertos capaces de describirla y proponer un tratamiento pero todavía no han emergido o no han ganado la confianza pública, y el pronóstico, para seguir con la terminología médica, es reservado.

Como en todo proceso de curación, mucho depende de la energía y la fortaleza del cuerpo, y de su voluntad de recuperarse, de sus ganas de vivir. El cuerpo, en este caso, es la sociedad argentina. En otros momentos históricos supo reaccionar, y plantarse para reclamar su dignidad. Ahora se muestra acobardada, timorata, replegada, acomodaticia. Casi en vida vegetativa.

–Santiago González

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