La OMS en entredicho

La Argentina debe revisar su pertenencia a un organismo preso de intereses especiales y de cuestionada autoridad sanitaria

  1. El otro virus
  2. La OMS en entredicho
  3. Intriga en Wuhan
  4. Como caído del cielo
  5. Virus, mentiras y testeos

El presidente Donald Trump decidió cesar las contribuciones de los Estados Unidos a la Organización Mundial de la Salud mientras su país somete a revisión las actuaciones del organismo creado en 1948. Trump acusó a la OMS de no haber cumplido sus obligaciones básicas al ocurrir el brote del virus corona en China, y de haber disimulado o encubierto su amenaza. Podría creerse que trató de descargar en terceros la pobre respuesta de su gobierno a la llegada del virus. Pero es la segunda vez que Washington toma distancia de una rama del sistema de las Naciones Unidas. En 2017 Trump anunció la desvinculación de la UNESCO, que se materializó el 1 de enero de 2019. En esa oportunidad el argumento fue que el organismo consagrado a la promoción de la educación, la ciencia y la cultura mostraba una marcada parcialidad en contra de Israel. También es posible que hubiese en ese caso un motivo inmediato, como el de mejorar sus relaciones con el país del medio oriente, que inmediatamente imitó su decisión.

Sin embargo, desde que asumió su cargo, Trump ha venido reclamando una reducción de las contribuciones de su país al sistema de la ONU por lo que no debe descartarse que detrás de ambas decisiones haya existido un razonamiento estratégico: tanto la OMS como la UNESCO se han venido degradando desde fines del siglo pasado y apartándose de sus propósitos originales hasta convertirse en poco más que herramientas de acción y propaganda para las exclusivas élites mundiales empeñadas en la implantación de un sistema económico y político supranacional. Esas élites son enemigas juradas de Trump (y de cualquier líder empeñado en la defensa y promoción de su Estado-nación), y han encontrado en la OMS y la UNESCO dos poderosos instrumentos culturales para orientar y modificar la mentalidad y el comportamiento de los pueblos del mundo.

En la segunda mitad del siglo pasado, la UNESCO era un campeón universal de la cultura en su sentido más amplio. Leíamos mensualmente en su Correo la crónica de sus salvatajes arqueológicos y sus programas de apoyo a la educación y la investigación. Del mismo modo, la OMS era un punto de referencia insoslayable para los programas de salud pública de los países miembros. Pero todo fue cambiando con el tiempo y, como ha sucedido con marcas que alguna vez fueron sinónimo de calidad, esas instituciones ya no son lo que eran. La crisis del virus corona puso nuevamente a la OMS en la escena pública, y los gobiernos, los sanitaristas, los virólogos y los medios, incluidos los nuestros, siguen citándola como referencia confiable y hasta inapelable. El resto de esta nota está destinado a reclamarles cautela.

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El problema de la OMS, como casi todos los problemas que afectan hoy a Occidente, comenzó tras la implosión de la Unión Soviética y por la convicción simplista de que asomaba un mundo uno, sin banderas ni fronteras ni ideologías, no ya una sociedad sino un gran mercado mundial compuesto de compradores y vendedores, productores y consumidores, despojados de toda otra condición humana, desde el sexo a la historia y desde la nacionalidad al idioma. La noción de lo público y común fue repudiada, ridiculizada y remitida a la prehistoria, y con ella la noción de la salud pública como parte de las atribuciones y responsabilidades del Estado nacional. La salud pública fue equiparada a una empresa estatal, y despachada por el mismo andarivel de otras empresas estatales: hacia la privatización eficaz, competitiva y meritocrática.

Pero salud pública y salud privada son cosas distintas. La salud privada tiene que ver con el acceso directo a los especialistas (en la Argentina, afuera no siempre es así), tecnología de última generación para el diagnóstico, y hotelería cinco estrellas. La salud pública tiene que ver con la prevención, la demografía y también con la defensa nacional. A pesar de que se decidió llamarla “mundial” y no “internacional” para subrayar su carácter global, la OMS nació como una proyección de los sistemas nacionales de salud pública, a los que debía servir como autoridad de dirección y coordinación, especialmente para enfrentar las amenazas sanitarias que no prestan atención a las fronteras. En sus primeras décadas de vida, las políticas de la OMS reflejaron las políticas sanitarias de sus estados miembros, con sus diferentes pesos e influencias, que eran además su fuente de financiación principal y decisiva.

A mediados de la década de 1980, el presupuesto anual de la OMS había multiplicado por 100 los cinco millones de dólares de sus primeros años, en buena parte porque, como toda estructura burocrática, se inclinó antes que nada a servirse a sí misma. Hoy la OMS tiene su propio edificio en Ginebra, seis oficinas regionales, 150 agencias repartidas por todo el mundo, y 8.500 empleados. Gasta anualmente unos 200 millones de dólares en viáticos (más de lo que asigna a los programas de salud mental, sida, tuberculosis y malaria combinados) y sus máximas autoridades han sabido alojarse en hoteles de cinco estrellas y cuatro cifras la noche. Hoy el presupuesto anual de la OMS supera los 5.500 millones de dólares anuales: en 70 años de existencia multiplicó por mil su asignación inicial.

La historia de la OMS replica la de las estructuras políticas y gubernamentales de Occidente, absorbidas por una casta administrativa autorreferencial cuya vida regalada debe justificarse con nobles y humanitarios argumentos, diligentemente aportados por la agenda progresista. Los propósitos originales de coordinación e investigación fueron paulatinamente reemplazados por el asistencialismo y la ingeniería social que hoy dominan la actividad del organismo. Este cambio fue posible, y se fue acentuando, desde que, por razones ideológicas y por la influencia de intereses relacionados con la lucrativa industria de la salud, los estados nacionales que le dieron origen y la sustentaron en sus comienzos fueron perdiendo interés por la salud pública, y por la OMS como su instrumento global.

En la década de 1980, dominada por la “reaganomics”, los países miembros de la OMS decidieron congelar sus contribuciones anuales en dólares en términos reales (es decir, ajustadas por inflación), y en la década de 1990, la de la caída del muro, el mundo uno y el consenso de Washington, resolvieron congelarlas en términos nominales (es decir, sin ajuste por inflación) lo que de hecho supuso reducirlas. La OMS, como dijimos, se financia con las cuotas anuales de sus estados miembros, pero casi desde sus comienzos contó con aportes voluntarios de esos mismos estados, de otros organismos de la ONU, y de fuentes privadas, principalmente fondos de beneficencia y fundaciones. Con el repliegue de las cuotas estatales y el crecimiento exponencial de sus presupuestos, el papel de los aportes voluntarios se volvió cada vez mayor. En el bienio 1988-89 se convirtieron en la fuente principal de financiación, y desde entonces su participación no ha dejado de crecer. En el bienio 2016-17, las cuotas cubrieron el 20% del presupuesto de la OMS, y los aportes voluntarios el 80% restante.

Esos aportes voluntarios plantean un problema adicional, porque vienen en dos sabores: los aportes de libre disponibilidad, que pasan a engrosar el presupuesto básico del organismo y se asignan según las prioridades fijadas por sus responsables, y los aportes dirigidos, que se asignan a determinados proyectos de investigación o emprendimientos sanitarios según las prioridades fijadas por los donantes de acuerdo con sus propios intereses. En el bienio 2016-2017, los aportes de libre disponibilidad representaron el 7% del total voluntario y los dirigidos el 93%. Esto quiere decir que las autoridades formales de la OMS, las que, al menos en teoría, recogen y representan las preocupaciones de los sistemas de salud pública de los países miembros, apenas tienen control sobre no más del 25% de su presupuesto.

Los países que pagan las mayores cuotas son los Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania, Japón y Kuwait. La nómina de los principales donantes voluntarios incluye a grandes laboratorios farmacéuticos y a algunas de las familias más ricas del planeta (Soros, Gates, Buffett, Bloomberg, Rockefeller, Turner, etc, etc), unas identificadas por sus nombres y otras ocultas detrás de una miríada de entidades y fundaciones casi todas entrecruzadas y vinculadas. Pertenecen a ese 1% de la humanidad que posee el doble de riqueza que el 99% restante y al que se atribuye la intención de gestar de un orden social global, homogéneo, ateo y esclavista. Ese temor puede parecer extravagante, pero más extravagante es creer que quienes poseen semejante poder económico no van a usarlo para promover sus ideas más caprichosas sobre cómo debe funcionar el mundo. La historia no registra tales abstenciones.

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Las contribuciones privadas a la OMS no van en auxilio de las necesidades comunes de los sistemas nacionales de salud pública, como era el propósito original de la organización. Detrás de su aparente altruismo hay intereses específicos que atan los aportes a determinadas campañas y de hecho condicionan sus actividades. En el bienio 2016-2017, la erradicación de la polio, la respuesta a las epidemias, el aborto y las vacunas atrajeron los mayores aportes. “Cuando los actores económicos privados tienen mayor peso que las políticas de los estados soberanos hay razones para preocuparse”, se quejó en 2014 la anterior directora de la OMS, Margaret Chan. De poco valió su queja: los donantes voluntarios demandan ahora el control total del organismo. En 2016, la asamblea que lo gobierna aprobó un Marco para las Relaciones con los Actores No Estatales (FENSA, en inglés), primer paso para el pasaje desde un modelo de gestión conducido por los estados a otro guiado por lo que eufemísticamente se denomina “intereses múltiples”.

A través de la fundación que lleva su nombre, y de otras que también canalizan su dinero, Bill Gates aporta a la OMS unos 800 millones de dólares anuales y es el principal donante privado, uno de esos “intereses” contemplados en el FENSA. Gates es un hombre obsesionado por la ingeniería social, debilidad comprensible en alguien que ha acumulado una fortuna descomunal haciendo que millones de personas en todo el mundo inicien su jornada de trabajo pulsando el botón Start. Eso le hace volar la cabeza a cualquiera. Ahora sus mayores preocupaciones son el control demográfico y las vacunas. Problemáticas cuando se las considera separadamente, y mucho más si se las asocia. En varias oportunidades (no una, varias), Gates asoció las vacunas al control de la natalidad, despertando oleadas de suspicacia, máxime cuando los proyectos que lo obsesionan apuntan hacia algún tipo de vacunación universal y compulsiva. Primero la polio, que por decisión suya absorbe el 27% del presupuesto de la OMS pese a que hay pocos casos en el mundo, luego los virus gripales.

El peso que sus propias contribuciones conceden a las fundaciones y los laboratorios que financian la OMS produce distorsiones como las que el doctor Arata Kochi, por entonces jefe del programa contra la malaria, describió en 2007 en una nota a la directora Chan. Allí afirmó que la creciente influencia de la Fundación Gates en el área de su competencia hacía peligrar la diversidad de enfoques y aniquilaba la capacidad del organismo para definir políticas. Sostuvo que la toma de decisiones en el ámbito de los proyectos por ella financiados “es un proceso interno, cerrado, que, por lo que se ve, no rinde cuentas más que a sí mismo”, y agregó que la insistencia de la fundación en que los resultados de sus propias investigaciones se traduzcan en políticas “podría tener consecuencias implícitamente peligrosas para la definición de políticas sanitarias a nivel mundial.”

Es difícil decidir si se debe a la creciente influencia de los donantes voluntarios, pero en lo que va del siglo la OMS ha adoptado varias decisiones llamativas. En el año 2005, la asamblea del organismo dictó un llamado Reglamento Sanitario Internacional, obligatorio para los países miembros. Los estados se comprometen, entre otras cosas, a “responder a los riesgos para la salud pública que puedan propagarse internacionalmente” y a “responder convenientemente a las medidas recomendadas por la OMS”. Entre las situaciones que se ofrecen como ejemplo para la aplicación del reglamento está, por supuesto, la “pandemia de gripe.” Asunto que conduce a otra decisión llamativa de la organización: en 2009 la OMS alteró su definición de pandemia no para hacerla más precisa, sino más amplia y difusa. En su versión original, una pandemia era una “infección por un agente patógeno, simultáneamente en diferentes países y con una mortalidad significativa en relación con la proporción de la población infectada”. Ahora dice la OMS: “Se llama pandemia a la propagación mundial de una nueva enfermedad”. Al omitir las cualidades de virulencia y letalidad, casi cualquier cosa podría ser declarada pandemia por la OMS. Pero la OMS se propuso no declarar más pandemias. O casi.

El comportamiento de la organización frente a las pandemias en lo que va del siglo ha sido errático, y por lo mismo objeto de intensas críticas. Se la acusó de apresuramiento y de servir a intereses farmacéuticos cuando declaró la pandemia de gripe porcina en el 2009, y se le reprochó exceso de burocracia y lentitud para calificar de pandemia el brote de ébola en el 2014. La OMS dice haber abandonado su tradicional caracterización de las enfermedades gripales en seis escalas, la más alta de las cuales definía como pandemia. “No existe una categoría oficial (para la pandemia)”, dijo el 24 de febrero el vocero de la OMS Tariq Jasarevic, y agregó que el uso del término pertenecía ahora al lenguaje coloquial. Pero el 11 de marzo, y como consecuencia de presiones de Gates documentadas por la prensa, el director de la OMS Tedros Adhanom Ghebreyesus declaró: “Hemos evaluado que la covid-19 puede ser caracterizada como una pandemia.” Sus palabras saltaron de inmediato a los titulares de todo el mundo, desencadenaron decisiones y pusieron en marcha políticas porque Ghebreyesus se olvidó de aclarar que hablaba en lenguaje coloquial.

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Aunque los observadores afirman que, dados sus antecedentes, esta vez la OMS actuó correctamente, Trump la acusó de complicidad con China en su presunto ocultamiento del brote viral. Pero al retirarle el apoyo de su país, ¿a quién está castigando en realidad? ¿A las marionetas que la conducen formalmente, con el penoso Ghebreyesus a la cabeza? ¿O a la élite globalista que maneja los hilos de la organización, con Gates a la cabeza? Hay una madeja de relaciones, personales y profesionales, todas documentadas y todas vivas y actuales, entre científicos chinos del laboratorio de Wuhan donde apareció el virus y científicos estadounidenses, y entre todos ellos con la Fundación Gates y otras organizaciones de fachada orientadas por Gates y Soros, e incluso con el propio asesor de Trump en la emergencia, Anthony Fauci. No fue precisamente la OMS la que desinformó al pueblo norteamericano sobre lo que ocurría en China, e hizo incurrir a Trump en errores iniciales de apreciación que pueden costarle la reelección.1  2

Todo esto conduce a dos preguntas finales. ¿Es posible seguir considerando a la Organización Mundial de la Salud, cada vez más lejos de las necesidades de salud pública de sus estados miembros y cada vez más cerca de las alucinadas fantasías de ingeniería social de sus poderosos cotizantes, como una referencia mundial confiable en cuestiones relacionadas con la medicina sanitaria, misión para la que fue creada y que hasta cierto punto cumplió en sus primeras décadas? Para un país como la Argentina, con su propia tradición y magisterio ejemplares en materia de salud pública, ¿es necesaria la adhesión a un sistema que tanto se ha alejado de sus propósitos iniciales? Las recomendaciones de la OMS han respaldado las más drásticas decisiones del gobierno argentino para enfrentar la crisis del corona. Y esas decisiones no han sido las más adecuadas para las necesidades del país, ni las más inteligentes.

–Santiago González

Notas relacionadasLa OMS y el virus corona
  1. Una semana después de publicado este artículo, el ex alcalde de Nueva York Rudy Giuliani dijo a una radio de su ciudad que en 2014, desconociendo una orden del presidente Barack Obama y contrariando el consejo del Departamento de Estado, el doctor Fauci, como director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, había concedido 3,7 millones de dólares al laboratorio de Wuhan. “Nuestros científicos sabían más sobre lo que estaba pasando en China que lo que nos contaron cuando apareció [el virus]”, declaró Giuliani al conductor del programa dominical The Cats Roundtable. Vale agregar en el mismo sentido que en 2018 la Fundación Gates concedió casi medio millón de dólares a la Universidad de Wuhan, entre otras cosas para “establecer redes internacionales de investigación y plataformas para el intercambio de datos”. [Nota del 27 de abril de 2020]. []
  2. Una nota publicada por Newsweek el 29 de abril reveló que a fines de 2019 el doctor Fauci había concedido otros 3,7 millones de dólares al laboratorio de Wuhan para continuar las investigaciones sobre los virus corona en los murciélagos, incluyendo mutaciones que los vuelven más contagiosos o agresivos (gain of function mutations). Esta segunda etapa continuó bajo la dirección de EcoHealth Alliance, una ONG conducida por el experto en zoonosis Peter Daszak  que comparte los mismos ámbitos científicos de las fundaciones de Gates y Soros, incluida la OMS. La clase de investigaciones conducida por EcoHealth en China está prohibida en los Estados Unidos. Trump canceló el viernes 24 toda financiación futura del proyecto y ordenó a EcoHealth abstenerse de usar los casi 400.000 dólares que le quedan de su asignación para este año. EcoHealth negó estar haciendo algo impropio. [Nota del 4 de mayo de 2020]. []

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