El precio de la victoria

Por Pat Buchanan *

El mismo día en que el número de norteamericanos muertos por la enfermedad del virus corona cruzó la marca de los 15.000 también cruzamos la marca de los 15 millones de norteamericanos que dejamos sin trabajo para morigerar la expansión del virus y “aplanar la curva”. Por cada estadounidense muerto por la pandemia, 1.000 estadounidenses perdieron el trabajo por la decisión conciente y deliberada del presidente y los 50 gobernadores.

Se nos dice que probablemente morirán unos 60.000 ciudadanos por efecto de esta pandemia. ¿Estamos dispuestos a aceptar 60 millones de desocupados para “mitigar” esas muertes? ¿Cuál es el precio de la victoria en esta guerra buena y necesaria para matar el virus? ¿Preguntarlo es inadecuado, o propio de desalmados? ¿En qué momento “cantamos victoria y nos vamos”, como un senador nos recomendó hacer en Vietnam en lugar de seguir incrementando el número de bajas, aun cuando eso significara que Vietnam del Sur cayera en manos de nuestros enemigos comunes?

Economistas de J.P. Morgan pronostican que el PBI estadounidense habrá caído un 40% esta primavera (boreal) y el desempleo afectará este mes al 20% de la fuerza laboral. Son números que no se veían desde la Gran Depresión.

¿Qué nos dice esta decisión deliberada de cerrar el país y arrasar nuestra propia economía, de la que todos dependemos, acerca de las cosas que valoramos nosotros, los norteamericanos?

Reflexionemos. En una nación que tenía la décima parte de nuestra población actual, Abe Lincoln envió a la muerte a más de 600.000 hombres y jóvenes, del norte y del sur, antes que permitir que siete estados del Sur se separaran y siguieran su vida en paz.

Si bien la pérdida diaria de vidas estadounidenses por causa del virus parece haberse estabilizado en un tercio de su marcha hacia la cifra de 60.000, las otras bajas resultantes de la devastación social y económica que nos procuramos nosotros mismos apenas han comenzado a crecer y lo seguirán haciendo durante mucho más tiempo.

¿A cuantos millones de personas enfermas y ancianas colocamos en confinamiento solitario? ¿A cuántas familias obligamos a una batalla cotidiana por los medios para poner comida en la mesa y comprar medicamentos en la farmacia?

Cuando el presidente Donald Trump y los gobernadores se decidan a abrir la economía y alienten a los norteamericanos a volver al trabajo, ¿la nación les responderá? ¿Reabrirán todos los cines y los centros comerciales? ¿Los hoteles y moteles vacíos volverán a llenarse? ¿Los equipos deportivos profesionales volverán a jugar ante las multitudes acostumbradas? ¿Las escuelas y los colegios y las universidades, públicos, privados o parroquiales, volverán a recibir la misma cantidad de alumnos? ¿Se reanudarán las convenciones, los conciertos, los festivales y los recitales?

Para salvar a los estadounidenses de un virus que podría matar entre el 1 y el 3% de los infectados, pusimos a los Estados Unidos en un respirador.

Al coquetear con una depresión –consecuencia segura de mantener a una nación de 328 millones obligatoriamente confinada y guardando distancia social– le estamos diciendo al mundo el precio que vamos a pagar para ayudar a salvar las vidas de los miles que de otro modo contraerían el virus y morirían.

Sin embargo, esta decisión plantea cuestiones relacionadas con la vida y la muerte.

¿Puede una nación que acepta una depresión capaz de destruir el modo de vida de millones de sus ciudadanos ser creíble cuando advierte a otra gran potencia que está dispuesta a librar una guerra nuclear -en la que morirían millones– por el dominio sobre los estados del Báltico o el control del Mar de la China Meridional? ¿Podría una nación tan poco dispuesta a aceptar 60.000 muertos en una pandemia que se arriesga a inducir una depresión para limitar las bajas, trabarse en un conflicto nuclear con Rusia a propósito de Estonia?

Cuanto más se prolongue la cuarentena, más extensas, más profundas y más prolongadas serán las pérdidas que el país tendrá que soportar. Los norteamericanos vivimos ya en una nación, y en un mundo, asentado sobre una montaña de deuda. Deuda por los préstamos para estudiantes. Deuda hipotecaria. Deuda de consumidores. Deuda de empresas. Deuda de municipios, condados y estados. Una deuda nacional de 22 trillones [estadounidenses] de dólares que ahora vuela hacia la estratósfera.

Y además están las deudas soberanas del tercer mundo y de naciones como la Argentina e Italia. Si tiramos abajo la economía de los Estados Unidos, y la economía del mundo, ¿quién va a pagar esas deudas? ¿Acaso es ridículo preguntárselo?

Las decisiones que tomamos hoy, arrojando a la quiebra a miles y miles de pequeñas empresas y a millones de ciudadanos, podrían desencadenar un aluvión de deudas no canceladas capaz de derribar incluso a los bancos.

Las decisiones que tomamos en esta crisis del virus corona nos definen como nación y como pueblo. Le dicen al mundo qué es lo que nosotros, los norteamericanos, estamos dispuestos a sacrificar, y qué es lo que queremos salvar a toda costa. Y nos dicen a nosotros quién y qué es descartable y quién y qué no lo es.

Establecen una jerarquía de valores que tal vez no se corresponda exactamente con lo que nosotros, los norteamericanos, profesamos públicamente.

Nuestras decisiones dirán quiénes somo realmente.

* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996. Su último libro es Nixon’s White House wars: The battles that made and broke a president and divided America forever.

© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana y notas © Gaucho Malo.

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