La escuela no puede compensar la marginalidad

Por Guillermina Tiramonti *

Estudiosos del campo social nos han hecho conocer a través de publicaciones científicas y artículos periodísticos la compleja trama de relaciones que articulan y sostienen el orden instituido en los márgenes de la sociedad. En esos espacios adonde el Estado y el mercado, los dos grandes organizadores de la vida en sociedad, nunca llegaron, las mafias de todo tipo han generado una laberíntica red que sustenta la cotidiana supervivencia de los que allí viven.

Donde no hay Estado ni mercado formal las reglas son impuestas por quienes organizan las ferias informales que proporcionan la posibilidad de ganar un peso a los que no tienen otra entrada o solo cuentan con un plan social. En todos los casos, quienes participan se deben someter a la violenta disciplina que exige el capo mafia. En ese terreno insondable para el Estado se desenvuelven con soltura las mafias narcos que acogen a niños, jóvenes y adultos dándoles un espacio de pertenencia, un negocio del que vivir y un sentido de la vida que se construye a partir de la amenaza de morir mañana.

Allí también se desenvuelven las redes de los que trafican cuerpos en los mercados del trabajo esclavo y de la sexualidad que humilla a niños y adultos. En ese espacio solo se sobrevive si se reconoce quién es el más poronga, si se entiende cuál es el servicio a prestar y la humillación a soportar. En ese mundo el certificado de primaria o secundaria completa no es reconocido ni valorado ni te sirve para nada. La educación no es una moneda de cambio. Allí se intercambian otras titulaciones que se obtienen con la práctica de la obsecuencia, las lealtades personales, el aguante al castigo y la humillación.

Cabe preguntarse si el certificado escolar sirve para zafar, para escapar de la muerte prematura, de la destrucción de la droga, de la changa, de la precariedad y de la permanente intemperie. Si alcanza para saltar la frontera y llegar a la protección del mundo de los integrados. Aquí también los cientistas sociales nos dicen que no. Cuando se hace el ejercicio de desagregar las tasas de empleo joven considerando su origen social y su titulación es posible identificar lo que esconden las cifras agregadas.

La desocupación para quienes tienen secundaria completa es del 7% y para los que alcanzaron a completar el nivel universitario solo del 2%. Si se lee así, ir a la universidad te protege del desempleo. Si en cambio distinguimos los quintiles de ingreso, resulta que entre quienes pertenecen al quintil más bajo y tienen secundaria completa la desocupación es del 16% y entre los que terminaron la universidad la tasa sube al 17,6%. En el otro extremo de la escala social, entre los del quintil más alto la tasa es del 2,5% con secundaria completa y del 0,6% con título universitario.

Estos datos del Indec de 2010 tiran por la borda todos los discursos simplistas que articulan futuros venturosos con titulaciones educativas. Cuando el mercado de empleo no se expande y diversifica, cuando hay una población arraigada en la condición marginal por más de una generación, la reinserción no se produce milagrosamente con un simple título, que en más de una ocasión se obtiene en un circuito degradado del sistema educativo.

En esta situación el mercado de empleo deja de considerar el nivel educativo alcanzado por los aspirantes como criterio para su selección y pasa a discriminar por el origen social de quien se postula. Aunque tengas un título universitario, si vivís en la villa, no conocés a nadie que te dé la mano para saltar la frontera y no podés borrarte la marca del orillo, tendrás que seguir trajinando a la intemperie.

El seguimiento de egresados de las escuelas de reingreso de la ciudad de Buenos Aires que atienden chicos de este sector social mostró que la titulación no modifica su condición de trabajador informal, que los pocos que consiguen completar el nivel siguen resolviendo su día a día con changas de corta duración. Uno de cada diez consigue un trabajo formal y lo hace a través del vínculo con algún profesor. Tiene el título, pero este solo adquiere valor si se consigue el contacto, la mano que te hace cruzar la frontera.

Hay una mistificación del poder de los certificados escolares. Mito que se sostiene a través del tiempo porque presta un invalorable servicio a los funcionarios, ya que goza de una enorme credibilidad en la población. Todo se puede arreglar si los chicos van a la escuela . El mismo Estado que evalúa los resultados educativos y comprueba la incapacidad de esta institución para enseñarles a leer y escribir a quienes provienen de los sectores marginales inexplicablemente le otorga a la escolarización la potencia de transformar el mundo del cual estos provienen.

Cada vez que se preguntan a un docente las razones del fracaso de la enseñanza, estos alegan que es difícil enseñarles a los chicos del margen, ya que viven en un ambiente social muy duro que no genera condiciones adecuadas para su escolarización. De este modo la escuela se excusa de no poder, no saber, no querer cumplir con su función básica. ¿Podrá con la tarea titánica de cambiar la experiencia social de sus alumnos? ¿Podrá borrar las huellas de la violencia? ¿Podrá transformarlos en hacedores de un mundo diferente solo por poseer un titulo? ¿Podrá la escuela que no enseña ser más poderosa que la oferta de los narcos?

Hace unos días se publicó en este diario ** una nota con este título: “Chicos de 6 y 7 años, ‘soldados’ de narcos en La Matanza”. ¿La escuela es más fuerte que esto?

Los gobiernos parecen incapaces de comprender la compleja intervención que exige hacerse presente en un terreno copado por el orden mafioso. No son los títulos, no es la escuela la que va a rescatarlos, sino un Estado inteligente, atento a la voz de los que saben, capaz de concebir un modo de estar allí e inventar una vida vivible para aquellos a los que hemos ido empujando al descampado en los últimos 30 años.

Tal vez podríamos avanzar en ocupar estos espacios con una organización que teja otras redes de relaciones, reponga la pertenencia comunitaria y proporcione un modo de vida y de sustento a ese grupo social. Cuando el Estado sea capaz de arrebatarles a la mafias la población que les da basa, cuando sepa y pueda proteger y atender a todos sus habitantes, cuando pueda disolver las fronteras entre los de adentro y los de afuera, entonces sí la presencia de la escuela será importantísima. Como espacio de socialización con sus pares, de aprendizaje de aquello que hoy no se les esta enseñando, como centro desde el cual llegar a las familias y aportar a la conformación de una comunidad.

Si abandonamos el confort de las salidas de aceptación fácil, como que un título secundario permite superar el daño de varias generaciones de marginalidad, podremos pensar en políticas capaces de hacer frente a las mafias con algo más que las fuerzas de seguridad.

* Profesora, investigadora; consejera presidencial del programa Argentina 2030.
** Esta columna apareció publicada en La Nación el 14 de marzo de 2018.

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